Robert Walser |
Daré por establecido algún tipo de
aproximación suya a la narrativa, o la poesía, o los ensayos y microgramas del
escritor suizo Robert Walser.
Para relatar cuanto voy a señalarle y asumir
su credibilidad, como también me apropio en este momento la certidumbre de mi
lucidez frente a la hipótesis que expresaré, doy entonces por fijo cualquier
mínimo acercamiento literario suyo con el autor de El ayudante. ¿Le comparto la
opinión del búlgaro Elías Canetti sobre el más sabio, el observador más
meticuloso brillante y lúcido de los escritores europeos mentalmente
desequilibrados, en el siglo XX? “Un
personaje tan singular como Walser no hubiera podido inventarlo nadie”. Canetti hace parte de un
autorizado inventario de notables escritores y pensadores del siglo XX,
reconocedores de las estéticas, sicológicas y humanas extensiones
literarias de Walser. Susan Sontag admitió que “sus virtudes son las del arte
más maduro, más civilizado. Es en verdad un escritor maravilloso, desgarrador”.
Robert se inventaba a sí mismo en medio de la
más sobria forma de vivir. Cada acto y pensamiento suyos antes de su
enajenación, y en su anómala demencia durante 30 años enclaustrado en el asilo
siquiátrico de Herisau, vigorizaban a uno de los mayores y poco divulgados
escritores de Alemania y del mundo en el siglo XX. Kafka sintió intensa
admiración por su obra, segmentos de la cual leía en voz alta a varios de sus
amigos inmediatos. No se equivoca Sontag al ubicar a Walser como eslabón
perdido entre Kleist y Kafka. Francisco Solano habla por muchos de nosotros,
lectores de Walser, cuando expresa: “No hay ningún lector de Walser que,
bajo los efectos de su estilo, que actúa como una música, no se sienta
reconfortado y tal vez mejor persona. Leer a Walser nos libera de embrollos
éticos y nos limpia de mezquindad”.
La búsqueda de lo absoluto en el autor de Los hermanos Tanner, empezaba
en los objetos más próximos a él, acrecentándose después con aquellos otros
percibidos por donde caminaba. Lo absoluto estaba siempre a su lado y podía
percibirlo y tomar conciencia de este contemplando en éxtasis natural, con
filosófico humor y mirada zen, cuanto le rodeaba. No necesitó estructuras ni
procedimientos filosóficos complejos para tener noción de tal inquietud
existencial y metafísica. Escribe Walser en uno de sus textos: “…él adoraba
candorosamente cualquier cosa, ya fuera espiritual o corpórea. Qué bello, qué
bondadoso le parecía el mundo al pobre Luftibus. Sin duda existía una bondad
eterna, inagotable. A los ojos del joven, tierra, aire, casas, bosques, prados
y cielo azul constituían un cuadro paradisiaco”
Quienes lean prolijos a Walser, identificarán
en el autor de La metamorfosis sus mismas inflexiones temáticas
cercanas a lo irracional, a universos de penumbras consolidándose en la
cotidianidad del ser humano. Pensar que usted conoce y valora algo de Robert
Walser, es mi solidario modo de estimar sus cualidades lectoras. Tal vez leyó
alguno de sus libros y escudriñó luego otras de sus publicaciones… Tal vez
desde aquí, paso obligatorio para entrar en la obra y vida de Walser, descifre
semejanzas entre el poeta y usted, ahondando en el espíritu y las emociones,
los estremecimientos estéticos susurrados línea tras línea por Walser en su
prosa.
Tal vez lo lee todavía. O nunca va a leerlo.
Posiblemente las novelas, cuentos, poemas y breves glosas de Robert Walser, no
son para usted. En el departamento del Quindío, he obsequiado fotocopias de
textos elegidos del suizo a numerosas personas y ninguna de ellas ha ido más
allá de tales fragmentos. Su refinada prosa los dejó indiferentes y no es para
extrañarlo. Los incompetentes para ver y amar el mundo donde se alojan las
veinticuatro horas del día, y los años durante los cuales transcurre su efímera
existencia, con mayor razón serán incapaces de descubrirlo a través de las
miradas puras y reveladoras de Walser, deslumbrado con alguna minuciosidad del
camino, de la ciudad, de su habitación o del paisaje contemplado.
Hay otra perspectiva: usted no tiene
las cualidades, como lector y persona, requeridas para entrar al universo de
Walser. El desencanto con lectores de mi pueblo y del Quindío, incluyendo entre
estos solo a cuantos conservan de tiempo atrás el hábito de la lectura, me
induce a tan radical afirmación. Quienes tuvieron la oportunidad de refrescar
sus labios o mitigar su sed de absolutos en esta fontana inagotable de
literatura cristalina, no lo hicieron. O de aprender en su estilo. O de
escuchar su irónica melancolía, según lo expresa Jürg Amann en su libro Robert Walser. Una biografía
literaria (Siruela, 2010): “Siempre se ha escondido en los
grandes y vastos bosques del lenguaje. En las simas de su tristeza muy jubilosa.
