sábado, 31 de diciembre de 2011

ESE CUADRO QUE AHORA OBSERVAN…


Museo Hermitage.





Dos  sucesos reales, relacionados el primero con el mundo literario y el segundo con el entorno de la pintura, me conmueven desde cuando los conocí. Al discurrir sobre ellos, germinan imágenes, pensamientos y emociones contrapuestos sobre los protagonistas de ambos eventos y sobre mí.  Del primero, Kafka es el personaje. Más preciso: la figura central es una niña llorando inconsolable en el lugar por donde al atardecer caminan el tuberculoso escritor y su última compañera, la joven socialista y actriz Dora Diamant. Sucedió en el parque Steglitz, de Berlín, un año antes de fallecer aquel.

El protagonista del segundo, es un solitario e imaginativo anciano durante el asedio del ejército alemán a Stalingrado, quien trabaja como guía en el museo del Hermitage. Un suceso ocurre en 1923 y el otro en 1941. Independientes entre sí, ambos incidentes me provocan recóndita melancolía.  Me acongojo al visualizar a yerba amarga caminando en frágil estado de salud por el parque Steglitz. Quien estrujó su alma con el género epistolar al escribir decenas de cartas a Felice, a Milena y a Ottla, se conmueve ahora con una niña llorando la pérdida de su muñeca y durante 21 días decide escribirle y entregarle diariamente cartas enviadas por esta, quien en realidad se fue de viaje, la conforta el novelista. El autor de Contemplación, cumpliendo cabal el último oficio de su vida, cartero de la muñeca andarina, consuma su tierna tarea antes de morir. 

De igual manera, me entristece imaginar también al anciano ruso Pavel Filipovich, caminando  y hablando solo. Gesticulando. Discurriendo por salones desocupados del Hermitage. Yendo y viniendo sin horario por sus interminables pasillos junto al río Neva. Algo metafísico e irracional, de índole poética, me conmueve. Algo emerge de fondos sentimentales propios y ajenos. Nace en el drama íntimo de ambas historias. Tampoco deseo racionalizarlas. No me interesan justificaciones literarias respecto a sus significados y evocaciones, llenándome el alma de presentimientos sobre la vida humana y el destino del hombre en el mundo.

Franz Kafka, en 1923 mientras reside breve temporada en Berlín con la judío-polaca Dora Diamand, desde septiembre hasta finales de noviembre, durante un recorrido por el citado parque se sobrecoge con una niña llorando porque perdió su muñeca. Con la tuberculosis en fase terminal, le conmueve el infantil drama. Consuela entonces a la niña anunciándole lo ocurrido con su muñeca, no se te perdió, se fue de viaje y soy el encargado de traer las cartas que va a enviarte durante su vagabundeo, garantiza el enfermo mientras la niña cesa el llanto, observándole perpleja.

En la biografía Dora Diamant, el último amor de Franz Kafka, (Barcelona, 2005) escrita por Khati Diamant (sin vínculos con aquella), se narra tan emotiva historia. Treinta años después de fallecer el escritor, con el título de Notes inédites de Dora Dymant sur Kafka en 1922, en la revista parisiense Evidences (1952, No. 28, págs 38-42) Marthe Robert, traductora del escritor checo, comenta dicho suceso. Y es en la significativa obra de Kathi donde la encuentra el novelista Paul Auster, realzándola en su novela  Brooklyn Follies. Franz asumió con seriedad su novedosa función de cartero. Escribió, constante y febril durante tres semanas, una carta diaria para apaciguar a la niña, con quien estableció firmes vínculos de afecto.

 ¿Se las entregaba en el parque? Tal vez caminaba por aquel sector de Berlín, consciente de la gravedad de su salud, hasta la residencia de aquella y ejercía allí sus funciones de cartero de la errabunda muñeca. El resto de historia se pierde, para martirio de investigadores de la obra extraviada de Kafka y para complacencia de cuantos quieran especular a partir de tal suceso. 

