viernes, 10 de febrero de 2012

MINIFICCIÓN





MANOS TEJEDORAS


En el patíbulo, el ahorcado y el verdugo. Manos de verdugo desproporcionadas y toscas. Un par de manos autoritarias que apresuran al verdugo para que regrese pronto a su hogar. Esas manos descolgarán el cadáver y limpiarán el nudo. Revisarán la soga. La engrasarán y la tensarán para el próximo condenado. Frotar la cuerda cuando nadie observa es un secreto estímulo para que el verdugo añore la cómplice calidez de su alcoba, a donde no llegan los rugidos de la multitud ávida de condenados.

Las manos del verdugo acarician con femenina delicadeza, en la intimidad de su hogar, los hilos de colores. Desenredan madejas y enhebran agujas sin que su esposa proteste. Diestras y perfumadas vuelven una y otra vez sobre el idílico paisaje, tejiendo un alelí en capullo. Absorto en su labor, el verdugo desconoce la soga que su esposa trenza en la cocina y engrasa con manteca de cerdo, frotándola rabiosa.






ESE VIENTO


“A veces un viento suave entra en la casa, cortante y frío. Viento helado aunque suframos el verano y las ramas se quiebren solas. Viento que se posesiona del escondrijo del gato. Viento que se adueña del rincón del perro. Ese viento traicioneramente suave puede adueñarse del rincón de algún inválido y nadie se atreve a echarlo. En la mayor parte de las casas, una ventana permanece abierta por si decide invitar a una brisa amiga suya.

“Si quieren que se retire pronto, es necesario dejarlo devorar al gato, masticar a la abuela o desgarrar al perro. Nadie mira para ese rincón cuando el felino maúlla pidiendo auxilio; cuando el perro ladra, abandonado por sus amos; cuando la abuela inválida da alaridos que no imaginábamos en ella. La solución es aumentarle volumen al televisor. Hay otros vientos y de esos no voy a contarle porque entonces nadie querrá visitarnos”.

El hombre sin brazos ni piernas miró al forastero, indicándole con un movimiento de cabeza el estrecho sendero hacia el pueblo.






PRIMERA DE CORINTIOS 12: 22–26


El predicador enfrentó a la multitud que esperaba su intervención. Abrió la Biblia y leyó Primera de Corintios 12: 22–26. Su voz acariciando al atestado coliseo. La cerró con lentitud y comenzó a disertar sobre dichos versículos, erotizado con el tono de su intervención, seguro de sus virtudes oratorias y excitado con la actitud femenina de la muchedumbre, dejándose penetrar por su magnetismo.

En la medida que aumentaba la intensidad de su discurso, bajo el pantalón su pene crecía vigoroso. Le sucedía siempre que el coliseo rebosaba de creyentes. Fantaseaba abriéndose la bragueta y mostrándoselo a la multitud para que lo reverenciara. Confirmar y dar testimonio con ese agarrotado instrumento, de la fuerza del mensaje de Pablo y la sinceridad de su apostolado. Mirando a mujeres y hombres hipnotizados con su verbo, sintió el empuje del semen, abriéndose paso hacia la fe de su iglesia. Hizo señas a la orquesta que le acompañaba para que aumentara el volumen del tema interpretado.
“¡Gloria a Dios!”, gritó, gesticulando con íntimo placer, a la vez que centenares de voces respondieron con idéntica voluptuosidad: “¡Gloria a Dios!”. Nunca había experimentado una eyaculación tan plena y copiosa, gracias a Primera de Corintios 12: 22–26. Cayó de rodillas, musitando lejos del micrófono para que nadie le escuchara: “¡María!” “¡María!”. La multitud se arrodilló a la espera del milagro.






VATICINIO


La gitana pronosticó a la mujer: “Tu mirada se confundirá con la mirada del hombre de tus sueños. Aprovecha ese instante, fundamental para tu vida”.

