Están juntos en la
ciudad y aunque comparten calles o alcobas, son desmesuradas las distancias
entre ellos. Lejanías que no se recorren asistiendo a la misma iglesia. De vez
en cuando un saludo, lo obvio de un saludo rutinario para acortar distancias
entre seres semejantes pero distintos es la única opción.
Desde la madrugada
hasta el anochecer caminan unos junto a otros, mirándose de soslayo, con un
tratamiento igual al que sostenían los lugareños antes de ellos llegar.
Soportan esas pequeñas diferencias que, con el transcurso de su estadía nunca
anunciada, dan a la ciudad su atmósfera de melancolía insoportable. Aunque los
foráneos imitan gestos y costumbres, nada de la ciudad les pertenece. Ni los
árboles. Ni los perros callejeros. Nada, aunque lo utilicen todo con desespero.
Arraigan en cualquier hogar. Corren tras los perros en imposibles movimientos
de ballet clásico. Están sobre los árboles, quietos en las ramas y mimetizados
entre las flores. O en el suelo revestidos con hojas secas y quebradizas como
ellos.
¿Qué buscan en este
lugar? Los niños son los únicos que no se mortifican con tales visitantes ni se
escandalizan con sus extravagancias, en tácito acuerdo de tolerancia entre
ambos. Cualquiera pensaría que aquellos no ven a los visitantes y estos tampoco
sospechan la existencia de niños en la ciudad. Sucesos como el de esa mañana cuando las calles
amanecieron con rayuelas. Centenares de rayuelas pintadas sobre el pavimento,
en andenes y parques. Sólo respetaron predios aledaños al museo. Los niños se
inculparon para encubrir a los autores del entramado. Se deduce que fueron los
visitantes. ¿Quiénes más? Los niños protestaron mostrando sus manos pintadas de
verde, rojo, azul y negro, colores de las rayuelas. Sus pantalones y camisas
con manchas de pintura. Chisguetes en las mejillas. Argumentos válidos en
apariencia si no hubieran estado los visitantes, sobre quienes recayó la culpa
aunque ninguno dijo nada.
¿Usted los vio,
Marcela? –preguntó la profesora a la niña.
Mi mamá también –dijo
ella.
¿Muchos? –miró por la
ventana.
Están por todas partes
–aseguró la niña.
¿Cuántos, Marcela?
¿Cuántos alumnos hay
en la escuela, profe?
Ochocientos seis con
usted.
Entonces hay el triple
–dedujo la niña.
¿Quién le rasgó el
bolsillo de su camiseta?
Son inofensivos,
llegan por el aire.
¿Por el aire?
Como caen las hojas.
¿Cómo caen las hojas?
Y caminan hacia donde
olfatean gente.
¿Caminan? –se
sorprendió la profesora.
Eso parece.
¿Como nosotros?
Parecido.
¿Así como yo? –saltó por el salón, derribando sillas.
Cuando se trasladan
son viento suave y perfuman por donde pasan.
Si son inofensivos,
¿por qué entró corriendo al salón?
Para anunciar su
visita. Así fue en la otra escuela.
¿En la otra?
En todas. Anunciaron
su llegada. Cuando nos sentamos en silencio aparecieron por todos los lugares,
como hormigas.
Llegan a casas y apartamentos porque
sus moradores se obsesionan por vender cualquier cosa. No compran. Ninguno
compra durante las interminables jornadas cuando los visitantes se sientan en
la sala, contemplando un jarrón o cualquier objeto a su alcance. Su obsceno
jadeo exalta al más indiferente. También se sientan en las camas a peinar sus
largas cabelleras. Jadean y uno piensa: “Ya viene el rechazo”. “Van a revelar
mis secretos”. “Me condenarán sin remedio”. “Lo saben todo y por eso nada
dicen”. Uno lo piensa y se atemoriza pero nunca sucede nada. Son jueces en
total silencio, excepto por su esporádico jadeo.
