Obra de Sarolta Ban |
Veinte años atrás. Los calarqueños, sin distinción de estratos socioculturles y económicos, agitaban en sus ojos la cercanía de diciembre. La leve lluvia novembrina, no persistiría hasta navidad. Veinte años atrás… En 1991, aún tremolaban en el parque principal de Calarcá varios vetustos árboles, uno de ellos (el gualanday) sembrado por mi padre, el escritor Humberto Jaramillo Ángel quien, como estos, sobrevivía arraigándose en verano o invierno, a la calidez poética de su tierra. Fueron talados durante las administraciones de una obtusa ex alcaldesa y una lerda ex gobernadora quindianas, mujeres insensibles, dedicadas a la política regional, sin aves, sin vuelos ni huellas de aves en el alma o en los ojos. Con emociones grises y sentimientos más grises todavía. Mujeres de sensibilidades nubosas donde los 104 tonos verdes de la región y el principal de todos, el verdequindío, fueron exiliados sin compasión.
Pobre ex alcaldesa calarqueña. Pobre ex gobernadora quindiana. Pobres. Pobres ambas, si no mueren de árboles y de verdes y de flores en el Quindío, parodiando con rodeos el poema de Miguel Hernández en El silbo vulnerado: “Tristes hombres/ si no mueren de amores./ Tristes, tristes”. Demasiado sombríos quienes no cuiden, desde sus cargos oficiales, el paisaje quindiano urbano o rural.
En el parque Bolívar, de Calarcá, dialogábamos con el escritor Óscar Zapata Gutiérrez, veinte años atrás, mientras la tarde se hacía más amarilla entre las amarillas flores del guayacán, bajo el cual invocábamos la poesía y el pensamiento de algunos maestros orientales. J. Krishnamurti y sus serenas anotaciones sobre el paisaje en Comentarios sobre el vivir. “Las largas sombras del atardecer se extendían sobre las aguas tranquilas, y el río entraba en calma después del día. Los peces saltaban fuera del agua, y las pesadas aves llegaban para dormir entre los grandes árboles. No había una nube en el cielo, que era azul y plateado”.
Paramahansa Yogananda y su Autobiografía de un yogui. Sri Aurobindo y la Síntesis del yoga. El lento descenso de flores alrededor de nosotros, nos indujo durante largo lapso a departir sobre el haiku en particular. Mi amigo, exhortado por el amarillo pétalo de guayacán rozándole un instante la cabeza, extrajo del bolsillo de su camisa una reducida libreta y leyó, emocionado, varios haikus suyos, ceñidos a la rigurosa métricaclásica 5-7-5. Buena parte de ellos en la línea estética de Busón. Perfectos. Envidiable producción poética del hombre lúcido ante el paisaje quindiano. Escritos como si Zapata llevara varios años, algunos lustros escribiendo haiku, investigando sobre este sutil tipo de poesía y caminándola por veredas calarqueñas.
Por aquellos años, mi cardinal interés bibliográfico en el tema era adquirir algún ejemplar del erudito, amplio y autorizado estudio El haiku japonés, escrito por el español Fernando Rodríguez Izquierdo, con quien intenté establecer correspondencia, sin éxito. Dicho libro llegaría a mi biblioteca catorce años despuès, al adquirir el carné de la Biblioteca Luis Ángel Arango y poder solicitar libros a los cuales nunca antes tuve acceso. Nuestra conversación, como nos solía suceder aquellos años con Óscar, y dos decenios después continúa ocurriéndonos igual, era un desbordado torrente intelectual compartido, por el cual navegaban en aquellos días los poetas japoneses Buson, Issa y Basho. Diálogo pleno de variables y contínuas mudanzas, de acuerdo con las emociones compartidas. Fue entonces cuando, recorriendo el parque Bolívar, producto de las inconfundibles euforias literarias, compañeras fieles de Óscar en sus pláticas, y siguiendo el modelo de mi revista Kanora, surgió la idea de crear ambos un periódico diferente a cuantos se publicaban en nuestro departamento, al cual llamaríamos El Elogio.