Lejos de allí, la experta en Tarot vaticinó al hombre: “Tu mirada se enlazará con la mirada de la mujer de tus sueños. Aprovecha ese instante, fundamental para tu vida”.

Desde entonces el hombre la buscó en millares de ojos que flotaban por la calle, sin encontrar la mirada que le correspondiera. También la mujer, buceando en centenares de ojos, sin encontrar la mirada que correspondiera con la suya. Pasaron los años. Los ojos de la mujer y del hombre envejecieron. Un día los ojos que durante tanto tiempo se buscaron entre millares de ojos, por fin se encontraron. En su lecho de enferma la mujer miró a su esposo observándola. Ambos descubrieron, luego de treinta años de matrimonio, al hombre y la mujer vaticinados por la gitana y la tarotista.







POLICROMIDAS


Con el libro en sus manos, luego de vertiginosa carrera por la avenida supo que no sería la última vez. Lo hacía con frecuencia porque el hambre así lo reclamaba y su imaginación se lo permitía. Eran más nutritivas las policromías que las fotos en blanco y negro. La primera vez casi vomita por el sabor y la rabia. Esa tarde un vigilante no le permitió acercarse al sitio donde mendigaba sobrados. Vomitó. Era un periódico que alguien había abandonado en la banca donde dormía.

La cuarta vez, ¿quinta?, ¿sexta?, rasgó imágenes de una revista de cocina en papel periódico. Y lo hizo con intención, degustándolas frente a las sorprendidas miradas de otros pordioseros. Aprendiendo a paladear diferentes papeles e identificando sus gramajes. Las más apetitosas eran las policromidas en papel esmaltado aunque no siempre podía permitirse tal lujo. Aseguró su ración de la semana hurtando de la revistería un libro de comida italiana, hermoso volumen con decenas de estimulantes policromías. Desprendió la primera hoja del libro para adelantar el festín que lo esperaba.






ANIVERSARIO


En ninguno de los dos disminuyó el dolor por la muerte de su hijo, fallecido tres años atrás. Sueño con él todas la noches, confiesa la mujer, es posible que de pronto… Deja de engañarte. Sabes que no es posible. Si deseas, continúa soñando con él pero en los míos sólo estás tú. A él lo encuentro en fotografías. Eres tú quien aparece en mis sueños siempre repitiéndome lo mismo: Que lo viste. Y siempre preguntando si es posible que de pronto… ¡Basta!, protestó el hombre.

Ajena a sus reproches la mujer sigue soñando con su hijo y un día advierte al hombre: El niño volverá mañana a la hora del almuerzo. Celebraremos su regreso comprando la crema que tanto le gusta. ¿Lo soñaste anoche?, pregunta él. Sí. Ambos encontramos el camino de regreso. Anoche soñé contigo, Ruth, dice el hombre. Dejaré en orden su alcoba. Infórmale a sus amigos más allegados por si alguno desea venir, dice ella.

Al día siguiente luego del almuerzo. ¿Por qué estás triste, papá? No tienes la capacidad de soñar, como lo hacía tu madre. Lo siento, papá. También yo. ¿Quieres un poco de la crema que ella compró para ti? Recojamos los platos. ¿Sueñas mucho con mamá? Hoy se cumplen tres años de su fallecimiento. ¿Lo olvidaste? No, dame un poco más de esa crema.






ENAMORADO


Que te gustaba la tierra húmeda. Que te embriagaban su olor y su sabor. Dijiste que la lluvia era más íntima, siempre más honda y acariciante. Admitiste que te emocionaban los barrocos arabescos de las raíces entrecruzándose a tu lado. En particular, reconociste poder observar las flores desde otras perspectivas sin preocuparte por su perfume. Dijiste: Ni las nubes ni la luna son significativas para mí. No mostraste interés en la copia de El libro de Nod, que te traje. Que era un tranquilo lugar donde las quejas de los lobos no te llenaban de melancolía. El canto de los búhos también me deja indiferente. Afirmaste que preferías la oscuridad total, sin estrellas ni luciérnagas, sin la incómoda interrupción del día.