A la casa de Clodomiro
llegaron varios porque salió a ofrecer la licuadora que heredó de su madre. No
es fácil soportar a un amigo insistiendo durante un mes para que compremos su
vieja licuadora. También a la casa de Mardoqueo. Hombre insensible, aparece en
cualquier lugar con varios volúmenes de las obras completas de Gustav Meyrink, ofreciéndolos a precios
irrisorios. Nadie compra. La obsesión, desde cuando llegaron los visitantes, es
por vender.
Estaban en la
biblioteca de Mardoqueo y eran tres. Al bailar cogidos por la cintura parecían
seis.
En la Casa de la
cultura, Griselda, recién llegada de Francia suplicó durante cuarenta días que
compraran el sombrero que le regaló la novelista Amélie Nothomb. “Huele a
Nothomb”, vociferaba Griselda con el sombrero en alto para resaltar las
cualidades de tal prenda. Huele a Nothomb. Y entre el perfume de los visitantes
se expandía el olor a manzana podrida, a cereza podrida, a guayaba agria en
descomposición.
¿Qué sucedió con el
sombrero?
Se lo quitaron.
¿Los de la ciudad?
No, ellos.
No han sido violentos,
sólo curiosos.
Se lo arrebataron a
Griselda cuando entró a la oficina.
Pobre Griselda, admira
mucho a Nothomb.
Ese sombrero era su
fetiche desde cuando llegó de Francia.
Uno de ellos lo lleva
puesto.
¿Se lo viste?
Esta mañana, en el bus
de La Colina.
Debe ser otro lector
de Amélie. ¿Ellos leen?
Parece que sí. A
varios les he visto El libro de Nod...
Griselda amenaza con
suicidarse.27
No lo hará.
¿Estás seguro?
No hará el menor
intento.
¿Por qué tan seguro?
Por la cantidad de
sauces. Mientras ellos sigan aquí con nosotros y los sauces, Griselda no
atentará contra su vida.
Además, a Griselda le
encanta la neblina.
Sí, ellos son parte de
la neblina durante las madrugadas.
De la casa de Eduvigis no se fueron
durante toda la semana. Eduvigis es insegura. Se sonroja mirándola directo a
los ojos. Salió a la puerta de su casa y ofreció el violín que le enviaron de
Cremona. Un fino violín que reemplaza la presencia de cualquier hombre en su
vida. Eduvigis cantó con voz parecida a la de Anjani Thomas. Danzó por el
corredor amándose con el violín. Tampoco pudo venderlo.
El violín de Eduvigis
y el sombrero de Griselda.
La licuadora de Clodomiro. Mardoqueo y Meyrink. En
cada casa de la ciudad hay una persona y un objeto que tal individuo desea vender a cualquier precio. En toda la ciudad no hay una persona que quiera o
pueda comprar algo. Y los visitantes observando en silencio esas transacciones
imposibles. Tantas prendas y objetos en la historia de cada persona en esta ciudad. En ocasiones los objetos son más importantes que las personas.
Respecto a Griselda,
quien se suicidó dejando una nota con un fragmento del libro de Amélie, por un tiempo creyeron que había logrado vender el sombrero pero
luego se conoció la verdad.
Pertenece al libro
Higiene del asesino:
“Si un escritor no goza, entonces
debe detenerse al instante. Escribir sin gozar es inmoral. La escritura lleva
en sí todos los gérmenes de la inmoralidad. La única excusa del escritor es su
gozo. Un escritor que no goce, sería algo tan repugnante como si un hijo de
puta violara a una niña sin ni siquiera gozar, que la violara por el simple
hecho de violarla, para infringirle un daño gratuito. La escritura lo jode
todo: piense en la cantidad de árboles que ha sido necesario cortar para el
papel, en los sitios que ha habido que buscar para almacenar los libros, en el
dinero que ha costado su impresión, en el dinero que le costará a los
eventuales lectores, en el aburrimiento que esos infelices experimentarán al
leerlos, en la mala conciencia de los miserables que los comprarán, pero no
tendrán suficiente valor para leerlos, en la tristeza de los amables imbéciles
que los leerán sin comprenderlos, pero, sobre todo, en la fatuidad de las
conversaciones que sucederán a su lectura o a su no lectura”.