Nosotros dos seríamos sus propietarios y directores. Nosotros dos, los redactores. Nosotros dos, la planta de colaboradores y los periodistas y los publicistas y los distribuidores. Autónomos por completo para llevar a cabo nuestra periodística idea, ambos conformaríamos el equipo completo de El Elogio, para consolidar sin colisiones internas de ningún tipo, la novedosa particularidad de tal órgano periodístico: elogiar sin medida, elogiar a quien quisiéramos y como quisiéramos. Elogiar por cualquier motivo. En todos los tonos posibles, apelando a todas las figuras literarias. Elogiar sin límites en la adjetivación, sin pudores según lo hacen quienes vituperan. Elogios mesurados o desmesurados, pero siempre con las palabras salvavidas capaces de recuperar la alegría de cuantos la han perdido por la subestimación ajena.
Ensalzar siempre, sin máculas, cuanto pudiera ser noticia, vieja o nueva, en flujo intemporal de eventos y personajes. Resaltar cualidades reales o imaginarias de personas, lugares, cosas, eventos, sin caer en el escarnio. El Elogio, de acuerdo con su llamativo título, nunca condescendería con el más leve insulto. En un momento, determinamos cuántas páginas y secciones tendría El Elogio, publicación calarqueña impresa en una sola tinta para mayor economía. Creo que dimos muchas vueltas al parque y nos detuvimos varias veces bajo el guayacán, ajenos ahora a su florecimiento, definiendo si la frecuencia del nuevo órgano periodístico y cultural sería semanal o quincenal. De algo estábamos seguros: no podía ser mensual, porque había mucho para elogiar y no iba a alcanzarnos el tiempo.
De un momento para el otro, el tema del haiku se esfumó y sólo pensábamos en el original periódico cuyo contenido semanal sería ponderar a cuantos invitáramos a sus páginas gozosas. Comenzaríamos con doce. El arcano XII del Tarot, el Sacrificio, el Colgado, lámina que en el plano intelectual significa enseñanza del deber. Para muchos, elogiar es un sacrificio. Para nosotros iba a ser una disciplina espiritual. Estas doce páginas se multiplicarían número tras número, mientras masajeábamos el ego de los protagonistas. Nuestro producto no tendría competencia. Desplazaríamos, en elogios superlativos, y por cualquier minuciosidad, a tradicionales aduladores periodísticos de la región. Nuestra filosofía sería la del elogio, sin esperar nada en contraprestación. Sin pretender ganancias de ningún tipo. Sin acaparar las pautas publicitarias del departamento. Sin aspirar a puestos, retribuciones, condecoraciones, viáticos, invitaciones a cocteles, a comer o a embriagarnos porque ambos éramos abstemios y vegetarianos.
Elogiaríamos sólo por el placer de hablar bien de los demás. Sólo por el gusto de encontrar y desplegar argumentos en pro de otras personas y sus formas de vida. Yo iba a defender y a celebrar todas las parafilias existentes. Óscar, encontraría sus razones de ser a todas las creencias religiosas paralelas del Quindío y de Colombia. El Elogio actuaría, en esta sociedad de calumnias y de envidias, como lupa en la credibilidad de las personas, desplazando a los proverbiales difamadores de provincia.
Ensayos, crónicas, artículos, entrevistas, reportajes para la alabanza y el aplauso. Textos de celebración. Único en su género, por más pamemos, quitapelillos y turiferarios que pulularan. En realidad, tarea nada fácil porque deseábamos elogiarlo todo y a todos, en este ramo de la información. Sin olvidar detalles, sin omitir rasgos de las personas seleccionadas. Elogio total, sin mezquinar alabanzas en una magnificación literaria y periodística del más decantado y directo fariseísmo humano.
