jueves, 9 de febrero de 2012

MINIFICCIÓN







LOS PUTOS



Esa noche los travestis esperaron en los andenes sin desplazarse de sus sitios habituales. Lucían su indumentaria más ostentosa y no aceptaban ninguna invitación. Por tácito acuerdo ninguno habló. Nadie preguntó quién subiría al carruaje. Tercera vez que anunciaban la visita del extraño vehículo por el sector de los travestis. La curiosidad predominaba sobre el temor y la prudencia. La primera en montarse fue Loly. Después invitaron a la Tigrilla y a la Bardot. La tercera vez, se subió cantando a gritos una ranchera de Cuco Sánchez, la Mejicanita.
No regresaron. Ninguna noticia de ellas, vivas o muertas. Sus lugares fueron ocupados por otras. Nadie las extraña. Las cuatro se fueron encantadas. Princesas de la madrugada o cadáveres quién sabe dónde. Esa noche el blanco resaltaba en los vestidos porque había sido el color de la ropa que llevaban Loly, Tigrilla, Bardot y la Mejicanita. Zapatos blancos y bolsos blancos. Ninguno habría adivinado que todos tenían también calzones blancos, supersticiosos y dispuestos a obedecer tan pronto los llamara el hombre que ocupaba el carruaje tirado por cuatro caballos blancos. Lánguidos cisnes de la noche, a lo largo de la avenida los travestis miraban la luna llena.
A las dos de la mañana apareció el carruaje, desplazándose lento con el Conde visible en la ventanilla. Se detuvo en el parque y con leve movimiento de la mano las llamó a todas. Rodearon
el carruaje en total silencio, hipnotizadas por la subyugante presencia del Conde, dispuestas a cumplir cualquier solicitud y prontas para precipitarse en los abismos de la carne. Seducidas por el atractivo filo de la daga sarracena, una tras otra extendieron el brazo izquierdo para recibir la marca. Mayo 5 de 2003: Esa noche no se llevaron a nadie a pesar de las suplicantes miradas. En ellas, sólo esa marca. Y para ellas, una mirada directo a sus ojos. El acostumbrado beso en la boca y un billete de 10.000 pesos para cada uno.
Tristes, vieron alejarse el carruaje. Regresaron a sus hogares con el labio superior herido y saboreando su propia sangre mezclada con el pintalabios.






ALGUNOS MERLOTS



Preferimos que mueran solos pero llegará el día cuando tendremos que forzarlos a dar este paso en nuestro beneficio.
Lo convertimos en sencillo ceremonial mientras bebemos vino. Nada esotérico ni simbólico, no le busque significados que no tiene. El cuerpo del anciano muerto, desnudo y pintado de azul, color detestado por los yezidis, lo sentamos en el centro de la habitación –así como lo ve– donde brindamos en su nombre.
Quien propone el brindis humedece el dedo meñique en su vino y moja los labios del cadáver. Durante el transcurso de la sesión, la persona que prestó su casa para la ceremonia lee una extensa lista de anécdotas ficticias, atribuidas al fallecido. Cada 15 días se hacen las reuniones. Dos ancianos por mes. Los geriátricos proporcionan materia prima aunque los trámites legales son incómodos, antieconómicos y despiertan sospechas.
Preferimos la cuota familiar aportada por afiliados al ceremonial. Los ancianos del pueblo, en condiciones de asistir al brindis, se agotaron y por eso viajamos a pueblos vecinos: Montenegro, Quimbaya, Circasia o Caicedonia, comprándolos a sus familiares o raptándolos cuando encontramos algunos sin
familias. ¿Embriagarnos? Jamás.
Debemos leer o escuchar las lecturas que en voz alta se hacen frente al anciano. Hoy comenzamos, con este que usted observa, la lectura de los Cantares de Ezra Pound. Tome asiento y sírvase un vino.
¿Cuántos años me dijo que va a cumplir?
N. del A. Este minicuento se lo envié a Luciano, el personaje de la noveleta El Necrófilo, de Gabrielle Wittkop, quien me envió una carta imposible de incluir aquí pero que ya conocen varios de mis amigos, entre ellos Carlos Alberto Agudelo Arcila.







