Alto porcentaje de quienes escriben por oficio o necesidad, por pasión y destino, son reticentes a cualquier tipo de corrección en cuanto componen. Divulgan sus textos como estos prorrumpen de la cotidianidad: imprecisos, confusos, desordenados. Jamás examinan lo escrito. Se consideran versados en el manejo del lenguaje e imaginan a sus lectores entendiéndolos según ellos piensan y redactan. En ocasiones la ligereza, los requerimientos periodísticos de medios donde trabajan; los contratos editoriales cuando son escritores forcejeando para terminar una obra exigida por aquellos, les obligan a ser superficiales y negligentes con el manejo de la información, pero en particular con las combinaciones de constituyentes sintácticos.
Simplistas y ramplones con el uso del lenguaje y las reglas pragmáticas básicas en el campo de los actos de habla, con las presuposiciones o las estructuras informativas de los enunciados. Menos técnico: ¡No les importa la buena redacción! Facililismo periodístico, facilismo literario, facilismo lexicológico, facilismo para radio o televisión y sus apremios de celeridad informativa, donde producción y recepción de significados poco importa en el acto de la escritura.
No sé hasta dónde justifiquen sus inexactitudes de estilo y claridad, pero no hay descargos para cuantos producen una columna semanal o quincenal, a veces mensual, y en ella abundan debilidades idiomáticas de todo tipo. Repeticiones de vocablos haciendo monótono el texto y limitando las ideas dentro del tema expuesto. La insistencia en una palabra convirtiéndose en intolerable soniquete. Esta glosa no es para los displicentes con el estilo y desdeñosos de los recursos musicales, poéticos y estéticos de nuestro idioma. Tampoco para quienes jamás consultan un diccionario de sinónimos, mostrándose reiterativos con el escaso léxico aprendido en la escuela, el colegio o la universidad.
Datismo, se llama el despliegue innecesario de sinónimos al escribir. Sin embargo, por el hecho de no repetir un vocablo en una frase, un párrafo o un texto, el escritor no incurre necesariamente en esto. Los indiferentes a la apropiada expresión lingüística, a las agudezas del lenguaje, al patrimonio palpitante de expresiones idiomáticas, pueden escribir como les plazca. Para ellos no son, no fueron ni serán los placeres del texto bien escrito, de las palabras tornasoladas, las construcciones sintácticas con sus giros y términos y selección de vocablos particulares, ni mucho menos la producción y recepción de significados dentro de los cuales el escritor se apropia de materiales aptos para sus propósitos.
Pueden escribir de acuerdo con sus gustos, con su formación literaria, sus exigencias e intereses al comunicarse. La fruición sinonímica y en particular los estremecimientos surgidos del oficio literario al pulir y llenar de ritmos un texto, donde una frase decantada conduce a la metamorfosis de las palabras desde las cuales al final vuelan una mariposa, un colibrí, un cóndor, un ángel o un demonio, son para quienes descubrieron el encanto alquímico de la correccción del texto. Entre múltiples defectos de la página escrita velozmente, es hora de prevenir contra el uso exagerado de la conjunción subordinante QUE, en cualquiera de sus expresiones: como partícula anunciativa, conjunción subordinante completiva, consecutiva, comparativa, concesiva, condicionante o temporal.
Esta conjunción en su oficio de pronombre relativo, locución conjuntiva, impropia, sustantiva o final, es un virus capaz de infectar todo tipo de organismos literarios. Sus vectores de transmisión son la indiferencia y soberbia del escritor, su pereza para corregir, la prisa, su falta de autocrítica con cuanto escribe. Esta inadvertida plaga se inmiscuye donde no es necesaria. Azote de la buena escritura, tan pronto se le atrapa agazapada entre las palabras, carcomiendo la elipsis y el asíndenton de las frases, se reconoce lo prescindible de su uso.
Es divertido detectarlas: con un bolígrafo de tinta roja, encierre dentro de cualquier texto en un periódico o revista cuantos QUE le hacen tropezar al leer. Practique el ejercicio con un periódico diario. No propongo el de provincia, aquí en el departamento del Quindío, para no enfrentarlo al reiterado horror estilístico y al descuido de la mayor parte de sus colaboradores. Escudriñe en los diarios de capital. En El Espectador, por ejemplo. O en El Tiempo. Lea las columnas de colaboradores de planta y se llevará una monumental sorpresa. Todas están severamente contagiadas por el virus del QUE y sus autores no lo saben. Nunca han pensado en tal contaminación. No lo distinguen. Ni siquiera lo sospechan. Se sorprenderá de la cantidad de tales conjunciones, en sus diversas modalidades, empleada hasta por quienes parecen modelos de impecable escritura.