Me entusiasmó la idea propuesta por Óscar porque yo, desde niño, coleccionaba libros relacionados con los elogios. Desde cuando en la copiosa biblioteca de mi padre, buscando sin saber qué libro o cuál autor, inducido por lo vistoso de las carátulas o por el efecto de los títulos, encontré una obra insólita por su nombre, Elogio de la locura, de Erasmo de Rotterdam. Aquí nació mi curiosidad por el sentido de los elogios, sin descartar, de alguna manera, la lectura de las Obras completas de Lucio Anneo Séneca, editadas por Aguilar en 1949, puesto en mis manos por mi tío Rodolfo Jaramillo Ángel, cuando le visitaba en su casa del barrio Popular, de Calarcá.
El niño de escuela no sabía que la locura podía elogiarse. Y poco a poco, en el transcurso de los años, llegaron a mi vida muchos otros libros elogiando algo específico. Obras de filosofía, novelas, ensayos, sociología, poesía, ética, humor. El arte de elogiar adoptaba todos los matices semióticos propios del discurso de la aparente alabanza… O de la auténtica lisonja. He comprendido, desde entonces y con estas otras lecturas, cuanto a Óscar y a mí nos sucedió aquella tarde de alucinamiento periodístico.
¿Cómo finalizó el optimista proyecto? Al día siguiente, ni lo recordábamos. Todas las ideas de la mañana anterior, se habían sumergido en el insondable pozo de los juegos verbales y las anécdotas. Hoy por hoy, es vieja nostalgia de la cual partimos a veces para imaginar otras tareas semejantes. El más reciente proyecto se gestó cuando viajábamos con Óscar y la editora de Cuadernos Negros hacia Manizales. Fue una maravillosa idea editorial de índole fotográfica, con lugares del Quindío. Al día siguiente, ni la recordábamos. Si escribo esta crónica, es sólo para llamar la atención hacia los libros y autores siguientes, en un recorrido por lecturas donde cada cual, si decide comprar tales obras, hallará su merecido:
Elogio de la bicicleta, por Marc Augé.
Elogio de la seducción y el libertinaje, por Lydia Vásquez.
Elogio de la culpa , por Marcos Aguinis.
El elogio de la sombra, por Junichiro Tanizaki.
Elogio de la madrastra, por Mario Vargas Llosa.
Elogio de la infelicidad, por Emilio Lledó.
Elogio de la curiosidad, por Mario Bunge.
Elogio de la desobediencia, por Rony Brauman y Eyal Sivan.
Elogio de la conciencia, por Joseph Ratzinger (Benedicto XVI).
Elogio de la libertad, por Félix Grande.
Vituperio (y algún elogio) de la errata, por José Esteban.
Elogio de la insurrección, por el Marqués de Sade.
El elogio de la lentitud, por Owe Wikström.
Elogio de la cortesía, por Eustaquio Barjau.
Elogio de la palabra y otros artículos, por Joan Maragall.
Elogio de la responsabilidad, por Sergio Sinay.
Elogio de la templanza, por Norberto Bobbio.
Elogio del horizonte, por Susana Chillida.