No fue contada. Dora nada expone sobre el contenido de aquellos insólitos textos del narrador checo.  Hoy por hoy, varios expertos buscan pistas de la niña, quien tendría cerca de 95 años si estuviese viva en algún lugar de Alemania o Europa. Si hubiera tenido algún hijo, este rondaría los 80 años. Filólogos alemanes reconocen la veracidad de tal correspondencia. Klaus Wagenbach ha hecho indescriptibles pesquisas para encontrar las entrañables cartas de Kafka, escritor de literatura infantil, describiendo cuanto la muñeca narraba a la niña sobre sus viajes.

¿Qué imaginó este para su infantil lectora en el Berlín de aquellos años, donde la exagerada inflación elevó el costo de una libra de manteca a 6 millones de marcos? ¿Cuáles fueron sus temas  y el estilo para consolarla? ¿Por cuáles pueblos, ciudades y paisajes deambuló la muñeca?  Concisas o extensas las cartas, nunca se sabrá. Tal vez conservaban la misma extensión de cuantas escribió a sus enamoradas y a su hermana. O acaso se extendió hablando sobre la vida y la muerte, la necesidad de los desapegos para no sufrir. O tal vez sobre las partidas sin regreso… En algún momento, para el moribundo escritor, la muñeca pudo haber sido más real que la niña. O tal vez ambas fueron desvaneciéndosele carta tras carta… Dora Diamand aseguró al filósofo Félix Weltsch: “Haber vivido con Franz un solo día significa más que toda su obra, que todos sus escritos”.

¿Parece irreal? También yo pensaba igual hasta verificar su autenticidad. Dio origen a una tierna novela breve escrita por el narrador español Jordi Sierra i Fabra, Kafka y la muñeca viajera. En una isla colombiana escribí el borrador, confirma Sierra, igualmente sobrecogido con las connotaciones del drama. Esas cartas, pudieron tener más fuerza emotiva que la Carta al padre. Cuando llega la taciturna anécdota a mi memoria, transcurro algún tiempo imaginando cuáles razones y consejos, cuáles argumentos puso Kafka en labios de la muñeca para devolver su alegría a la niña y crearle una sólida base de esperanza. ¿Esperó alguna respuesta de la niña? Si hubo cualquier nota por el estilo, Dora debió quemarla cuando desde su lecho de enfermo el escritor ordenó y supervisó la destrucción de varios cuadernos, por parte de la enamorada mujer.

Con dicha correspondencia, Kafka posiblemente llenaba vacíos de su niñez, de su adolescencia o su madurez. Cada carta pudo insinuar, de alguna manera, el éxodo del cuentista hacia la muerte. ¿Sabría la niña ya mujer, quién fue el autor de esos manuscritos que recibía a diario? ¿En cuál dimensión dialogan ahora esa niña desconocida, su muñeca y Kafka, implicados para el tiempo y la historia, para la literatura, en un drama tan poético y desgarrador?  De algo estoy seguro: si la muñeca regresó, no buscó a la niña en su casa. Ni volvió a su juguetero, sola o casada. Se dedicó a recorrer durante algún tiempo los barrios de Berlín, preguntando por el cartero.

Circulan rumores  de una anciana con aspecto de muñeca a quien ven llorar solitaria en una banca del parque Steglitz. Siempre a mediados de octubre, dicen los rumores. ¿Qué le sucede, señora? Se me perdió un escritor, responde.

Esta es una de mis fuentes literarias de tristeza, capaz de ocasionarme desconocida alegría.

La otra, se relaciona con un guía en el museo del Hermitage, en San Petersburgo. Una de las mayores pinacotecas de arte y cultura universal en el mundo. Es también una historia triste. ¿Desea escucharla? Plena de poesía. Y también parece ficción. El anciano guía del museo, laborando allí desde cuando la revolución de 1917 consintió a personal no aristocrático trabajar en tal lugar, se llamaba Pavel Filipovich.

A Pavel lo habríamos confundido con el personaje de algún cuento de Giovanni Papini. Aún más, estoy seguro que Gog acompañó al imaginativo Filipovich durante alguno de sus recorridos por las solitarias habitaciones del museo, interpretándole sus silencios y respondiéndole con mutismos semejantes entre la ausente presencia de Tiziano, Rafael, Zurbarán o el Greco. A Montserrat Roig, escritora española, una editorial soviética la invitó a Rusia para hacer un libro recreando el brutal asedio nazi a Stalingrado, durante la segunda guerra mundial.