CARRILERA



Acompañada del perro que vagabundeaba por el pueblo y con la niña, la sexagenaria recorrerá un largo trayecto de la carrilera.
Amanece.
Lleva de su mano a la niña. El perro las sigue, oliéndolo todo a su paso. Caminan sobre las durmientes de la carrilera. Al abandonar la estación, estaban ahí la vendedora de tinto y el tiquetero, quienes la miraron. Se miraron entre ellos y nada dijeron.
La imponente anciana obligaba al silencio. Iban al encuentro del tren de las doce. Tendrán tiempo para caminar durante varias horas bajo el sol de la mañana.
Podrán ver el tren de lejos. Llanura sin árboles con sólo cielo y arena. Arena atrás. Arena a los lados y arena delante de la carrilera. La niña no pregunta ni el perro ladra. Las maletas, innecesarias para su encuentro con el tren, las dejaron en el hotelucho del pueblo donde amanecieron.
Viene cargado de gitanas, dijo la sexagenaria. La niña nunca había visto gitanas pero le agradó la palabra. Y continuó la mujer: Entre ellas debe venir tu madre. La niña tampoco conocía a sus padres. Había vivido siempre con la sexagenaria aunque no era su abuela. El tren se detendrá cuando nos vean caminando por
la carrilera, aseguró.
Y siguieron caminando. Esperanzadas porque nadie les previno que por esa carrilera no circulaban trenes y que, de tanto caminar, llegarían a otra desolada estación donde encontrarían a la misma vendedora de tinto y al mismo tiquetero.







MIENTRAS LLEGAN…



Vamos a tener que aguantarnos varios días más, mientras alguien llega. Usted y yo solos, papá. Así tan juntos aunque nos disguste. Si quiere lleno la alcoba con lechuzas de las que a usted le gustaba oír por las noches. Desde la semana pasada se acercan con más confianza y el roble está lleno de ellas. Se las consigo pero me toca dejarlo solo mientras las traigo. Puedo encender una vela para no seguir a oscuras, tanto tiempo a oscuras aunque debemos acostumbrarnos. Si quiere busco sus gallos de pelea, llamándolos por sus nombres como usted me enseñó y lleno la pieza con sus cantos y sus saltos. Se los dejo subir a la cama. Si no quiere nos quedamos usted y yo solos y puedo entreabrir una de las ventanas para mirar el camino. Si hubiéramos alcanzado a perdonarnos estoy seguro que ninguno de los dos lo habríamos hecho. Toda nuestra vida emponzoñados por el odio y el resentimiento y mire ahora… Si quiere invento la manera de traer su caballo y ensillarlo junto a su cama. Le permito que se huelan y que usted relinche y él le hable. “Para usted son más importantes los caballos que los hijos”, recuerdo a mamá gritándoselo. No voy a poder llenarle la alcoba con su mujer, sus otros hijos y sus nietos: Se los llevaron a todos cuando usted estaba en el pueblo. Si quiere lleno la alcoba con luciérnagas que alumbren un poco mientras amanece, si es que amanece para
nosotros dos. Le soy sincero, papá: Lo acompaño no por cariño sino porque es capaz de levantarse y volver a las mismas, con esa facilidad que tiene para convencer a la gente pobre, para alborotarlos contra el gobierno. Se lo advertí: “Aunque sea mi padre, no se lo puedo permitir, yo recibo órdenes”. Y usted no me puso atención y mire pues a las que llegamos. Vamos a tener que quedarnos solos mientras alguien viene y descubre los cadáveres.