A William Ospina, cuya prosa admiraba antes de cuantificarle dicha conjunción, cada domingo le espulgo cerca de medio centenar, en gran parte innecesarias. Educación, columna de noviembre 13, tiene 40. A simple vista, señalan el efecto del inconfundible texto no depurado, evidencia de escritura aceptable en un periodista o columnista trivial, insubstancial, mas no en un escritor para quien el estilo es agente imprescindible del mensaje comunicado. Deslucen la frase. Son cacofónicas. Cuando se sobrepasa un límite de dichas conjunciones, mensurable y cualificable por cada autor, el texto se debilita en pureza y ritmo.
No hay reglas para prescindir del que. A varios estudiosos del tema, su eliminación les suena a castellano vetusto, a deseo de calcar el español arcáico para darle aire formal al texto. Sin embargo, dicho decantamiento no es artificial ni presumido. Mucho menos, imitación de la prosa medieval castellana o del estilo de poetas y narradores en cuyas obras no prospera el que. Es búsqueda de elegancia empleando recursos estilísticos para aligerar el lenguaje. Sin convertirlo en asunto de frustración filológica, cuando se descubre su exagerado empleo, el escritor o cualquier persona interesada en el tema verifican el contraste entre una página emponzoñada con tal partícula y la misma página al suprimirla, o moderar su aparición.
Es un mal general. Antes de identificarla y resaltarla en las páginas leídas, pocas personas escapan de su nociva influencia. Pero cuando se tiene noticias de la pobreza estilística al emplearla y no se procede contra dicha polución, la culpa entonces recae por completo sobre el escritor y sus anodinos métodos de trabajo. Luego de leer este artículo, usted no podrá desprenderse de la presencia física, sonora, literaria y gramatical de dicho vocablo. Va a encontrarlo donde lea y a quien leyere, con detenimiento o de manera frívola. Como me ocurrió y le ha sucedido a decenas de personas con quienes compartimos tal inquietud: ese que va a perseguirlo, asediarlo, torturarlo y acariciarlo en alternas sesiones sadomasoquistas de lectura desde la pantalla o sobre el papel, por el kindle o entre la hoja fotocopiada. Si usted es un simple lector o un lector simple, o es un escritor descomplicado, no importa: jamás volverán a ser las mismas sus lecturas ni similares sus hábitos de escritura y corrección, después de tener conciencia del fatal influjo ejercido por el que.
Un sabio y ancestral cuento de India, relatado por Osho, ilustra cuanto sucederá a la persona tan pronto conozca las obsesiones despertadas por tal conjunción. Así lo escuché y usted hilará las asociaciones correspondientes. Cada que, tan pronto lo encuentre en la frase, se transformará en un mono saltarín, muchos monos llamándole la atención:
“Milarepa fue un místico que vivió en Tibet. Un día un joven se acercó y le dijo: Quiero obtener poderes. Por favor, dame un mantra. Milarepa contestó: No tenemos mantras. Somos místicos. Los mantras son para los magos, los malabaristas…Ve a verlos a ellos. No tenemos mantras; ¿para qué queremos tener poderes? Cuanto más se negaba Milarepa, más pensaba el hombre que estaba ocultándole algo; ¿por qué se niega?, de modo que seguía yendo a ver a Milarepa. Al final este se hartó y le escribió un mantra en un trozo de papel diciéndole: Tómalo. Esta noche es luna nueva. Léelo cinco veces. Si lo haces, obtendrás los poderes deseados. Serás capaz de hacer cuanto quieras. Ahora vete y déjame en paz.
El joven agarró el papel, le dio la vuelta y lo leyó. Ni siquiera dio gracias a Milarepa.No había acabado de bajar las escaleras del templo, cuando Milarepa le llamó: Amigo, olvidé aclararte una cosa. Este mantra está ligado a cierta condición. Cuando lo leas, no debes tener en tu mente ningún pensamiento sobre un mono. El joven respondió: No te preocupes, no he tenido un pensamiento semejante en toda mi vida. Nunca he tenido motivos para pensar en un mono. Sólo tengo que leerlo cinco veces, no pasará nada.
