LA ALCOBA
A mi abuela se le han muerto casi todos sus hijos y nietos. Quedamos mi hermano y yo, turnándonos durante las noches cuando ella exige que llevemos a su alcoba los retratos. Primero eso. Y luego la ropa. Y por último algunos objetos familiares que ponemos alrededor de su cama. Acompañada por fotografías, a mi abuela no la hiere su soledad. Para entretenerla mientras ella balbucea con cada fotografía, mi hermano habla como lo hacían ellos. Ríe igual que reían ellos o relata cuanto les sucedió ese día. Entonces mi abuela ríe hasta llorar.
Son muchos. Gran parte de la familia se reúne en la alcoba y parece que hubiera fiesta. Les ofrezco vino pero no entro porque no hay espacio para mí. Cuando se fatigan de hablar mi abuela prende la grabadora y escucha a Ofra Haza hasta el amanecer. Sólo Ofra en la habitación y esto es lo más conmovedor para ambos: En la alcoba sólo Ofra. Por la mañana mi hermano devuelve las fotografías, la ropa húmeda de sudor y los objetos. Él es más apegado a la abuela porque la acompaña lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábados. Los domingos se reservan para mí. Ella espera impaciente aunque sabe que no le llevo su carga de fotografías ni imito la voz de ninguno de sus muertos. Entro en la alcoba de la abuela, me pongo su piyama, me acuesto en su cama, me cobijo con sus mantas y entonces espero que sea lunes. Se me han muerto casi todos mis hijos y mis nietos.
AROMA DEL RÍO
En algún rincón de la provincia de Jindama hay una aldea con 108 habitantes. Gente pacífica y pescadora, dicen los libros. No confíe en estadísticas, en historiadores ni en geógrafos. La levantaron junto a un río sin peces, poco caudaloso. Este hilo de agua se destaca de otros porque a lo largo de su cauce se yerguen monolitos de variada altura y hay pocos árboles: Nueve guayacanes y un madhumalti a lo largo de 63 kilómetros.
No se esfuerce y présteme atención. El río crece en agosto. Sólo en agosto. Su caudal se conserva 11 días. Tiene otra particularidad de la cual no hablan los geógrafos ni los antropólogos. ¿Dijo usted que era antropólogo? Cuando crece, el olor de sus aguas estimula a los aldeanos para comunicarse a dentelladas. Cambian palabras por mordiscos. Como hienas. Mordemos y desgarramos igual que hienas. Cuando no hay con quién hablar, mordislogan. Es intenso e irresistible el aroma. ¿Lo siente? Si temblara menos lo sentiría.
Para no mentirle respecto a los habitantes, en realidad quedamos cincuenta y cinco. Los demás huyeron con cuanto restaba de sus cuerpos. Para evitar que la aldea desaparezca, la gente va hacia el monte. No todos. ¿Por qué me mira de esa forma? Algunos hemos conservado el hábito de morder: Se nos convirtió en religión. No, nada qué ver con sacrificios humanos aunque circulan rumores sobre este monolito. No intente desatarse. No grite en vano, estamos solos. Y no suplique. Lo morderé en lugares donde pueda causarle placer.
TESTIGO CÓMPLICE
Era el primero de sus trabajos. El sicario llegó donde la mujer y disparó sin mirarla a los ojos. Cayó a sus pies apretando la cartera que llevaba. El único testigo fue un pequeño perro abandonado en el andén. Con el arma en la mano el asesino se le acercó, recordando al perrito que su padre arrojó a la calle: ¡No hay comida para animales en esta casa! Nunca más vio a su mascota y nunca más tuvo mascotas. También él abandonó la casa meses después cuando luego de golpearlo y golpear a su madre, el hombre gritó, recordándole a su perro: ¡No hay comida para vagos en esta casa!
Con la punta del cañón acarició la sucia cabeza del animal. Quedaba una bala y el perro seguía mirándolo sin recelo. El muchacho guardó el revólver. Reclinándose, tomó al animal entre sus brazos y sin prisa se alejó del lugar.
LA MUJER DEL QUINTO PISO
Erase una mujer propietaria de un paraguas negro. Cuando comenzaba a llover lo abría en su alcoba y saltaba por la habitación llamando al gato de su vecina. Un gato viejo de cola pelada, que respondía al nombre de Hölderlin. Mientras tanto el aguacero arreciaba y la gente en la calle, sin paraguas, corría por los andenes o se guarecía bajo los aleros de las casas. La dueña del paraguas, al ver que el gato no respondía a sus lamentos se asomaba a la ventana y con melancólica mirada observaba el agua quebrándose contra el pavimento.