HISTORIA PATRIA



Me contaron en el colegio que el clan de los payasos se reveló contra el largo mandato de las salamandras. Algo que todos en el circo veíamos venir desde cuando varias lagartijas desplazaron de su acto a la hija del payaso más antiguo. El público no se percató por ser esa la primera vez que el director incluía lagartijas en el espectáculo. Ninguno de nosotros protestó aunque cargamos durante esa semana, dentro o fuera del circo, las miradas acusadoras de los payasos. El viejo tropezaba con nosotros por cualquier motivo. Como son ellos quienes preparan la comida, los alimentos simples o salados se volvieron rutina para el paladar. Cuando sucedió el quinto asesinato huí del circo. Me convertí en un espectador más, observando desde la silletería mis indómitos tigres. Nunca he defendido ni censurado el comportamiento de las salamandras. Animales o no, las salamandras del circo, seres cuya naturaleza humana o bestial nunca me interesó averiguar, eran las que atraían público al circo. Ni las sensuales trapecistas, ni las voluptuosas contorsionistas poseían su encanto. El hechizo de las salamandras cautivaba al público cuando presentaban su acto. Teníamos celos. Inquietud normal en un circo con la fama de la que gozaba el nuestro, había un límite, claro está, sin necesidad de llegar hasta el asesinato. Actuaban como estímulo para uno mejorar la parte del espectáculo que le correspondía. La hija
del payaso, sin quererlo, fue causa del desastre. Su juvenil hermosura rivalizaba con la destreza de las salamandras para danzar sobre la cuerda floja. Creo que ahí comenzó todo. Esa noche ocurrió el primer asesinato. Las salamandras subieron a la cuerda cuando era ella quien debía estar ahí, frente al público infantil.







PARÁSITO



Lo primero que hace es observar somnoliento, con la modorra anudando sus largas zancadas, a la gente que reposa en el parque. Camina en múltiples direcciones saludando las palomas que lo reconocen por su forma de ondular y por el silbido con que atrae escarabajos. Ninguno parece ver al parásito. Los lustrabotas lo desconocen. En una reunión sindical aprobaron por unanimidad ignorarlo cuando anduviera por el parque. Miran de soslayo sus botas medievales en cuero de jabalí y escupen a su paso. El parásito selecciona una banca junto a la frondosa ceiba y bosteza ruidoso. Aunque silba tonadillas del folclor húngaro, rodeado por una nube de mosquitos, las personas que por allí pasan lo confunden con una rama seca, desgajada del árbol y que ninguno retira de la banca. En un pueblo que convive con todo tipo de fantasmas, la humana forma que adopta esta rama los deja indiferentes. El niño voceador del diario vespertino, grita para incomodarlo. Le desprende una flor del cabello y sigue de largo, sordo a las propuestas que saltan del parásito. “¡No eres mi padre, cabrón!”, responde el niño, gesticulando con sus dedos. Cuando el parásito termina de bostezar, extrae del bolsillo de su viejo abrigo de paño inglés la lista de libros alquímicos y recita despacio sus nombres. Es entonces cuando, engendros del ceremonial, mémoros, espectros, ilusivantes, soñazangros, presadillos, elucúbricos, imágiros y demás transparencias capaces de hacerse visibles, toman el lugar de los mosquitos en torno al parásito para arrancarle secretos. Es inofensivo. Desde cuando lo conocí me siento cerca de él y tomo notas de sus monólogos. Cuando regresa a su apartamento, lo sigo a prudente distancia, silbando tonadillas del folclor griego…









LIBROS…



Un libro donde se cuenta cuanto dice el siguiente renglón, pero donde el renglón final no dice nada.
Un libro que narra la historia del hombre que lo lee y a medida que lo lee, va desvaneciéndose el texto leído mientras el lector se multiplica en decenas de lectores más.
Un libro en el cual se relatan sucesos agradables que dejaron de ocurrirle al lector por no decidirse a actuar cuando debió hacerlo; y donde le pronostican los males que le sobrevendrán si actúa con el propósito de no dejarlos perder.
Un libro que si se deja de leer, induce a leerlo; y si se lee, se pierde el interés en leerlo. Tan pronto se pierde el interés en leerlo, surge el deseo de leerlo.
Un libro donde se desarrollan las ideas de los libros que el lector hubiera querido escribir.
Un libro donde termina la historia en el lugar exacto donde decidamos dejar de leerlo.
Un libro que no desea ser leído, con sus páginas llenas de argumentos para que dejemos de leerlo. El principal, está oculto en algún párrafo del final.
Un libro donde sus personajes se amenazan desde el principio hasta el final.
Un libro donde se compendian historias de libros extraños e inusuales, pero que ningún escritor lee para no tener la desgracia de encontrar sus textos escritos por otros autores.
Y algunos otros libros que no se mencionan en este libro.