Pero estaba equivocado, sin terminar de bajar las escaleras empezaron a aparecer los monos. Se asustó mucho. Cerró los ojos y seguía viendo monos. Miró en torno y vio monos incluso donde no los había. Se hizo de noche y cada movimiento que descubría en los árboles le parecía un mono. Parecía haber monos por todas partes. Cuando llegó a su casa, estaba muy preocupado porque hasta entonces nunca pensaba en monos; jamás tuvo nada que ver con los monos.
Se dio un baño, pero mientras se bañaba los monos seguían con él. Su mente estaba obsesionada con una sola cosa: los monos. Entonces se sentó a leer el mantra. Levantó el papel, cerró los ojos y apareció una multitud de monos fastidiándolo. Comenzó a sentir mucho miedo, pero perseveró toda la noche. Cambió de posición; intentó sentarse de este lado, de aquel lado, en padmasana, en siddhasana, y en otras posturas de yoga. Rezó, se arrodilló, suplicó. Pidió que alguien le ayudara a deshacerse de esos monos, pero ellos eran obstinados; no estaban dispuestos a dejarle en paz toda la noche. Por la mañana, el joven estaba loco de miedo y se dio cuenta que no podía conseguir el poder del mantra tan fácil. Milarepa había sido muy listo, le puso una condición difícil. Milarepa estaba loco. Si los monos iban a convertirse en impedimento, por lo menos pudo no haberlos mencionado. Así habría conseguido el poder del mantra.
Por la mañana volvió a ver a Milarepa y le dijo gritando: ¡Toma tu mantra! Has cometido un gran error. Si los monos eran impedimento para usarlo, no debiste mencionarlo. Normalmente, nunca pienso en monos, pero ayer estuvieron persiguiéndome durante toda la noche”.
Hace muchos años escuché el cuento de labios de Osho, iluminado poeta a quien la CIA envenenó con talio. Él lo relataba con una intención y yo te lo expongo con otra. Nunca olvidarás el cuento de los monos y menos sus nexos con la citada conjunción, más inquieta y persistente en sus extravagancias sobre el texto, rebotando de frase en frase, incomodándote cuando menos deseas verla o pensar en ella, o usarla o suprimirla. Te recomiendo: no pienses en los que cuando estés leyendo.
En noviembre 11 de 2006, un estudiante ibero de filología averiguó en un foro de internet cuáles reglas debía seguir para evitar la conjunción que, en casos específicos. El sitio donde aún puede encontrarse el curso del dinámico diálogo con acotaciones sobre la pregunta, es WorlReference.com Languaje Forums, del Politécnico Grancolombiano. Hubo intervenciones de españoles, argentinos, portugueses, israelíes y británicos, hasta el 16 de noviembre cuando el interesado concluyó: “En mi caso suprimo siempre estas conjunciones (dentro de lo permitido) sin que hasta hoy me hubiera planteado por qué lo hacía”.
No debe dársele vueltas a la intención. Asear del lenguaje este liendre, contribuye a darle pulcritud al texto. Es hacer limpieza al contenido, a la expresión de ideas y, por consiguiente, al estilo, explorando una mejor transmisión del mensaje al receptor, cualesquiera sean su cultura y nivel intelectual. Dosificar al máximo el uso de dicha partícula, es consideración con el lenguaje para presentar de manera adecuada las ideas, desarrollándolas con efectividad. Las figuras literarias de dicción, por el estilo del asíndeton y la elipsis, están hechas para esto. Lo exigen y permiten erradicar cuanto distorsiona la simplicidad de la oración o no concurre en el esclarecimiento de lo complejo. Es una obligación estética, de semiosis, para un escritor.
A José Alvarado Santos (1911-1974), intelectual mejicano columnista de acreditados periódicos y revistas de su época, lo reconoce su coterráneo el poeta y ensayista Gabriel Zaid como quien : “se tomó el trabajo de escribir bien para los lectores de periódicos”. Alvarado es prototipo de rigurosa escritura para la pléyade de periodistas incapaces de redactar un texto bien parido, respetuoso de los lectores y de ellos mismos al asumir roles comunicativos en la sociedad. Este escritor fue editorialista, redactor, reportero, columnista y corresponsal de guerra, entre otras actividades semejantes. Dejó dos libros de narrativa, El personaje y Memorias de un espejo. Zaid le descubrió una curiosa página publicada en Diorama de la Cultura, suplemento del periódico mejicano Excelsior. Es un microensayo titulado Las escaleras, donde de manera lipogramática se excluye la comentada conjunción en todas sus formas gramaticales.
