viernes, 23 de diciembre de 2011

CARL TANZLER, NECRÓFILO ENAMORADO


Carl Tanzler y el cadáver de su esposa

Mi intención inicial era regodearme escribiendo en torno a una lúgubre nouvelle erótica de excepcional morbidez esteticista, modelo de refinada cultura gótica y narrativa dark contemporáneas; y sobre una novelista franco-alemana perturbadora, carente de moralidad en sus obras. Ambas, desde cuando las conocí varios años atrás, me pusieron sobre ascuas literarias formales y sexuales por razones literarias, sicológicas y eróticas.

La poética noveleta, de anormal erotismo por la clase de acciones detalladas, por su fúnebre ámbito donde se incrustan las fijaciones sexuales del protagonista y por la soltura narrrativa de la escritora, se titula El necrófilo, (Tusquets Editores, Barcelona, 1995) prototipo literario del Sturm und Drag, corriente alemana narrativa así etiquetada por la crítica donde el misterio  no tiene lazos con lo policiaco, independiente de tramas ajustadas a la novela negra y el género detectivesco.  La publicó Tusquets Editores en su colección de narrativa erótica La sonrisa vertical, dirigida por el director de cine español Luis G. Berlanga. Tan libidinoso repertorio, incluyendo obras de autores del siglo XIX y XX, nació en 1977 y concluyó en 2002.

La novelista, lesbiana casada con un homosexual a quien ayudó a suicidarse, es Gabrielle Wittkop (1920-2002), transgresora -con su vida y obra- de cuantas normas instituye la sociedad  para ser un escritor políticamente correcto. Luego de sobrellevar, a su vez, un cáncer pulmonar durante varios meses y anticipando también su suicidio, expresó: “Deseo morir según he vivido: como un hombre libre”.  Declaraba presuntuosa y reiterativa: “No tuve hijos. Odio a los niños. No pertenezco a derecha ni izquierda. No me interesa la política. Detesto a las feministas. Soy atea”. Me agrada suponer argumentos y furias femeninas, de parte y parte, cruzados  en una hipotética  polémica entre Wittkop y Camille Paglia, por ejemplo. O con Betty Friedan para no mencionar feministas de primera ola.

Pretendía escandalizarlos con ambas para provocar, en lectores desafectos, una serie de íntimas convulsiones sexuales en la penumbra. Inducirlos a compenetrarse con una parafilia poco habitual, abominada hasta por cuantos se consideran capaces de radicalismos sexuales. Si usted hace el amor sin lascivas irregularidades de por medio y sin desvaríos en la intimidad, aléjese  de El necrófilo  y de Gabrielle Wittkop porque le provocarán malestares y certezas  nada fáciles de cargar. Comentando su novela Serenísimo asesinato, Mercedes Estramil, habla así del talante antisocial de Wittkop: “Uno de los secretos de la misantropía literaria para atrapar al lector consiste en revelarle cínicamente el mundo, provocándole a la vez un malestar y una certeza”. No busque información sobre esta y otras obras de la autora francoalemana. Tampoco va a encontrarlas fácil. Y no voy a prestárselas aunque de tal noveleta regalé 22 fotocopias a varios amigos a quienes deseaba subvertirles y trastornarles un poco sus ponderadas lecturas y su cristiana moralidad. En particular, sus prejuicios sexuales y sensibilidad amorosa.