El libro estaba al
lado de su cadáver, ambos húmedos de vino. Más importante el libro que el
cadáver de Griselda. En ocasiones los objetos se vuelven más importantes que
las personas, por ejemplo ese sombrero y esa licuadora. Los objetos primero
aunque nadie los adquiera y después las personas. Los visitantes sacaron
millares de fotocopias de este fragmento y las regaron por toda la ciudad.
Desteñidas alfombras.
Rastrillos de cobre. Máquinas de escribir. Relojes de arena. Animales
disecados. Colecciones de estampillas. Monedas. Centenares de discos. Libros.
Cada objeto ofrecido denuncia la presencia de los visitantes. Encontraron a
Eduvigis ahorcada. Al lado de su violín lleno de hojas de sauce. Ellos no estaban
en su casa. Huyeron porque los cadáveres no les agradan. Tanatofobia que
también es común entre los habitantes de la ciudad.
¿Quién mencionó los
cadáveres?
En la escuela.
¿Pero quién?
Niños, profesores, las
señoras del aseo.
¿No crees que eso
quieren ellos?
Que nos suicidemos todos hasta dejar muerta la ciudad.
Muerta no, con ellos.
Sólo la ciudad con ellos por las calles.
Es la misma.
Por eso no han debido
venir.
Pero vinieron y tratan
de vivir como nosotros.
Así no podemos
convivir.
Tienes razón. Alguien
sobra.
Todos sobramos: tú,
ellos, yo...
Nadie es
imprescindible.
Cada día sobramos más.
Es insoportable.
¡Nadie es importante
para ninguno!
Entonces... que se
vayan.
¿Crees que podríamos
vivir sin ellos?
No sé, estamos tan acostumbrados.
Tampoco ellos pueden
vivir sin nosotros.
Están acostumbrándose.
En tu casa hay cinco.
Dos nada más pero los
siento como multitud.
¿Compraste algo?
Si hubiera vendido mi
flauta...
Eduvigis tenía razón.
Anoche, alguien
interpretó en su violín...
¡El Trino del diablo!
Si, El Trino durante
toda la noche.
Las calles estaban
llenas de sonámbulos.
Ninguno escuchó El
Trino, por fortuna.
Lo absurdo es la normalidad en la
ciudad.
Aparente normalidad. Lo cotidiano de los eventos. Pocas veces se les
encuentra en una calle, en un bus o un ascensor.
No están
por los parques a pesar de su constante presencia repugnante y densa. Se
desconoce de dónde salió el cuento de su ingravidez. ¿Su aroma? Apestan. Un
tren de carga habría sido el apropiado para transportarlos. La gente finge
ignorarlos y cuando se habla de ellos actúa como si ocurriera en otra ciudad.
Vinieron en el tren del amanecer. La estación queda cerca del matadero
municipal. Solicitaron tiquetes hasta la ciudad cercana y ahí no se bajó
ninguno. Tampoco regresó nadie, aunque el tren retornó dos horas después de
llegar.
Viajaban disfrazados.
De otra manera, no los habrían admitido. Llenaron los vagones.
Centenares de cabezas
blancas tras las ventanillas y el tren a máxima velocidad. Viajaron durante la
noche cuando el tren no se detiene en ningún lugar. Tampoco habría podido
detenerse con ellos allí sentados, indiferentes a las oscuras siluetas de las
montañas. El conductor sabía cuál era el destino de su inusual carga: Nuestra
ciudad. Parecía un tren automático, por eso creen que llegaron en este y no por
el aire. Pudieron haber elegido otro medio, pero ese tren llega en la
madrugada. Podían caminar, aunque no los imaginamos dando saltos ni arrojándose
de los vagones en movimiento. Si alguien no les habló de los sauces, pudieron
verlos desde cuando el tren cruzó el túnel cerca del río. Desde ahí, los sauces
son notorios.
