Obra de Jim Warren |
1. Lunes
A |
mo el mundo de las putas, caminando por los parques o arrojadas en moteles pero puta a puta, gozosamente. Amo la continua tristeza y fugaz alegría de las putas, pero puta a puta, pacientemente. Amo la carne húmeda de las putas, impregnada de licor y golpes, pero puta a puta, ávidamente.
Amo el silencio de las putas, invadido de palabras ya dichas o pensadas para exprimirlas; y de palabras que nunca expresan cuanto quieren decir, llenas de mentiras que son verdades y verdades siempre falsas, pero puta a puta, reflexivamente. Amo el sexo siempre abierto de las putas, donde toda invitación es un rechazo, pero puta a puta, lujuriosamente.
Amo los pródigos o renuentes besos de las putas, donde sus lenguas danzan de acuerdo con las tarifas y sus bocas esquivas vienen despacio desde algún rincón de la eternidad, pero puta a puta, estrechamente. Amo los inestables precios de las putas, siguiendo sólo leyes del invierno o del verano, del anochecer, más allá de presiones de oferta y demanda y de las miradas del proxeneta, pero puta a puta, económicamente.
Amo la risa desenfrenada de las putas, capaces de reírse de todo y de nada, donde Dios, la vida, la muerte y el amor son siempre chistes inconclusos, pero puta a puta, estruendosamente. Amo las fingidas lágrimas de las putas, porque son sinceras, pero puta a puta, siempre puta a puta. Amo todo esto y mucho más, largo de enumerar aquí por las variedades de putas acompañándome en mi camino, a las cuales puedo amar aunque nunca me amen. En realidad, amo el alma de las putas. No el de la puta –puta –por –puta, sino el de la puta en general.
2. Martes
“Soy alguien, a pesar de Facebook”, dijo alguien.
“No soy nadie, a pesar de Facebook”, dijo otro.
3. Miércoles
Propongo el lema de la subcultura BDSM, para hacer este mundo un poco mejor, más allá de los estrechos límites de las religiones, la política y la moral: “No me gusta cuanto te gusta, pero me gusta que te guste”. En otra traducción: “Tu gusto no es el mío, pero me gusta que puedas practicarlo”.
4. Jueves
A mi tristeza la seducen callejuelas en penumbras. Y a las calles oscuras les encanta mi alegría cuando estoy triste. Es normal, para estas y para mí. Normal cuando el laberinto de la ciudad se lleva en los pies, en el miedo, no soy quien refleja el vidrio de esa vitrina, en saberse solo y nadie entre tantos igualmente solitarios y anónimos. En estas callejuelas encuentro intérpretes de saxofón dormidos en un andén, sin su instrumento, ebrios y suplicando a quienes por allí pasen, conducirlos a sus inexistentes hoteluchos. Lo perdieron todo. Primero extraviaron la música y después el instrumento. Esas callejuelas y mi pesadumbre, son elementos de melancolía adecuados para encontrarme con Modigliani, al cual no es necesario reconocer ni saludar, entre tantos individuos dispuestos a responder si se les dice, ¡hola, señor Modigliani! , ¿cómo sigue usted? Con el débil reflejo de la luz de los faroles sobre empedradas calles, basta. Ellas son el macizo y áspero lienzo donde se pinta cualquier figura, abstracta o figurativa. Ninguna otra luz puede ayudar. En las callejuelas en penumbras, no observo hacia los balcones, aunque desde allí cualquier silueta tras una ventana parece llamarme.
5. Viernes
La comprensión y más que esta, la realización de aquello que no hay para comprender, sucede cuando el individuo al cual se formularon las preguntas sin respuesta, responde con silencios adecuados. Es decir, no responde. Es decir, respondió. Es decir… Susuki expresa esto: “El satori no es ver a Dios tal cual es, como pueden afirmarlo algunos místicos cristianos. Desde sus mismos inicios el Zen aclaró su tesis principal, que consiste en ver dentro de la obra de la creación y no en entrevistar al creador mismo. Este puede que se halle muy ocupado moldeando su universo, pero el Zen puede continuar su propia obra aunque aquel no se halle allí, pues no depende de su apoyo. Cuando capta la razón de vivir la vida, se queda satisfecho”. Preguntaron al místico Sri Ramakrishna, primero de mis Maestros: “Si usted lanza una piedra al infinito, ¿hasta dónde llega? “. Y el santo de Kamarkupur, Bengala, respondió: “Llega a mi mano”. El más viejo y contemporáneo punto de vista para contemplar la vida, y las cosas en particular, es el silencio. No se llega a él sino a través del propio bullicio interior, de la gritería en nuestra vida diaria externa. Toda situación cotidiana es una seria pregunta. Aprendí a responderlas caminando por veredas de Calarcá y del Quindío. Un sector donde florecen paso a paso las respuestas, es la carretera desde Llanitos de Gualará, mi barrio en Calarcá, hasta el municipio de Córdoba, atravesando el corregimiento de Quebradanegra. Siete horas de camino, sin prisa, por uno de los más solitarios y bellos parajes quindianos. Todos lo son, en el Quindío. Si usted lanza un silencio hacia la montaña, hacia el horizonte lleno de árboles y verdes en sus 103 tonalidades, la respuesta llegará al momento, en el sorpresivo pero sincrónico canto de alguna ave al borde del camino.