 El necrófilo hiede.  En lo sexual y religioso, hiede. Estéticamente, hiede y  puede herir sus gustos literarios porque su belleza formal lo atrapará desde las primeras páginas. A partir del párrafo inicial, acompañará  como cómplice observador al necrófilo por sus emociones y andanzas. En su libro Confesiones de un joven novelista, Umberto Eco aclara: “Un texto, que es un artefacto concebido para suscitar interpretaciones, acaba convirtiéndose a veces en un magma de origen profundo que no tiene nada que ver -o aún no lo tiene- con la literatura”.  En particular, la prosa de Wittkop fina y categórica, directa, con descripciones rotundas, puede lesionar su olfato. De esta autora y su brevísima novela pensaba escribir hoy, pero será en otra ocasión. Buscando referencias históricas sobre dicha parafilia, hallé la historia verídica y con profusos documentos de la época, del necrófilo alemán George Karl Tänzler. Sobrecogido por su pasional y amoroso drama, me desvié en mi propósito y ahora es respecto a tan alucinado  amante de quien voy a hablarle…
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“La descomposición celular libera compuestos químicos que contribuyen a la putrefacción. Las células disgregadas por acción de fermentos y bacterias, desprenden metano y sulfuro de hidrógeno, sustancias interpuestas en el proceso. Algunas de ellas son verdoso-azuladas, dándole este color característico al cadáver, además de hincharle. El proceso empieza en el abdomen, cerca del intestino. La lengua puede brotar de la boca.  De los pulmones se expulsan fluidos por la boca y los orificios nasales. Esta situación se incrementa con el olor debido a gases liberados en la descomposición. El sulfuro de hidrógeno, con olor propio de un huevo en mal estado, y el metano”.

Observo una foto de Tanzler, el alemán que durante siete años batalló en Cayo Hueso, isla tropical en el extremo sureste de los cayos de Florida, contra la descomposición, desarticulación y metamorfosis artificial del cadáver de su amada, María Elena Milagro-Hoyos. Su barba blanca semeja la de algunos gurúes sikh de India, sin el turbante característico. Boca prolongada, labios angostos y recatados bajo la barba. Semicalvo. Una corbata de lazo fija su concepto de elegancia, vistiendo tal vez un esmoquin para complementar la notoria pajarita. Tras de las  gafas redondas, mira imperturbable un hombrecillo cuya complacencia sexual agrieta la tradición necrofílica gótica: lejos de la violencia, sin ataques al objeto de su inclinación amorosa y sexual; con la pertinacia tecnológica de quien durante siete años desafía las reacciones naturales en la descomposición del cuerpo de la mujer por la cual se obsesionó, aplicándole al cadáver múltiples dispositivos eléctricos, encerrándolo en jaulas de Faraday,  poniéndole electrodos para darle electrochoques en diversas frecuencias y ritmos pero, en particular, empleando una bovina Tesla capaz de generar arcos de un millón de voltios. Voltaje incapaz de devolverle una sonrisa al cadáver.
 “La descomposición puede retrasarse en un entorno resguardado del medio como los ataúdes, pudiendo el cadáver permanecer reconocible durante meses. En estas condiciones, tendones y ligamentos son más resistentes a la descomposición, mientras que útero y próstata pueden perdurar durante varios meses”.

Antes de referirle quién fue Carl Tanzler y su novelesca relación mortuoria con los despojos de María Elena Milagro-Hoyos, puede ver en internet, entre centenares de páginas dedicadas a este caso de moderna y tecnológica necrofilia, una fotografía de la joven, muerta a temprana edad por causa de una tuberculosis contra la cual nada lograron los ingeniosos inventos del radiólogo alemán. Ni sus sistemas eléctricos. Ni sus empíricos e improvisados conocimientos en medicina, naturismo, biología y electrónica puestos al servicio de María Elena cuando vivía y empleados al máximo después de su fallecimiento. Entre la disminuida población de Cayo Hueso por aquellos años 30, la juvenil belleza de Milagro-Hoyos con sus espléndidos risos negros enmarcando un rostro sensual, despertaba admiración en los isleños.

Pero la despertó sobre todo en Carl, buscando desde décadas atrás la concreción de oníricos vaticinios hechos por su nebulosa antepasada, condesa Anna Constantia von Cosel, asegurándole que encontraría a la mujer ideal. Carl estaba casado desde  1920. Es una “exótica mujer de cabellos negros”, y enfatizaba tal pista en cada aparición. Tan pronto la identificara entre millares de mujeres con negra cabellera pasando frente a su inquisidora mirada, colmaría sus expectativas amorosas y sexuales más allá de todo lazo y  límite humanos. La noble antepasada de Carl, lo obsesionó con dicho detalle corporal. El cabello era la clave para Carl, tricofílico además de necrófilo.