LA NIÑA DE LA CARTA



En la biblioteca lee mitos a su hijo y a su hija. Todos los martes lo hace. Cuando finaliza de leerles La niña de la carta, mito menor que cuenta la historia de una niña vestida de primera comunión quien lleva una carta, toca a cualquier puerta para entregarla y si alguien se la recibe, para tal persona es anuncio de su muerte o de algo funesto para cualquiera en tal hogar, ambos niños silencian sus exclamaciones de temor al escuchar varios golpes leves en la puerta.
El niño se levanta del sillón.
– Abriré, papá.
– Déjame abrir –solicita la niña.
– No lo hagan –se altera el padre– Déjenme abrir. Espero a un amigo.
El hombre se levanta apresurado y abre la puerta. La desconocida niña le entrega la carta, sin pronunciar palabras. Este la recibe con gesto resignado mientras la observa alejarse.
– ¿Quién era, papá? –pregunta el niño.
– Tu hermana…
En el rostro del niño hay notoria tristeza, sin embargo solicita a su padre:
– Sigue leyéndome, papá…
Y ambos continúan en la biblioteca, hasta avanzadas horas de la noche.









OTRA LLUVIA




La mantenían recluida en la más penumbrosa celda del castillo. El inquisidor ordenó dejarla vivir a pesar del terror que inspiraba. Sólo veía la luz del sol cuando el verano carbonizaba las cosechas. Entonces la sacaban, la subían en la pira y acercaban el fuego a los leños. Minutos de silencio donde la tea callaba su crepitar y los sortilegios de la bruja producían los resultados que la muchedumbre esperaba. Llovía a raudales. Por el castillo. Por el feudo. Sobre la multitud. El diluvio llegaba a tiempo. Después, la hechicera regresaba a la oscuridad de su celda y se olvidaban de ella hasta el próximo verano.
Ese día llegaron por ella sin ser tiempo de verano. Vino el inquisidor mismo y en sus ojos la bruja descubrió a un inquisidor diferente. La condujo con amables modales hasta la pira. No había la acostumbrada gente a su alrededor, sólo una indolente joven, desnuda sobre un caballo, a la cual reconoció de inmediato. Cuando el inquisidor montó con ella y galoparon fuera del castillo, su conjuro, en esta ocasión, hizo descender millares de flores diminutas por el camino donde se perdieron el inquisidor y su hija.








ROMANCE



Tampoco su pasmosa lentitud al caminar delante de mí. ¿Exhibiéndose? Lo ignoro. Al verificar en sueños posteriores que seguía siendo la misma, con diferente indumentaria, con cada detalle de su sibilino cuerpo acentuándose noche tras noche, comencé a interesarme en ella.
Supongo que comenzamos a interesarnos el uno por el otro. Ella intuyéndome por el sonido de mis pasos. Adivinándome por mi insistente tos, por mis continuos traspiés y mi timidez para llamarla e iniciar un diálogo que podría extenderse hasta el amanecer, próximo a despertarme. Lleva una falda gris desteñida, con parte del ruedo suelto. Le agrada repetir un holgado suéter rojo. Su cabello desciende provocador hasta la mitad de su espalda. Camina sin producir ruido, con sandalias de goma.
Viene a mis sueños sólo martes y viernes. Ocho meses se cumplen hoy, sin que me mire. Siempre voy tras de ella hasta cuando llegamos al elevado muro de ladrillo donde finaliza el callejón. Entonces se detiene. Cuando voltea para enfrentarme y decide hablar, despierto de súbito, sin ver su rostro. Son varios meses repitiéndose el sueño sin el menor cambio. Tal vez algunas canas en mi cabeza. No estoy seguro. Creo que anoche adivinó mi presencia tras de ella.


Del libro inédito Quién patea un perro muerto.

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