A ti, huésped de esta página por cualquier
motivo, voy a proponerte una particular reminiscencia. Juego de sinestesia del
cual no estás excluido, aunque sólo una
persona entre 2.000 -según
investigaciones- sea sinestésica. Poco importa si en el lugar donde habitas no
hay árboles colmados de frutas. Tampoco interesa si eres bebedor
subliminalmente condicionado para atiborrarte de gaseosa y las frutas te dejan
impasible.
Para llevar a cabo el juego que voy a
plantearte, si nada te inspira el natural espectáculo de las frutas con sus
turgencias y aromas, con sus colores y texturas, sólo necesitas sentarte a
recordar. O si te es posible, recuéstate en una habitación en penumbras, donde puedas
escuchar de Prokofiev, El amor de las
tres naranjas. O de Johann Strauss, Donde
florecen los limoneros.
Aunque hayas crecido sin frutas a
tu lado, con tus huérfanos ojos sin ellas en su entorno; con tu desamparado olfato sin frutas a su
alrededor y toda tu niñez sin árboles para trepar y saborear allí arriba sus
frutos o para columpiarte, hasta anochecer sudoroso en sus ramas; aunque no te
hayan prestado un garabato de guadua para tumbar frutas fuera del alcance de
tus manos; aunque no te hubiesen confiado una peligrosa medialuna para
cogerlas, advirtiéndote del peligro de
la potencial guillotina, te invito, huésped de esta página, a celebrar el
sinestésico ritual de la memoria desde mi Quindío, patrimonio cultural de la
humanidad, territorio de uberosos paisajes por donde flamean los espíritus de múltiples maestros
espirituales, fallecidos en otros rincones del mundo.
Krishnamurti anda por Salento; Paramahansa
Yogananda anda por Génova; Sai Baba anda
por Buenavista; Ramana Maharshi anda por La Tebaida; Lahiri Mahasaya anda por
Armenia; Susuki anda por Pijao; Sri Chinmoy anda por Filandia; Gurdjieff anda
por Circasia; Vivekananda anda por Calarcá; Sri Ramakrishna anda por
Montenegro; Osho anda por Córdoba;
Idries Shah anda por Quimbaya, regocijándose todos ellos con el paisaje
quindiano y cada uno descubriendo árboles nunca vistos en sus lugares:
guayacanes y barcinos y caracolíes y caobos y cedros y robles y caimos y
samanes y nogales y laureles. Por estos municipios donde la diafanidad del paisaje
rebasa en transparencia la del espíritu, ellos peregrinan sin el asedio de sus
empalagosos discípulos, entre la sosegada soledad merecida después de dar sus enseñanzas al
mundo. Es el lugar apropiado, lo conozcas o no lo conocieres, para
celebrar un ritual nada esotérico ni
sicoanalítico: Remotas frutas de tu niñez.
En lugar de
frutas, podría haberte propuesto ideas, palabras, objetos, juguetes, canciones,
alguna obstinada imagen tierna o trágica, pero ahora son frutas saboreadas,
tocadas, olidas, exprimidas, vistas por
primera vez en tu remota infancia. Retorna a intersticios entre tus cinco y
nueve años, donde evoques esas primeras frutas sin mayor esfuerzo,
identificando con gusto y total presencia del hecho, un sabor, un color, un
aroma, la forma de aquellos lejanos frutos que arribaron a tu vida en dicho
lapso.
Cualesquiera
sean tu edad, tu cultura, tu sensibilidad y nacionalidad, repliégate hacia tu
pasado. Te aclaro, no soy devoto del ayer y millares de eventos se
desvanecieron del recuerdo de mi infancia, de mi adolescencia y mi madurez.
Sobreviven algunas imágenes alteradas por la poesía, el temor, los sentimientos
y la imaginación. Aquí es necesario retroceder por el tiempo. Búsqueda del
tiempo olvidado, de sabores y colores olvidados. Viajar hasta emociones y
sentimientos impresos en la niñez con la presencia de aquellas frutas.
Por tu museo de
imágenes, ahonda en tu niñez observando las primeras frutas degustadas Dónde
las comiste, quién te las ofreció y en cuáles circunstancias llegaron a tu
paladar. Primero, acaricia el nombre de la fruta. Esencial la acidez o dulzura
de ese vocablo. Fundamental la musicalidad de esa palabra revelándote el
milagro de la fruta masticada. El nombre
es la música que surge al principio y
después viene lo demás. Bajo el recuerdo, algún color para
restaurar atardeceres pueblerinos. Y en el recuerdo de la forma, siempre
enredada una mariposa azul contrastando con su color el de la fruta. La mirada
de quien nos la ofreció. El gesto complaciente del frutero, o el recuerdo de
quien con ella delataba un aroma o alguna dulzura.