19. Elogio de la amistad, por Ben Jelloun Tahar.
20. Elogio de la irreligión, por John Allen Paulos.
21. Nuevo elogio de la locura, por Alberto Manguel.
22. Elogio de la nueva milicia Templaria, por Bernardo de Claraval.
23. Elogio de la mentira: en torno a una sociedad de la mendicidad, por Ignacio Mendiola.
24. Elogio del proxeneta, por Luis Miguel Rabanal.
25. Elogio de la ternura, porJaime Rodríguez.
26. El libro de los elogios, por Enrique J. Banchs.
27. Elogio de la sombra, por Jorge Luis Borges.
28. Elogio de la levedad, por Enrique del Risco.
29. Elogio y refutación del ingenio, por José Antonio Marina.
30. Elogio de la dificultad, por Estanislao Zuleta.
Arraigado en Erasmo y su Elogio de la locura, lo admití atrás, este ha sido otro de mis obsesivos y placenteros pruritos de lector, con más de 40 años comprando libros o fotocopiándolos cuando resalta desde el título la palabra elogio. Tal vez usted, amigo lector, conserve en su memoria algún elogio no citado en este breve registro. Motivado acaso por sugerentes títulos de algunas obras, salga a buscar otros libros no señalados aquí. Aunque exhaustiva, mi búsqueda tiene múltiples vacíos. No la incluí completa, con el centenar de tìtulos y autores llegados a mis manos. Tengo sólo obras traducidas al español. Conservo también una relación extraída de internet, esperando encontrarme en el ámbito virtual o en los anaqueles de cualquiera librería de viejo, algunos de dichos títulos. Cuando visito librerías, aunque no aliente esta obsesión literaria, mis ojos descubren en ocultos lomos o carátulas, dicho vocablo seductor. Día tras día, llegan nuevos elogios a mi vida de lector.
En la actualidad, continúo con un libro comenzado quince años atrás, cuando una de mis ex esposas quemó parte de mis libros inéditos: Elogio del haiku, al cual considero obra de madurez, de caminatas por veredas del Quindío y otros sectores de Colombia, rebozante de paz interior, de poesía en los ojos y en los pies. Del sereno espíritu con el cual caminaban Krishnamurti y Robert Walser. Mirada del mundo con la cual anduvieron Santoka y Basho.
Cuando el poeta y minicuentista calarqueño Óscar Zapata Gutiérrez me propuso fundar el periódico atrás citado, ninguno de los dos estábamos distantes del pensamiento de incontables autores desvelados por algún tipo de alabanza, deseosos de compartir sus argumentos y apologías reales o paródicas, de algún tema particular. Es indudable. Todo puede justificarse eligiendo argumentos apropiados.
“Todo cuanto se puede pensar se puede decir, y todo cuanto se puede decir, se puede decir con claridad”, expresó Wittgenstein. Releyendo los libros de elogios atrás citados, constata uno cómo cualquier idea puede convertirse en filosofía de la vida. Elogiar es reafirmar una parte de la existencia. Comulgar de manera sencilla, sin choques, sin divergencias innecesarias ni imposiciones de nuestro ego a quienes nos rodean, con algo en lo cual creemos durante algún momento de la vida.
Un quinto de siglo después, en otro milenio, sábado 8 de octubre de 2011, mientras en el más plácido y fértil rincón de Armenia, Coffee Park, fragmento de bosque propicio para dialogar o silenciarse, recuperado, cuidado y acrecentado por un cívico apóstol del urbanismo ecológico, Jhon Carlos Herrera, (Cra. 11A núm.12 Norte 06 Edificio La Cascada) degustamos un exquisito café y unos panes gratinados leyéndole el texto a Óscar, para inducirlo a revivir aquel escenario calarqueño, con el sincrónico fondo de dos amarillos guayacanes florecidos bajo un cielo azul, Zapata interrumpe de improviso su café y exclama emocionado: “¡Ahora recuerdo el lema que no tuvimos presente hace veinte años para el periódico!... Quien no sea elogiado en el momento, está en camino de merecerlo”.
Borgianos el recuerdo y la conclusión, como la anécdota siguiente. A propósito de una discusión con Macedonio Fernández, novelista autor de No toda es vigilia la de los ojos abiertos, en un ruidoso sitio de Buenos Aires donde sonaba La cumparsita y en torno a la inmortalidad del alma. “Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos para discutir sin estorbos”, comentó Jorge Luis Borges. Alguien preguntó entonces al escritor si decidieron suicidarse o no. Borges, dudoso al respecto, respondió sin titubear: “No recuerdo si esa noche nos suicidamos…”
Cuando existe tanto come alacranes con hiel de sapo, moco de gallinazo apestado, con colmillo raspado de rata de alcantarilla y legaña de murciélago hidrofobico,es bueno un sacrificio en el lunaterio de los deseos encriptados en la memoria del iris de la luna como disco celeste para fijar el asterisco del asombro de un hombre que se hace sombra sobre el hombro con su sombrero. (De los embrujos y encantamientos)
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