En los claros de su alegría mortalmente triste”. Sin embargo, continuaron
de largo, glaciales porque no tenían minutos, horas ni mucho menos días para
leerlo o fueron ajenos a sus extraños ritmos, a sus pasos por el mundo, a su
discreto tránsito por la literatura. Walter Benjamin, uno de los primeros en
reconocer la magnitud literaria de Walser, deslumbrado con su obra escribió: “Cada
frase suya tiene por objeto hacer olvidar
la anterior”. En contraste, todas las frases y párrafos de Walser y cada
uno de sus libros, como unidad integradora del conjunto, atesoran la virtud de
hacernos recordar, imaginar o entrever instantes exiguos de nuestra vida y de
aquellos destinos con los cuales hemos tenido algún acercamiento. Una frase de
Walser puede servirnos para develar el destino de alguien ajeno a nosotros o,
por el contrario, próximo a nuestra vida.
Entre varios quindianos impermeables a sus
libros, mi amigo el poeta Elías Mejía tuvo la fortuna de tener en sus manos una
de las obras esenciales de Walser y la desdicha de no acceder a sus secretos de
estilo y contenido. Atravesó a vuelo de tordo un texto conmovedor del suizo,
con el único acierto de percibir solo ecos de su prosa en los textos inéditos
del minicuentista y ensayista calarqueño Óscar Zapata Gutiérrez.
Mi amigo de peregrinajes viales, de
contemplativas estancias en las orillas de los ríos, de hogueras con hojas
secas de eucalipto para celebrar con su humo y su perfume la fecundidad de la
vida y del mundo, es un pertinaz escritor oculto quien, a pesar de sus
tres computadores, a lo largo de 25 años continúa escribiendo a mano centenares
de filosóficas elucubraciones en hojas sueltas, y libretas, y agendas,
y cuadernos, y papelitos de toda clase para relegarlas en algún rincón de
su alcoba, a semejanza de Walser cuando acumulaba sus ilegibles Microgramas. E igual que el
narrador catalán Rafael Argullol, acopiando durante varios lustros las 1.212
páginas de su descomunal y hermosa Visión
desde el fondo del mar, Óscar atesora centenares de textos suyos donde los
breves e inteligentes comentarios filosóficos sobre el diario devenir de
Calarcá y del Quindío, tienen en él a un retratista subjetivo en la línea de
Walser.
Doy por establecida su relación con cualquier
libro de Walser, aunque es preciso encontrarlo en varios para comprenderlo
mejor. Sebald inicia su libro El
paseante solitario con esta
patética descripción:
“Las huellas que Robert Walser dejó
en su vida fueron tan leves que casi se han disipado. Al menos desde su regreso
a Suiza en la primavera de 1913, y en realidad, claramente, desde el principio,
sólo estuvo unido al mundo de la forma más fugaz. En ninguna parte pudo
establecerse, nunca tuvo la más mínima posesión. No tuvo casa jamás, ni una
vivienda duradera, ni un solo mueble y, en su guardarropa, en el mejor de los
casos, un traje bueno y otro menos bueno. De lo que necesita un escritor para
ejercer su oficio no tenía nada que pudiera llamar propio. Libros no poseía,
según creo; ni siquiera
los que él mismo había escrito. Los que leía eran casi siempre prestados. Hasta
el papel de escribir del que se servía era de segunda mano”.
Posiblemente usted leyó El paseo. Permítame leerle en
voz alta un párrafo:
“En los últimos tiempos, he llegado
a la convicción de que el arte y la dirección de la guerra son casi tan pesados
y necesitados de paciencia como el arte poético, y viceversa. También los
escritores efectúan a menudo, como los generales, los más prolongados preparativos
antes de avanzar para el ataque y atreverse a librar una batalla o, en otras
palabras, lanzar un artilugio o libro al mercado, lo que suena desafiante y
excita por tanto con fuerza potentes contraataques. ¡Los libros atraen las
recensiones, y a veces estas son tan enconadas que el libro ha de morir y el autor tiene que
desesperarse!”.
¿Conoce La rosa? Leeré para mí, en voz baja, este
párrafo. No es necesario que lo escuche:
“Un ángel así hace bien al aguardar a que
le digan que necesitan de él. Esto tarda a veces más de lo que él sospecha,
pero el caso es que también deberá moderarse, no ha de pensar que es insustituible.