Si olvidaste
detalles, no importa. Recordarás cuáles fueron las primeras frutas de tu niñez.
Remotas y todavía frescas frutas de tu
infancia y de la mía. Insisto: debes retroceder. Lo más distante y determinado
en el tiempo, para verlas madurar allí entre espacios y momentos específicos de
tu vida. Evocar nombres extraviados de muchas frutas, asistir a su desfile
semántico lingüístico por tu apetito y estupores de niño. Toma papel y lápiz para
glosar, además de los nombres, cuantas variaciones surjan de sus texturas y
formas en la grata policromía del color.
La reminiscencia de alguna cáscara, por
ejemplo, será oración o elegía para ti. Acaso una de las primeras sensaciones
eróticas exploradas por tus manos, tus labios, tu nariz y tu lengua. En la
memoria, tal vez las primeras huellas en relievarse por tu mente sean los
nombres de las frutas. Mantras de jugosa dulzura. Nombres que aprendiste con
las primeras letras en la escuela. Nombres más familiares que papá y mamá.
Hermano o amigo. Dios y Jesús. Barrio o pueblo. Apetitosos nombres de frutas
con los cuales la existencia te dio iniciación para descubrir la topográfica
poesía de las formas, el alma feraz del paisaje, el lenguaje telúrico de tu
Quindío y tu Calarcá fascinantes en sus cuatro estaciones ininterrumpidas.
El Quindío es el único lugar del mundo donde
suceden las cuatro estaciones a la vez, por sus doce municipios. Basta con
viajar del uno al otro, y en pocos minutos sentirás y observarás las
características de cada una de aquellas. Este fue el verdadero Padrenuestro de
mi infancia. Primero me besaron las frutas y después las mujeres. Y creí en
Dios porque lo encontré reencarnado en alguna fruta quindiana. Jesús,
crucificado en las floraciones, resucitaba en cada árbol henchido de frutas.
Estas, todas estas sin exigirme afiliaciones a sus credos de dulzura, fueron
mis primeras maestras, cartillas básicas donde aprendí a leer. Mi escuela fue
todo árbol estremecido de frutos ante mis ojos, por las fincas de Calarcá.
Piensa entonces
en los nombres de las frutas, si ya retrocediste en tus recuerdos. Musítalos
mental u oralmente. Repítelos alborozado. Silabéalos cual si estuvieses
aprendiendo a hablar. Pronuncia para ti mismo ese nombre de fruta que llegue a
tu memoria sin esfuerzos. Comienza por la escuela. Luego intenta ir más atrás,
cuando no te habían matriculado. Te asombrarás al ver aparecer esos deliciosos
frutos trayéndote, a la vez, nítidos retazos de otras imágenes infantiles olvidadas.
Tan pronto las retenga tu memoria, sintiéndolas en el cerebro, retozando por tu
mente, por tu corazón, tu boca y tu nariz, repite con delicadeza sus nombres,
vocalízalos como sagrado mantra otorgado en alguna íntima iniciación y verás el
grato efecto al mencionar cada fruto.
Remotas frutas
de tu niñez, cuyo recuerdo te conectará
con polimorfas imágenes directas o indirectas de aquella época. Y mejor
aún si sabes de Teócrito; de Whitman el panteísta, de Ryokan el tonto; de
Krishnamurti y sus Comentarios sobre el
vivir; de Thoreau y Walden, libro
donde este relata sus silvestres experiencias de dos años, dos meses y dos días
transcurridos en su cabaña cerca del lago Walden. Mejor aún, para palpar las
frutas, si conoces de Emerson cuando en su ensayo sobre la naturaleza este
puntualiza: “La naturaleza es un lenguaje
y cada nuevo hecho aprendido es una nueva palabra; pero este no es un lenguaje
hecho por piezas que cae muerto en el diccionario, sino un lenguaje puesto en
conjunto en un sentido significativo y universal. Deseo aprender este lenguaje
no para conocer una nueva gramática, sino para poder leer el gran libro escrito
en esa lengua”. Cada fruta es letra, palabra o párrafo de tal lenguaje y se
aprende sólo frente al árbol, con el árbol, desde el árbol florecido. Con
frutos o sin ellos, pero revelándote la presencia del mundo en tu presente,
desde algún fragmento de tu remoto ayer.