Les emociona caminar
por entre sauces y esa pudo haber sido nuestra mala suerte. Tantos sauces en la ciudad. Tantos sauces. En la ciudad. Ellos llegaron una
semana antes de los árboles comenzar a florecer. ¿Estaciones? En esta región
las estaciones suceden en un día. Dispóngalas en cualquier orden y aquí suceden
a la vez: verano, primavera, otoño, invierno. En una semana o en un mes. Toda
la región es así, en particular esta ciudad. Cuando los visitantes llegaron era
cualquier estación. Una semana antes de entrar los visitantes no sólo
florecieron los guayacanes amarillos. También los sauces que parecían
esperarlos cuando bajaron del tren. Las plantas que podían florecer,
florecieron. Las otras, de igual manera. Extraño espectáculo que inquietó a los
habitantes de la ciudad.
Abundaron
explicaciones de expertos en el tema. Con los visitantes aquí lo mejor es no
salir demasiado a la calle. No saludar vecinos porque cualquiera puede ser uno
de ellos. Tendríamos que pensar, entonces, que los árboles ahora marchitos
están así por su culpa. Súbita primavera donde las flores decidieron
adelantarse y sostener, por más tiempo del acostumbrado, su floración. Flores
melancólicas. Bastaba con que ellos las miraran con detenimiento y las flores
adquirían esa tristeza que usted les descubrió al llegar.
¿Va a salir tan
oscuro, abuela?
¿Le parece? Son las
diez.
Se maquilla demasiado.
¡Se entromete con mi
rostro, niña!
La invitaron a la
reunión quincenal, ¿verdad?
¿Tengo ajustada la
peluca?
¿Irá sola, abuela?
Nada me pasará, son tan amables...
Se dejó convencer.
Ni su abuelo me miraba
como ellos lo hacen.
A la abuela de
Lucrecia también la invitaron.
¡Son tan galantes!
Invitaron a la abuela
de Godofredo y a la de Helmo.
¡Tan descomplicados
con sus trajes de Arlequín!
Invitaron a cuantas
tienen su misma edad. ¿No le parece sospechoso, abuela?
No olvidamos los pasos
del vals: aquí, allá, dejándonos llevar por sus largos brazos. Sus largas
cabelleras en el aire. El perfume.
¿Está decidida a ir,
abuela?
¡La camándula, por
Dios, niña! Casi olvido la camándula. Búsquela en el nochero y me la trae.
Ellos la solicitan en la entrada.
¿Le presto mi brillo
labial?
Lo usaré toda la
noche.
¿Se irá a pie hasta el
estadio?
Llegaré a tiempo.
Sí, abuela, a tiempo.
Lleve el abrigo.
¿El rojo?
A ellos les gusta
mucho el rojo. Pintaron de rojo las estatuas, las torres de la iglesia y la
mayoría de rayuelas.
Para no mirarlos la gente lee el
periódico en la calle. Centenares de personas por las calles ocultándose tras
los periódicos. Lápiz en mano fingen resolver el crucigrama o subrayar alguna
frase. Pero no leemos. Es una premeditada simulación. Si es necesario chocamos
entre nosotros o nos golpeamos con los postes
del alumbrado público para no mirarlos de frente. Podrían marchitarnos igual
que lo hacen con algunos árboles florecidos. Los tulipanes africanos no han
vuelto a florecer. Amparados por los periódicos, ignoran el lento paso de los
visitantes y su manera singular de inmovilizarse en cualquier esquina. ¿Mujeres
entre ellos? No, ninguna mujer, la única es la de Fulgencio y él anda
buscándola porque se obsesionó con su música, pero puede ser invento suyo.
Quién sabe. ¿Quién se atreve a confesar la verdad? Ellos mismos son los
visitantes. Nadie ha venido al pueblo y el tren no existe en esta región.
Descenderé sobre el techo y revelaré
la realidad. Alguien debe terminar con tantos miedos e hipocresías antes que la
gente se vaya de la ciudad y nos deje solos. Alguien debe. Alguien.
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