Dijiste que el peso de la ceiba te provocaba placenteras sensaciones. Todos tus argumentos los escuché con paciencia pero cuando afirmaste que el color y el sabor de la savia eran más excitantes, entonces rebatiste mis razones. ¿De qué otra manera convencerte? Fueron razones válidas para quedarte donde estás sepultada.

Por eso decidí no insistir más y regresar, antes que amaneciera, a la comodidad de mi ataúd y no importunarte más con amorosos reclamos.







CASA DE UNICORNIOS


Época de luna llena. En esa hora cuando no es de día ni de noche, en el bosque de Broceliande varios unicornios cocean impacientes, frente a la cabaña en penumbra. Unos salen y otros entran, amansados por el perfume de la doncella. Por primera vez los recelosos unicornios se sacian en el hogar de un ser humano. Ella vive sola en la cabaña. Su fama de casta y hermosa virgen trasciende los dominios de Arturo y de Merlín.

De diferentes edades y con cuernos de variada longitud y grosor, dentro y fuera o en torno a la cabaña, se sienten seguros. Las amorosas palabras de la joven, sus habilidades y hasta la disposición de la alcoba con amplio espacio para echarse, los tranquiliza. Inquieta por el continuo cocear de los unicornios que rondan la cabaña, la doncella entreabre la puerta, limpia el sudor de su frente y mientras jadea voluptuosa verifica cuántos unicornios la esperan. “Con dos más, es suficiente por hoy”, piensa, mientras abre sus piernas con insatisfecha lujuria.







CONSTRUCTOR DE VACÍOS


El arquitecto de vacíos aprendió su oficio en un lamasterio del Tíbet. Transcurrió muchos años sentado con reverencia ante la estatua de Padma Sambhava. Le revelaron el secreto cuando encontró a la Dakini Locana. Bastaba con mirar un objeto o un lugar determinado, una colina, un árbol, una gota de rocío, un río turbulento o un largo camino, un rostro airado o una niña sonriendo. Cerraba los ojos durante tres minutos, luego los abría y sólo había vacío. Vacío. Namkhai Norbu Rimpoche, su maestro, le recomendó evitar construir vacíos en los espejos. Y también evitarás mirar lagos cristalinos. Un día que se sintió solo, encontró una hermosa monja del Shug Sep Jatsun, quien tenía en sus ojos lagos y espejos. Se miraron. Conocedores ambos de las milenarias técnicas para construir vacíos, cerraron sus ojos. Cuando los abrieron…







LA LLAVE DE ALUMINIO


Alguien informa que Kafka es propietario de un castillo semiderruido. Debe serlo porque en ese sitio las demás personas habitan estrechos apartamentos de grandes edificios. Comentan que allí vive un escritor. Recibo invitación de Kafka para que lo visite. Envía la llave de la puerta por si arribo temprano y no lo encuentro. De inmediato abandono el salón de clases sin dar explicaciones a mis alumnos. Corro hacia el castillo para asistir a una lectura de poesía que hará Escher: Maurice Cornelius Escher. Por el camino alguien me aclara que los poemas son de Gödel. También leerá mi madre, encargada de asear la habitación de Kafka.

Cuando llegue al castillo, para abrir la puerta debo introducir la llave antes de que Kafka introduzca la suya por el otro lado.

Me apresuro. Aunque la noche no transcurra, me apresuro. He debido llegar en algún momento porque Kafka hace lo mismo desde adentro. Quiero entrar pero Franz, quien me invitó y desea que yo visite el castillo, me impide abrir la puerta. Ambos intentamos abrir: Él desde su lugar y yo desde el mío. Ambos giramos, impotentes, las llaves, mientras en algún lugar del castillo mi madre repite monótona: “Se les va a enfriar el café, se les va a enfriar el café”.

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