Soy montañero
maravillado de los árboles, mis compañeros desde niño. Quindío y Calarcá, son
árboles. Metafóricamente, dos inmensas secuoyas trayendo a mi memoria la rodaja
del tronco de aquel coloso californiano, la Madre
del Bosque, donde podían observarse incendios, sequías y estaciones de los
últimos 2.250 años. Nombres con sabor a fruta. Huelen a fruta porque son la verde
o madura manifestación del lenguaje intuido por Emerson. Soy de pueblo y crecí
en el campo, con montañas en mi cuna. Quindío y Calarcá estaban inclinados de
frutas. Todavía sobreviven muchas. De otras, sólo restan borrosos nombres
perdiéndose poco a poco para las nuevas generaciones de quindianos y
calarqueños. Es más importante sembrar algún árbol frutal que publicar hijos o
fecundar libros.
Debíamos invitar a comer frutas quindianas a
cuantos contribuyeron declarándonos Patrimonio
cultural del mundo. Guayabas blancas o rojas para ellos. Mandarinas para
ellos. Granadillas para quienes, entre rascacielos, reconocieron la belleza de
nuestro territorio. Racimos de bananos maduros y pecosos para todos ustedes,
hombres de la Unesco, capaces de aspirar desde allí el aroma de nuestras
frutas. No pueden morirse sin visitar al Quindío para saborear muchas de estas.
Que las naranjas maduras o las guanábanas maduras, llenen de sabor y paz su
alma y su corazón.
Revelaré un secreto: cada fruta del Quindío es
un Mandala. Por eso atrás resalté el continuo deambular etéreo, por nuestra
región, de incontables maestros
espirituales del mundo. Buda está aquí, en el florecimiento de los cafetales.
Maestros del Zen caminan sonrientes por veredas y municipios del Quindío. Bajando
de El Túnel, por un sendero de la
montaña hacia Calarcá, hay una perfumada extensión de poleo sobre la cual puede
uno encontrar durmiendo a Huineng. Podría indicarte lugares donde se perciben
manifestaciones de los seis patriarcas del Zen: Bodhidharma, Huiko, Sengtsan, Taoshin, Hungjen y Huineng. Una mañana, camino hacia Caicedonia, sorprendí a
Bodhidharma recogiendo semillas del árbol
del pan, bajo seis árboles de frondosas sombras bordeando la carretera.
Allí me detuve con el escritor
calarqueño Hugo Hernán Aparicio, para revelarle a él y a su hija cuanto
encerraban las semillas en apariencia podridas y sin utilidad alimenticia
alguna. Bodhidharma respondió a nuestro saludo arrojándonos una semilla del
árbol.
Mi vida la he
disfrutado aquí en Calarcá, paraíso donde por cualquier lugar, -en el municipio
de Génova están todos- pueden identificarse los cien tonos de verde conocidos
en el mundo. Muchos de ellos en árboles frutales: umbraverde, verdeaspérula,
verdeheliógeno, verderreseda, verdeseda, verdetilo, verdeturmalina,
verdeviridiana, verdeparís, verdepátina, para pronunciarte sólo estos diez.
Sosiego total, producto de las montañas circundándome. Mucha vegetación ha
desaparecido en 40 años, pero la belleza continúa a pesar de tal arrasamiento.
No sé cómo afrontarán el ejercicio propuesto quienes son de la capital o
vivieron la mayor parte de su niñez en colmenas y termiteros de cemento. No sé
dónde sufriste o gozaste tu niñez y si el recuerdo de frutas hace parte del
pueril inventario de tu pasado. Ojalá fuera así. En caso contrario, evoca e
invoca para tu boca, las primeras frutas de tu vida. Agárrate a cualquiera de
ellas y siéntela con tus cinco sentidos.
¿Te confieso las mías? Su memoria continúa
aquí en Calarcá. Algunas siguen acompañándome en la cotidianidad. Todavía me
acontece el milagro de encontrarlas y comerlas en esta etapa de mi vida. Y con
la misma boca degustarlas. Y olerlas con la misma nariz. Y palparlas con mis
manos y con mis palabras pronunciarlas, como las dije siendo niño de cinco o
nueve noviembres. Las observo desde mis seis años, mirando desde un corredor un
árbol de aguacate durante la noche y autointimidándome con dos seres
fantásticos imaginados en tal edad: La Colichuga
y la Machicaga. Primeras entidades
malignas creadas en mi vida de cuentista y poeta. Tales nombres emergieron en
mi mente y entre mi lenguaje, ante el imponente aguacate lleno de frutos que al
madurar caían estrellándose sobre los cafetos o contra la hojarasca del suelo.