Mujer de izquierda y feminista, aceptó complacida pensando en formalizar un trabajo diferente a los publicados sobre el cerco a dicha ciudad. Entrevistó numerosos supervivientes de aquel infierno y conoció, de primera o segunda versión, conmovedores  casos de individuos relegados por los historiadores. Anónimos protagonistas de sucesos desvanecidos en el tiempo, excluídos de los grandes ensayos oficiales, quienes sobrevivieron mientras a su lado morían cuatro millones de personas en la más sangrienta batalla de la humanidad. Individuos con dramas aislados de la epopeya histórica reflejada por los textos que testifican aquel confrontamiento.  Historias tan poéticas y ficcionales como la del longevo Pavel. Comentando el libro de Roig, José M. Martínez anota: “Cada historia individual se convierte en una especie de símbolo universal de lo que pueden llegar a ser virtudes o situaciones como la compasión, la caridad, la angustia, el sufrimiento o la solidaridad”. La historia de Pavel es símbolo de la sensibilidad puesta al servicio de la imaginación. El arte fecundando la soledad para conservar sus huellas entre el horror de la guerra.

El oficio de Filipovich como guía -quien amaba hasta el delirio su trabajo- era  orientar sobre las obras de arte expuestas. Convirtió el museo del Hermitage en su hogar. Personaje emergido de alguna de esas pinturas con cuyas explicaciones deslumbraba, buscando tal vez senderos para reintegrarse al lienzo, en cada recorrido con foráneos o rusos incrementaba sus sentimientos  e identidad con las obras exhibidas. La aguja dorada se llama el libro de Roig donde despunta la historia de Pavel.

En 1941,  igual que a millares de rusos y miles de habitantes de Stalingrado, a Pavel Filipovich la vida  le da un giro total  cuando el sexto ejército  alemán, comandado por el general  Friedrich Paulus, intenta entrar a Stalingrado. En el museo del Hermitage, de esta ciudad, centenares de voluntarios empaquetaron más de un millón de obras de arte para preservarlas de los invasores nazis, enviándolas por tren hacia Sverdlosk, en los Urales. Dos alcanzaron su destino. Cuando se preparaba el tercero, comenzó el asedio alemán mantenido durante 900 días. Doce mil personas, por diversos motivos conviviendo en el museo, se encargaron durante algún tiempo de resguardarlo del frío, la nieve y los ataques aéreos, hasta cuando se hicieron inevitables las primeras evacuaciones en 1942.

Las inmensas y despobladas instalaciones del Hermitage fueron quedando más solas aún cuando  desde los frentes de guerra solicitaban todas las personas utilizables, preparadas o no para la muerte,  prontas a inmolarse por la patria. A Pavel no lo engancharon por su avanzada edad, permitiéndole seguir allí durante aquellos meses de pavores, heroismos anónimos y acciones individuales nunca mencionadas. Rehusó desatender el museo y con mayor coraje siguió desempeñando la rutina de su oficio: guía del Hermitage, fiel a algún tipo de convenio con sus sentimientos y sensibilidad.

Filipovich llevaba trabajando allí varias décadas, cumpliendo su función de conducir a los visitantes detallando e interpretando el patrimonio expuesto, del mundo y de Rusia. En cada circuito con gente de su país o extranjeros, año tras año ampliaba sus sentimientos y familiaridad  con las obras de arte exhibidas al revelar intimidades de cada una, dándoles vida para el interesado o displicente público frente a ellas. Ahora solo quedaban las despojadas paredes, muchas de ellas estropeadas por las explosiones. No había nadie a quien brindar la característica bienvenida. Al principio, Pavel guiaba por los aposentos a pocas personas. Fisgones ansiosos más por constatar la salud mental del elocuente anciano, que por escucharle relatar detalles sobre las obras inexistentes, protegidas de la voracidad nazi en algún lugar de los Urales, en torno a las cuales se explayaba y embebía el anciano guía.