María, con sus frondosos risos cumpliendo a cabalidad la señal anunciada por la etérea condesa, nunca imaginó convertirse en protagonista mortalmente pasiva de una lóbrega historia de amor necrófilo. Elena Milagro, para quien no fue posible el milagro de reanimación vital, iba a ser la romántica Amada inmóvil en diferida descomposición, gracias a Tanzler intentando conservar el cuerpo por todos los medios a su alcance hasta transformarlo, a lo largo de siete años de convivencia, en varias Elenas, al acoplarle aditamentos desfiguradores del cadáver inicial. Incapaz de resucitarla, decidió conservarla. Incapaz de conservarla, a pesar de preciosos ungüentos con partículas de oro que vertía sobre el cuerpo, fue transformándola en esa ideal mujer presagiada por la ancestral condesa. La música de órgano, en el cual era experto Tanzler, tampoco reanimó al cadáver, a pesar de incontables sesiones nocturnas a su amada donde Carl interpretaba piezas tal vez de Bach, Händel, Purcell o Brahms, o acaso del norteamericano Joseph Bonnet y sus obras litúrgicas apropiadas para  los silencios de María Elena tendida en su cama o encerrada en una jaula Faraday.

Este hombre padecía además de heterónimos.  Era Georg Karl Tänzler. Era Carl Tanzler von Cosel. Era Carl Tanzler. Fue Count Carl Tanzler von Cosel. Nació en 1877 en Dresden y murió en 1952 en Estados Unidos. Dicho suceso tiene particularidades literarias, sicológicas, sexuales y patológicas desde lo escabroso hasta lo surreal, pasando por situaciones y escenarios dignos de la más pura narrativa gótica. Como cuando el organista, acatando las súplicas del fantasma de Milagro-Hoyos para que extrajera su cuerpo de tal lugar y lo llevara a vivir con él, hurta el cadáver del mausoleo, transportándolo a su residencia en una carretilla de juguete. Allí, para comenzar una tarea que duraría siete años hasta cuando lo descubren, articuló los huesos con cuerdas de piano y ganchos para ropa. Rellenó las cuencas vacías con ojos de vidrio y para sustituir la piel en avanzada etapa de putrefacción, el conde Carl von Cosel utilizó tela de seda empapada en yeso de París. Cuando el pelo comenzó a desprenderse del cráneo por descomposición del cuero cabelludo, recurrió a una peluca utilizada por María Elena, cuya madre le regaló después del funeral. De lo repugnante a lo delicado, es imposible delimitar fronteras entre lucidez y demencia del personaje. La suya fue una artesanía necrofílica donde amor y sexo se complementaron en escenas sólo conocidas por Tanzler. El par de médicos que efectuaron la necropsia a los restos de María Elena, el doctor DePoo y el doctor Foraker, declaran haber visto incrustado un tubo de metal, envuelto en seda, en la vagina del cadáver para facilitar el intercambio sexual.

El proceso de intento de resurrección y el período de convivencia matrimonial de este moderno Frankestein con el cadáver, lo relata Carl en un Diario que escribió, donde incluyó numerosos y detallados apuntes sobre su acción. En 1947, la revista Aventuras fantásticas publicó su Autobiografía, fuente básica de cuanto material circula en torno al caso. Tal vez Gabrielle Wittkop, para escribir su novela El necrófilo, pensó en el caso Tanzler. Son dos historias, la real y la de ficción, marchando paralelas para  plasmar los juegos mórbidos del inconsciente, la soledad y los amores enfermizos, emociones descontroladas y trances amorosos no resueltos o solucionados a la manera de Tanzler. Otro texto al cual le encuentro aproximaciones temáticas, es el cuento La sonrisa, del narrador británico James Graham Ballard, historia de  Serena Cockayne, un complejo maniquí, “una obra maestra, el producto de un notable virtuoso” y los sentimientos de su propietario inmerso  en  los ámbitos interiores de la Falacia patética. Cuando escriba en torno a la lúgubre nouvelle erótica de Wittkop, facilitaré detalles sobre este extraordinario cuento de Ballard. Mientras tanto, puede leerlo en cuentouniversal.blogspot.com.

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