No me gustaría ser aquel a quien he convertido en ángel. Lo endiosé para no
encontrármelo más en ningún sitio, para que permanezca inmutable como una
imagen y yo pueda dirigirle siempre la mirada, según mis necesidades y deseos,
cobrando ánimos al verlo. Me da casi lástima, creyó que yo tendría curiosidad y
me iría tras él, mientras que prácticamente lo tengo en el bolsillo, o como una cinta en la frente”.
Posiblemente usted leyó Los hermanos Tanner. No, no voy a citarle
ningún párrafo. Tampoco transcribiré nada de La
habitación del poeta, muchas de cuyas prosas breves habría refrendado
Kafka. Admirador de Walser, este tipo de textos pudo haberlos conocido el autor
de Un médico rural, para materializar rasgaduras
recónditas de una existencia sin satisfacciones, llena de dudas y recelos ante
la vida. La primera obra de Walser en anclar en mi vida de lector,
induciéndome a escudriñar otros títulos, fue Vida
de poeta. Tres palabras incitando a sospechar universos íntimos del
escritor y su oficio, de sus recónditas emociones, donde Walser me sumergiría
en zonas sicológicas propias de los poetas. Transcribo para mí, le enfatizo,
no-para-usted, un fragmento de la citada obra:
“Un poeta se inclina sobre sus
poemas: ha hecho veinte. Pasa una página tras otra y descubre que cada poema
despierta en él un sentimiento muy particular. Se devana penosamente los sesos
tratando de averiguar qué es lo que planea por encima o en torno a sus poesías.
Presiona, mas no sale nada, golpea, mas no logra sacar nada, tira, pero todo
sigue tal cual, es decir, oscuro. Se apoya sobre el libro abierto entre sus
brazos cruzados y rompe a
llorar”.
Ahora sí: doy por establecido que el
novelista Robert Walser (1878-1956) no es efímero solaz literario para usted
sino un iluminado escritor revelándole con su vida elemental y su obra
vital, desde la lucidez y a pesar de la demencia, otra manera de vivir el mundo
cotidiano, con profundidad y mayor sensibilidad, sin menospreciar las cosas
simples circunscribiéndonos y sin complejidades ontológicas, descubriendo
valores humanos y estéticos en lo intrascendente.
Fernando Magallanes, en su ensayo sobre
Christian Wagner y Robert Walser, señala con acierto: “Walser despliega todo
su talento en narrar lo que a nadie se le ocurriría con la sola observación de
un botón; solo alguien locuaz con dominio de la lengua y el suficiente grado de
imaginación, como para poder hablar de una nimiedad durante horas, es capaz de
dejar absorto al lector con la explicación de no se sabe cuántas cosas en
torno al objeto más insignificante. Pero esta virtud de Walser ya la resaltaron
Benjamin y otros”.
Si doy esto por establecido, es porque al
valorarlo como lector sensato le invito a participar en la expansión de
la obra walseriana entre espiritus sensibles de nuestra época. Lectores
especiales. En mi región, por donde Walser habría caminado sin dejar
fuera de sus largas correrías ningún municipio, extasiado en particular por las
carreteras hacia Génova, Salento o Buenavista, pocos fueron permeables a sus
textos. Nadie sondeó otras obras para encontrarse con el escritor suizo en
páginas diferentes, donde tal vez habría hallado cuanto sus expectativas
exigían en materia literaria. En su rara demencia Walser fue el mayor poeta
iluminado del siglo XX en Europa. Iluminación sin testigos, sin maestros para
certificarla. No requirió técnicas especiales para su despertar. El suyo fue un
largo satori de treinta años, alejado de la lógica y cordura occidentales donde
por monasterio tuvo un sanatorio. Como cualquier monje zen en un dojo al lado
de su roshi, desempeñaba oficios sencillos. Nunca supo nada de teorías
sobre la iluminación ni prácticas meditativas induciendo a ella. Walser no es
para todos, mas cuando alguien sabe afrontarlo a nadie excluye y se convierte
en referente poético de la más depurada literatura del anterior siglo.
Robert Walser nunca supo de tales cuestiones.
Sus lecturas estuvieron aisladas de la mística japonesa, china e india. El
poeta europeo más auténticamente zen, sin conocer ni leer nada sobre esta
cristalina rama del budismo, vivió el mundo cual si fuese monje de dicha
escuela mística. Escribió: “Cuando comencé como poeta, empecé también como
persona y me sentía como si acabara de nacer. El mundo era nuevo todos los
días, como si hubiera muerto durante la noche y volviese a la vida al amanecer”.