Frente a su reducido público, se emocionaba con las obras como si continuaran expuestas. Nunca fue mejor guía que en esos momentos de guerra y muerte, cuando el arte cedió su lugar a las más despiadadas expresiones de violencia. Entonces las formas, colores, contrastes, temas y contenidos, autores y  anécdotas, fulguraban, agigantándose en las palabras del guía. Cualquier rincón de una pared se reavivaba con las palabras de Pavel. Reaparecían las lejanas pinturas y por momentos eran cuadros más reales que los auténticos, porque la imaginación y el verbo apasionados de Pavel los materializaban sobre los muros vacíos. Continuaban en los pasillos, a pesar de la soledad. Sin verlas, la gente sentía la presencia física de obras de Tiziano con sus luminosos y realistas colores. Allí donde no colgaba ningún cuadro suyo, Pavel fascinado explicaba respecto al insaciable perfeccionismo de Tiziano, induciéndole a retocar de manera continua sus obras, añadiéndoles expresiones siempre más tenues. Cada dificultad le inspiraba nuevas soluciones.

Día tras día, mientras el asedio se volvía más sangriento, eran menos las personas recorriendo los salones, viéndole y escuchándole hablar ante las paredes solitarias. Sin embargo, el viejo guía continuaba caminando entre columnas y arcos del Veronés. Describía detalles de los trajes fastuosos y llamaba la atención, a su escaso público, sobre los tonos fríos y claros del pintor. Observen esos grises, esos azules y tan resplandecientes amarillos, enfatizaba ante un cuadro inexistente y, una mañana, frente a espectadores que ya no existían. Pavel Filipovich se quedó solo en sus recorridos. Y solo continuó haciendo de guía por el museo, en una fantástica proxemia de la soledad y su cuerpo, de los cuadros atestados en algún lugar de Sverdlosk y la evocación de estos a su lado, en distancias íntimas, más próximos que nunca, como si no se los hubieran llevado. Detallen este Rubens, por favor, es un boceto de La adoración de los pastores, suplicaba Pavel a  nadie. Ahora nos encontramos frente a una obra de Rembrandt. No nos aproximemos mucho a  ella, como lo aconsejó el mismo  pintor. Miren la mirada humilde y sincera de su autorretrato, fusión magistral entre lo corpóreo y lo espiritual…

Y el viejo guía del Hermitage, siguió hablando solo. Discurriendo frente a cuadros inexistentes. Dirigiéndose a gente imaginaria. Señalando a nadie la belleza de un cuadro de Giorgione, uno de Tintoretto, uno del Greco  o uno de Da Vinci que no estaban allí físicamente, pero continuaban impresos en sus ojos y en su alma.

Esta es la otra fuente literaria de tristeza, capaz de ocasionarme desconocida alegría. Hace pocos días, para celebrar de manera íntima el final de su construcción, todavía en medio de aguaceros decembrinos convidé al espectro de Filipovich a caminar juntos por los salones de CECULPA, Centro Cultural Patafísico, del pintor colombiano Guillermo Vélez, recién construído a orillas de la carretera que entre verdes potreros conduce al municipio de Filandia, Quindío. Mostrándole la fecunda obra pictórica y escultórica del patafísico artista quindiano, y hablándole sobre la vida privada de algunos protagonistas de sus pinturas, serví de guía a Pavel. En el salón principal, cuando Memo Vélez me escuchó hablar solo, comprendió con quién estábamos allí: “Senegal, dígale a Pavel que esta es su casa y cuando lo desee, Pessoa y sus heterónimos pueden servirle de guías por el paisaje quindiano”. Este segundo vaso de Vodka es para nuestro invitado, le respondí al artista cuando me ofreció de nuevo el licor que sostenía en su mano. Creo que con la presencia del guía del Hermitage,  completamos el ritual iniciado por Jarry la semana pasada, le recordé a Memo Vélez. La cabeza de este se parece a la mía, fue lo único que dijo Pavel Filipovich en CECULPA, señalándonos uno de los cuadros de Memo, no lo cambien de lugar.
   

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