Para el siglo XX, José Alvarado con su breve texto es pionero de la campaña contra el que. Vigilar su presencia en un escrito, no debe conducir a extremos literarios del poeta alemán Gottlob Burman, rechazando rotundo y rabioso, racionalista y radical, en sus raras rapsodias no reblandecidas y sin recato de registros reñidos en renglones de regia representatividad rococó, la letra R. En su fobia lipogramática hacia tal consonante, Gottlob exilió de sus 130 poemas tan sonora letra. En los últimos 17 años de su vida, hizo lo imposible para no pronunciarla cuando hablaba o escribía. Sin caer en la quefobia, cada escritor puede implantar sus límites en el empleo de tal conjunción, de acuerdo con la extensión del texto escrito.
En el departamento del Quindío, en Calarcá, se debe reconocer su reencuentro al escritor Óscar Zapata Gutiérrez, quien durante el primer trimestre de 2011 por intuición, por oído, por el tiempo dedicado a la lectura de periódicos y revistas, por su sentido crítico hacia la prosa empleada por columnistas de la región o porque algún ángel de biblioteca lo eligió para visionario del anti que, comenzó a tratar el tema con algunos de sus amigos, llamando la atención respecto a disonancias y repeticiones superfluas de dicha conjunción. Su hallazgo lo hizo en una de las columnas sobre hotelería y turismo de Iván Restrepo, en un periódico regional, detectando y subrayando cuantas no cumplían ninguna función en el texto. Conjunciones estorbosas, inútiles dentro del contenido. Aunque se informó a su autor sobre tal falencia de redacción, nunca mostró interés en moderarla. Esta columna, como tantas otras vecinas suyas a lo largo de la semana, son covachas del que.
Óscar no es corrector de estilo. El estilo es un íntimo medio para insistir sobre algo, reflexionándolo, reescribiéndolo, cuestionándolo, aceptándolo para rechazarlo más adelante si su claridad o su relativa belleza lo exigen. Susan Sontag escribió: “Todo estilo comporta una decisión epistemológica, una interpretación de cómo y qué percibimos”. Tampoco merodea a la caza de gazapos o defectos en escritos ajenos o en los suyos… pero se alteró. Y nos transmitió a varios quindianos el motivo de su exaltación gramatical y estética, hasta el punto de obsesionarnos con ella. Nos llenó de monos la lectura y el acto de la escritura. Aquí nadie pensaba en el “síndrome que”, por la página. Y como Milarepa recomendó al joven, “no debes tener en tu mente ningún pensamiento sobre un mono”, bastó con la llamada de atención del minicuentista para llenársenos con dichas conjunciones la atención, los hábitos de lectura y escritura y la observación de escritos ajenos.
Una plácida mañana en el parque Bolívar de Calarcá, mientras por su lado pasaba Hernando -el Quijote calarqueño- en trote lento, gesticulando con sus brazos, con su cabellera blanca desordenada por el ejercicio, Óscar Zapata se incomodó viendo esa afluencia de conjunciones saltar como pedruzcos contra su sensibilidad de lector, avivada días atrás por la lectura de los Diarios, del novelista austríaco Robert Musil examinando a lo largo de 1.500 páginas las contradicciones estéticas de la modernidad. Tal vez el estilo elegante y conciso de Musil en estos libros, fue el mecanismo literario propiciador de su mirada crítica y depurativa. Sin saberlo, había redescubierto uno de los más peligrosos virus gramaticales.
Insisto: Estas anotaciones sobre el indiscriminado uso del que, en cualquier texto o género, sin importar los temas tratados, son para cultores del estilo. Juego y disciplina de la decantación para escritores sin prisa, entusiastas de la página multicorregida. Pueden seguir de largo quienes no alienten análogos intereses, recordando la advertencia: al leer, no observen esta conjunción, ignórenla. ¿Cómo la evito?, preguntan cuantos escuchan hablar de dicha obsesión. No hay fórmula gramatical específica. La RAE nada tiene al respecto. Estudiosos de la lengua y sus particularidades, no ventilan el tema. El marrullero que, ha sabido mimetizarse entre las palabras, fingiéndose necesario. Esto es lo atrayente del proceso contra los que: cada escritor debe ir al encuentro y afrontar la solución de las exigencias aparecidas a lo largo de la frase, del párrafo, del texto completo. Verlo, es el paso inicial. Reconocer su polución y perturbarse con el ruído de su acentuado protagonismo gramatical, es el siguiente. Nada más.