Erase esa mujer que vivía en el quinto piso de un edificio sin ascensor. En uno de los apartamentos vivía un notario calvo que todas las noches escuchaba El trino del diablo, de Tartini. En otro de los apartamentos vivía un profesor sindicalista, ruidoso, quien al verla saludaba diciéndole: ¡Compañera! Ella no era su compañera. Ella tenía un paraguas negro y nunca había necesitado compañía. A pesar de los saludos era una mujer silenciosa, con excepción de los momentos en que suplicaba la presencia del gato.
Por eso llamaba a Hölderlin, aunque nunca cometería el error de comprar uno y encariñarse con él. Tan pronto escampaba, cerraba la ventana, preparaba un poco de café frío y continuaba leyendo el Arcoíris de gravedad, de Thomas Pynchon, que tenía sobre el nochero.
VENDEDOR DE PESCADO
Barrios y calles lo esperaban con la misma incertidumbre diaria. La caneca plástica rebozaba con cabezas de pescado semicongeladas entre cubos de hielo. Mientras se calentaba la aguapanela, limpió el recipiente. En el rostro que reflejó el espejo, donde ensayaba gestos de simpatía, no advirtió los fijos y acuosos ojos observándolo sin emoción.
Se peinó con los dedos. Luego de carraspear un poco, en voz baja repitió su manera habitual de ofrecer el producto: “¡Llevo la cabeza de pescado!”, “¡Llevo la cabeza de pescado!”. Los compradores respondieron a su oferta. Sin embargo a partir de las doce del día –eran las tres y cuarto– nadie lo llamaba. Como si no escucharan su oferta. Tal vez por el calor o porque su desayuno había sido sólo aguapanela con arepa, sintió fatiga. Se entrecortaba su voz y el aire se enrarecía por momentos. Aunque inhalaba profundo, tenía sensación de asfixia.
Descansó durante breves trechos, lo cual no era su costumbre. Más adelante, comprobó extrañado que sus clientes parecían rehuirle. Salían a las ventanas o a las puertas escurriéndose cuando se les aproximaba. No entendió qué gritaron los niños a sus espaldas. También extrañó la familiaridad con que un gato lo siguió a lo largo de una cuadra.
Cuando no pudo respirar más, arrojó la caneca y cayó chapaleando sobre el andén, ajeno a la voracidad del gato que se le abalanzó sigiloso.
EL VINO DEL NARRADOR
Papá, reláteme un cuento para dormirme.
¿Qué tipo de cuento?
Uno que comprenda fácil.
¿Y si no lo entiende a pesar de su sencillez?
Me lo explica.
¿Por qué tengo que explicárselo, si ya tiene 12 años?
Para beneficiarme con su mensaje.
Los cuentos que relato no tienen moraleja.
Si carecen de ella, mejor, papá. Odio las moralejas y a la gente que cree entenderlas o se considera capaz de aplicarlas en sus miserables vidas.
¿No le gustan?
Son estorbosas.
La gente es la estorbosa moraleja de la vida.
Entonces cuénteme un cuento para dormirme.
Le contaré uno que nos concierne a los dos.
Por eso me gustan. Invento mis propias moralejas y me las creo.
No le van a servir para nada en la vida.
¿Por qué, papi?
Porque también yo invento mis cuentos con despreciables moralejas.
Es usted un miserable, papá, porque no se adapta a las propuestas de los cuentos tradicionales.
No a las de aquellos que usted conoce, ni como se los narraron en la escuela o se los relatan en el colegio.
¿Me oculta algo sobre los cuentos, papá?
¡Todo! Le oculto todo cuanto siendo para usted, usted misma no lo busca, adorable cerdita.
Por ejemplo, Bukowsky, papacito. Los cuentos de ese odioso amigo suyo que me enloquecen porque puedo entenderlos pero no explicarlos y que usted pone tan distantes de mi vida normal.
Para eso están hechos, amorcito.
¡Cuénteme el de ese abejorro que siempre lo ronda!
¿Cree que hoy entenderá algo nuevo?
No, papacito, no me interesa lo nuevo ni lo viejo.
A mí me interesa lo nuevo. Usted, por ejemplo…
Papi…
¿Sí?
¿Puedo beber de ese vino que tiene sobre el escritorio?
Es para nosotros dos.
Estoy desnuda bajo las cobijas.
Serviré el vino.
MOSCAS Y MARIPOSA
EN UN FESTÍN VALLECAUCANO
A Fabio Osorio, más que coprolálico.
Sobre el excremento de vaca había decenas de pequeñas moscas invitadas por el sabor, el aroma y la forma de la mierda. Había también una mariposa, huésped ocasional no sé por qué razón.
Sobre el deleitable estiércol las moscas (Del latín musca. Insecto díptero, muy común y molesto, de unos seis milímetros de largo, de cuerpo negro, cabeza elíptica, más ancha que larga, ojos salientes, alas transparentes cruzadas de nervios, patas largas con uñas y ventosas, boca en forma de trompa, con la cual chupa las sustancias de que se alimenta) eran más moscas a medida que chupaban la mierda. Y la mariposa, más mariposa en la medida que intentaba alejarse de ella.