Este habitual paseante solitario, nómada por
caminos suizos y alemanes, viajero urbano por pueblos y barrios, vagabundo sin
prisa por aldeas, montañas, colinas y valles de su patria, cuando hacía sus
largos o breves paseos, antes o después de su desequilibrio, no caminaba como
caminamos nosotros…
Walser, conózcalo de una vez y no conserve
ideas erróneas sobre este narrador, mantenía sus pies sobre la superficie. Ropa
humilde, zapatos con suelas desgastadas. Cualquiera podía percibirlo a simple
vista, sigiloso tras del poeta algunos metros, varias cuadras hasta el
hotelucho en el cual se alojara aquel momento. O decenas de kilómetros hacia
sitios donde se desplazaba a pie. Caminando a su lado, el escritor Carl Seelig
escribió en su diario: “A ritmo rápido, partimos hacia Lichtensteig, la
pequeña capital de Toggenburg, que está a treinta kilómetros de distancia.
Tomamos estrechos y solitarios senderos, en donde nos topamos no más que con
unos pocos feligreses que van a la iglesia. A menudo, Robert se detiene a
admirar el encanto de una loma, la flema de una posada, el azul del día de
Pascua, el plácido aislamiento de un trozo del paisaje o un claro en el bosque,
de un verde pardo”.
Mantenía sus pies sobre el suelo pero
levitaba. Una privilegiada forma de levitación poética. Fluía ingrávido y
caminaba por el suelo como pudo caminar Jesús sobre las aguas del mar. Al
camino lo hacía parte de su sensibilidad, de su no-mente al tener conciencia
del lugar por donde iba. En esta forma de unificarse con el paisaje, con la
naturaleza, solo el poeta japonés Basho puede comparársele. O más moderno aún,
el haiyin Santoka Taneda.
Decenas de kilómetros, durante las cuatro
estaciones mientras la nieve se lo llevara definitivamente; de día, de noche,
desde la aurora hasta el ocaso o internándose en la oscuridad, sin temores;
regresando o sin volver a su sitio de partida, Walser el poeta errante caminaba
por la orilla de una carretera, por entre los árboles de un bosque, de un
poblado a otro. Caminante solitario, en ocasiones sin objetivos diferentes a
los de encarnarse camino y nada más. Encontrarse con el paisaje y nada más. Ser
uno con la naturaleza y nada más, bajo el sol, la lluvia, las sombras de los
árboles, el viento otoñal, la indiferencia o curiosidad de quienes debieron
verlo caminar solitario hacia quién sabe dónde.
En realidad, y esto demanda visión de lince
en el transeúnte o un poco más de imaginación en los lectores de sus obras,
Walser levitaba. Frágil levitación que no ocurría por efectos electrostáticos,
magnéticos, aerodinámicos, acústicos, ópticos o antigravitatorios, sino por el efecto poético, el más
prodigioso y menos científico de todos: Walser ascendía y descendía algunos
centímetros, no apreciables tan fácil por quienes estuvieran a su lado o
marcharan junto con él. En sus paseos con el poeta suizo, Carl Seelig se
sorprendió con el fenómeno varias veces y en su libro es bastante cauto cuando
se refiere a tal hecho inexplicable. Sucedió una ocasión cuando iban hacia
Abtwil. Seelig escribe: “A veces, la niebla nos envuelve en su mortaja
durante unos minutos. Luego volvemos a ver el sol flotando en el sur como una esfera desmaterializada”. Otro día,
descendiendo un barranco hacia Trogen: “Todo el paseo matinal es un continuo
éxtasis para él”. El
14 de julio de 1946 escalando el Hundwilerhöhe: “Señala una cima verde,
hacia el sur. A mí me parece infinitamente lejos, pero él tiene que hacer su
voluntad. Adopta un ritmo casi frenético. Trepa como un gato”.
Levitación poética no tan desprendida del
suelo, poco elevada aunque nadie se habría dado cuenta de tal fenómeno porque
ninguno intuía siquiera que por su lado transitaba, anónimo, el más
profundo narrador alemán del siglo XX. El mayor de los solitarios, el poeta que
viene y se va, que camina y reposa, se aleja y regresa mientras la existencia
permanece tal cual es. El tiempo no pasaba en sus correrías. Era Walser, yendo
y viniendo por las aldeas, con zapatos viejos y gastados, con su paraguas en la
mano. El narrador del mundo y sus silencios.
La suya era una particular forma de
levitación interior donde el cuerpo se desplazaba normalmente, junto a las
demás personas, adelante o atrás de ellas y, sin embargo, sicológicamente no
está moviéndose como esa gente hacia sus trabajos, ignorante del mundo y
la vida porque tienen prisa. Walser percibía y vivía el mundo de manera
diferente a quienes lo acompañaban o eran sus conciudadanos. Su forma de
caminar, levitando hacia adentro, era propia del iniciado en silencios y
caminos. Iniciado en soledades de todo tipo, porque todas las soledades
buscaron siempre a Walser para irse a caminar con él.
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