Entonces florece el deseo de afinar la expresión y encontrarle mejor recipiente para envasarla, otra estructura para cimentar la idea. Son los retos de la escritura elegante exigiendo cambios completos en el sentido de la oración, sin apartarse del propósito original. Se hila y desteje lo escrito, en rutilante manejo del lenguaje, de la simple redacción para mostrar a ese importuno que su innecesaria presencia. Este oficio es semejante a despiojar la cabeza de un niño plagada con tal parásito. El resultado es instantáneo. La frase adquiere otros contornos provenientes de ese ejercicio elíptico facilitándole al escritor reflexionar más profundo sobre el sentido de su quehacer y las posibilidades del lenguaje ante sus ojos. Alegrías de variada índole cosquillean por su vanidad cuando encuentra la manera de escribir una idea específica sin ayuda del que. Es necesario volver una y otra vez sobre el texto, para condenar o salvar esta conjunción incrustada en el texto.
Anticipando réplicas en pro de este bisturí de tres filos, lo sonoro, visual y facilista, invito a cuantificarlo dentro de cualquier texto, subrayando con tinta roja cada aparición del mismo. Obsérvese el aspecto de la página así rayada. Luego suprímanse algunos, sin ser radical ni quefóbico. Si usted es objetivo y tiene sensibilidad de lector autónomo, le será imposible aceptarlas todas. Con este ejercicio, un nuevo ciclo como lector o escritor comenzará en su vida, tomándole más afecto al oficio, respeto hacia los lectores exigentes y, lo esencial, respeto hacia usted mismo por banal que pueda ser el texto. De esto puede estar seguro. No concluiré, sin dar a conocer el impecable texto de Alvarado Santos, reivindicado por Gabriel Zaid para su sección de la revista Letras Libres (junio 20 de 2011), como homenaje en el centenario del nacimiento de tal periodista. Afirma Zaid: “La verdadera vida literaria sucede en los textos maravillosamente escritos. Pero dar noticia de ese acontecer requiere periodistas que lo vivan, que sepan leer y escribir en ese nivel, con esa animación”.
LAS ESCALERAS
José Alvarado Santos
Hay escaleras hermosas. Una, por ejemplo, es la del Colegio de Minería. Pero otras son horribles: ésas por donde llegan a sórdidas alcobas los desesperados.
Existen, verbigracia en Los Ángeles, por Main Street, hoteles sombríos cuyas escaleras interiores parecen llevar a cuevas siniestras, donde la soledad, bajo una lámpara opaca y amarilla, ciñe las almas de los huéspedes. Hay una puerta abajo con los vidrios sucios, y luego los peldaños grises, con huellas de pasos sin esperanza y cigarros apagados. La gente –un negro, un chino, un mexicano, una mujer morena o una rubia apagada– asciende casi con odio, casi con dolor, casi ausente de lo humano, casi como un bulto de rencores, casi...
En Ámsterdam, las escaleras también son tristes.
Pero no tanto. Escaleras de hoteles de marinos, olorosos a brea y a ginebra, a tabaco plebeyo y amores descompuestos. En París, huelen a jabón barato y a madera húmeda. En México, a trapo mojado y a pasión desvanecida. Pobres escaleras.
Y, sin embargo, los novelistas no se fijan en ellas ni
dedican una línea a su madera fatigada. Pero los personajes de las novelas y de la vida han de subirlas. También los mismos novelistas.
Graham Greene se refiere a una escalera donde un peldaño cruje. Pero nada más. Algunos autores de novelas policiales las aluden con tenue sombra de misterio; las rechazan luego.
A pesar de todo, las escaleras suelen ser personajes importantes. Una novela, según se sabe, hubiera enriquecido la substancia si el autor hubiera tenido mayor cuidado con las escaleras.
Casi todas las escaleras tristes son de madera: gimen bajo el peso de los seres. Casi todas las bellas, en cambio, son de piedra y alcanzan un préstamo romántico.
Lo mismo hay, por cierto, melancólicas y sucias escaleras de piedra. En Roma, en las viejas casas de México, en Montparnasse, en Cuernavaca, en Valparaíso y en Helsinki.
Pero la literatura prefiere escaleras de nulo o dudoso prestigio.
Y no deja de ser un olvido.
Buen texto el de Alvarado. Pero el debate es inoficioso porque si William Ospina se ocupa de podar sus palabras, y se obsesiona con el que, posiblemente se olvida del contenido y fondo del mensaje --o sea que puede olvidar del bosque por ocuparse de los arboles. Inaudito.
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