No soy entomólogo. No ensayaré vanos argumentos para aclararle qué hacía una encandilante mariposa verdeazul sobre la mierda. Le aseguro que la escena fue real, cuando íbamos con Leidy Bernal, caminando por la carretera que lleva de Zarzal a Roldanillo, bebiendo vino directo de la botella mientras el horizonte se bebía el sol del atardecer.
En la vigésima segunda edición del Diccionario de la Lengua Española (2001) se incluye junto con otra información lo transcrito sobre la mosca. No debe confundirse con una metáfora del ser humano. Y sobre la mariposa, en el mismo diccionario, volumen 9, no hay ninguna descripción.
INVENTOR DE PALABRAS
El hombre inventaba una palabra desprovista de significados. Por ejemplo Crufalcer. En tratados de alquimia por el estilo de La masa de los filósofos, buscaba significados posibles, puesto que si la imaginó y estaba allí escrita, era porque en alguna página de algún extraño diccionario se escondía su contenido.
Escritor de haiku, a este hombre le sucedía que al encontrar la palabra inventada se le metamorfoseaba en sinónimo de cualquiera otra, restándole interés a su ansiedad de indagar hasta las raíces el vocablo imaginado.
Solucionó el problema inventando otra palabra más compleja a partir de la creada: Introcrufalcergón. Satisfecho con su musicalidad, intuyendo sus relaciones semánticas y lingüísticas y soñando con sus orígenes, reiniciaba la búsqueda con la diferencia de tener un camino trazado de antemano donde no desperdiciaría el tiempo.
Su destino lo conducía siempre, al año exacto y en el mismo día y la misma hora, en el mismo número de página –repetidas sincronicidades que para él eran frecuentes– a encontrar un vocablo semejante. Luego de reflexionar sobre el problema, apoyado por elementos de la técnica sufí conocida como Abjad, clave numérica que permite a filósofos y poetas escribir en cuatro niveles diferentes de comunicación, decidió invertir la palabra inventada: Reclafurc.
Era una trampa que tendía a su intelecto. Cuando consultara diccionarios, en ellos no hallaría tales términos. Eran vocablos al revés, sin embargo al leerlos de derecha a izquierda descubrió que significaban lo mismo aunque el orden de las letras hubiese cambiado. Su desconcierto fue enorme…
Abandonó aquella biblioteca pensando cómo resolver el dilema. Entonces inventó las palabras inventadas. Cuando buscaba su significado, reía a carcajadas con lo obvio y algunos lo consideraban un erudito gramático. Para otros, era un loco inofensivo. Pero ahora sonríe. El hombre sonríe porque acaba de inventar la palabra inventar.
ESCEPTICISMO
¿Por qué creer en ellos si las leyes naturales refutaban su existencia? Simbolismos sin claves, se consolaba en sus días de insomnio, repitiendo: “¡Qué insensatez la sola idea de algo material, con forma corporal!”. Era discreto. No compartiría sus dudas con nadie. Su reputación de estudioso teólogo podría ponerse en entredicho. Durante una reunión con heterodoxos científicos alguien aludió al ambiguo tema pero él, discreto y racional como siempre, se mantuvo ajeno al bizantino debate de aquel día: Abrir una puerta para pasar…
Este fantasma, lúcido y científico, sólo comenzó a creer en fantasmas cuando se le apareció, en plena noche, un hombre vestido de gris con su paraguas colgando del brazo.
–¿Cómo te llamas?
–Robert.
–¿Robert?
–Sí, Robert Walser.
–Te conozco.
–Yo no. Siempre juego billar solo.
MUTANTE
Al anciano centauro no lo limitaba el instinto gregario de su especie. Siempre creyó que existían posibilidades de ir más allá de su biforme condición. Una rebelde lógica, impulsándolo a desertar de la manada, lo indujo a escapar de su familia y su pueblo.
La llameante llanura era un interminable reto para su corazón y para sus inseguras extremidades equinas. Primero caminó sin prisa. Después fue un trote sostenido hacia ningún lugar específico. Un trote de húmedo horizonte en los ojos y polvo bajo sus cascos. Llano adentro, en esos espacios por donde sus congéneres no se atrevían a correr, el centauro se desbocó en rauda carrera hacia la muerte.
Era preferible la muerte. Correr hasta reventar. Y lo hizo. Corrió y sólo se detuvo cuando escuchó el fatigado relincho de un viejo caballo que atrás quedaba, bañado en sudor, mientras él ahogaba un grito de liberación al experimentar, por primera vez, la yerba bajo sus pies.
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