Fue aquí en Calarcá. Todavía hay muchos árboles de aguacate que uno puede
saludar caminando por veredas de este u otros municipios quindianos.
Ni la Machicaga
ni la Colichuga se me aparecieron nunca. Tampoco pude aparecérmele a cualquiera
de las dos…
Por las mañanas,
bajaba a recoger ansioso los aguacates caídos durante la noche. En este
momento, siento en mis manos la textura de los golpeados frutos. Y escucho su
color verde. No necesito cualidades sinestésicas para experimentar tal efecto.
¿Cuál de los cien verdes? Desconozco los vocablos adecuados para describir su
olor. Me los hubieran enseñado esas dos quiméricas deidades de las frutas,
inventadas por el niño. Tal vez, inatrapables encarnaciones de la fecunda
vegetación del Quindío, algún día por caminos de Salento, Buenavista o
Quimbaya, adquieran forma frente a mis ojos y me revelen cuanto en esos años
nada dijeron. Ese aguacate es la más remota fruta de mi niñez, que recuerdo. La
primera en lista revelándome la bendita materialidad del mundo, sensualidad de
las formas a partir de turgencias del aguacate, como para entonar completo el Himno a la Materia, de Teilhard de
Chardin: “…Bendita seas, poderosa
Materia, evolución irresistible, realidad siempre naciente, tú que haces
estallar en cada momento nuestros esquemas y nos obligas a buscar cada vez más
lejos la verdad”. Tal vez aquí nació mi atracción por el culo de las
mujeres, por las nalgas femeninas. Mis dedos de niño acariciaban con delicadeza
y asombro la forma suave del aguacate, su lustrosa superficie.
Después vinieron otras frutas hasta mis diez
años de edad. Calarcá llenó de dulces frutas mi niñez y por eso le devuelvo con
intereses tales sensaciones en mis palabras de hoy, con mis textos en prosa o
verso. No sé qué clase de escritor habría sido naciendo en otro lugar de
Colombia, en un candente pueblo de la costa Atlántica sin ver montañas. El
campo calarqueño ha sido y será, hasta mi muerte, mi único gurú real. Único
templo donde me interesa orar. Es la concreta y cercana presencia de Dios en mi
vida y mi obra: comulgo a diario con frutas. Los Pijao, los Quimbaya, cuantos
aborígenes habitaron este sector, rendían culto a sus deidades Nacuco y
Locomboo, ofreciendo frutas, el oro no valorado ni robado por los
conquistadores.
Deseo invitar al Quindío a la novelista
francesa Amélie Nothomb, degustadora de frutas podridas a quien le emociona
verlas, tocarlas, olerlas y comerlas. Con frutos del Quindío, putrefactos o sin
descomponerse, experimentaría copiosos orgasmos por nuestros caminos, sin
necesidad de lúbricos hombres para penetrarla. Sólo frutas entre su boca. Sólo
el jugo deslizándose por su garganta o la pulpa acumulada entre sus labios y
sobre sus dientes. En su orden, estas son las primeras frutas de mi niñez:
chulupas, granadas, bananos, piñas, guayabas, moras grandes y pequeñas, mangos,
dulumocas, naranjas limas de dos variedades, entre ellas la ombligona; naranjas
comunes, guamas, churimas, zapotes, papayuelas, corozos, ciruelas pomas y
guanábanas. Con cada una escribiría ensayos de diez páginas rememorando otras
evocaciones que me despiertan. ¿Cuáles son las tuyas?
Mi más remoto recuerdo de frutas me viene desde los seis años, fue en una vereda de Armenia,Quindío:entre cafetales churimas y cañafistolas. Luego se me cambió el paisaje y a los ocho años, fue en San Carlos, Antioquia: las piñuelas y los mortiños; las primeras me cuarteban los labios y los mortiños me dejaban la boca morada y a los diez años fue en Tierralta, Córdoba donde el borojó y las algarrobas me hicieron su fiesta en disputa con los morrocoyes el primero y con las guacamayas las segundas.Hoy, en Apartadó me recuerda el siete sabores como el nizpero, el tamarindo, la cocorilla, la badea, el caimito, el caimitillo, el madroño y el marañon. Bendito el ensayo que me evocó estas exquisitos sabores, olores, texturas y colores.
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