6. Sábado
De un andén al otro… De un arroyo que atravieso con pies descalzos, a un colgante puente de guadua, desde donde observo una cristalina quebrada… Si recorro una avenida, de una calle a la otra… O si voy por el campo, de una loma a una hondonada. Cuando camino por la montaña, no soy quien salió de mi casa a caminar.
El camino es mi habitual técnica de meditación y nadie me dio iniciación en caminos. Ni ostento soberbios grados esotéricos en caminos. Nada debo a Vivekananda, en una época; ni a Krishnamurti, en otro ciclo de mis búsquedas, ambos con sus caminatas por bosques o ciudades. El primero, vagabundeando espiritualmente por lugares de India, al fallecer Ramakrishna. El segundo, siempre haciendo de sus solitarias e introspectivas correrías por lugares de Inglaterra, Holanda, Suiza o Estados Unidos, oportunidades para ahondar en ese estado de conciencia al cual se refiere insistente y lúcido en sus Diarios, en particular el primero: “No hay movimiento, ni agitación. Sólo completa vacuidad de todo pensar, de todo ver. No existe un intérprete que traduzca, que observe, que censure. Es una inmensurable vastedad totalmente quieta y silenciosa. No hay espacio, ni hay tiempo para cubrir ese espacio”.
No rindo culto a ningún maestro en caminos. Los caminos mismos me iniciaron desde cuando a mis siete años de edad, mi madre me llevaba hasta la finca de mis abuelos maternos. Yoga del sendero solitario, de la calle atestada de gente, si hay alguna de tal tipo para entrar en samadhi. El camino es mi efectiva técnica de meditación y nadie me inició en estos. Acaso el poeta japonés Basho, quien tenía puestos sus ojos en los mismos recodos. Su luna sigue siendo la mía. Acaso el ebrio Santoka, quien tenía dos pies como los míos. Él observaba cerezos florecidos y yo observo cafetos en flor.
No regresarás la misma persona, porque no sólo dejaste mucho de ti por donde caminaste, sino también te apropiaste millares de imágenes, sonidos, aromas, palabras, ideas, luminosidades, sentimientos ajenos a ti, ajenos a tu inicial propósito de caminar para encontrarte contigo mismo y ser con el mundo y en el mundo. Es el natural fruto del caminar. Verificas que desapareces. La vida y el mundo son irreales de un andén al otro, de una vereda a la siguiente. Después de un árbol florecido y otro derribado por la tempestad. De una esquina a la otra o cuando en la ciudad sales de un barrio y entras a otro de estrato opuesto.
Todo desaparece a tu alrededor. Imperceptiblemente. Con la cotidianidad en apariencia invariable pero, sin embargo, con leve, infinita y torrentosa imperdurabilidad. Todo se esfuma de una vitrina a la siguiente. Y el centro comercial no es el mismo, aunque regreses y recorras varias veces el mismo pasillo. El río de Heráclito está ahí, en la calle por donde navegas a diario.
En mis caminatas de estos años, cada día más llenas de poesía y poemas, silencios y músicas; acompañado durante ellas por presencias reales, míticas y fantasiosas; con la alerta percepción que no tuve décadas atrás; encontrándome con personajes anónimos y reales como la chamana de Génova, municipio del Quindío, verdemántica campesina a quien me referiré en próximas páginas de estos Archivos, me acompaña el espíritu casi corporal del poeta y narrador suizo Robert Walser (1878-1956), significativo en mi obra de madurez.
Quien tenga la fortuna de hallar los libros de Walser en su vida de escritor o de lector, de persona que descubren a diario el mundo cotidiano sin perder de vista el inabarcable espacio interior, habrá descubierto una de las fuentes más cristalinas e inagotables de la literatura universal. Importante en este período de mi vida, Walser ha sido un encuentro existencial esencial para mis procesos de escritura y mi visión de la vida. Me identifico con tantas cosas de Walser.
A veces camina hacia mí, por alguna de las veredas del Quindío. Y pasa por mi lado sin hablarme, sin responder mi saludo. A veces camina delante de mí y no puedo ni quiero alcanzarlo. Vamos hacia el mismo sitio y, como muchas veces, desaparecerá tan pronto lleguemos a la ciudad. A veces me sigue, silencioso, queriendo conocer el lugar hacia donde me dirijo. Pero muchas veces caminamos juntos, de día o de noche, nos da igual, y es entonces cuando nos florece el silencio, transformándose en meditación y descubrimiento de lo sagrado de la vida, de la presencia material de Dios en el paisaje quindiano.
A Robert Walser es necesario redescubrirlo para las nuevas generaciones. ¡Urgente!, antes que se desmorone más el mundo. ¡Ineludible!, para conservar el mundo que nos queda. ¡Rápido!, para exhumar en lo humano tanta señal divina y, en lo divino, su manifestación natural diaria por la ciudad y el campo. Su magnitud literaria no tiene fronteras. Las miradas que lanza fuera de sí mismo o hacia adentro, no tienen contornos. Su profundidad carece de fondo. Su estilo es la murmurante voz de Dios, haciendo el recuento de las cosas creadas. Es el más santo de los escritores de Occidente. Maestro Zen sin él saberlo nunca. Walser no tuvo, a nivel teórico, la menor aproximación a las enseñanzas Zen. Sin embargo, nadie más Zen que este, entre poetas europeos de finales del siglo XIX y principios del XX. “La naturaleza era mi jardín, mi pasión, mi enamorada. Todo cuanto veía me pertenecía, el bosque y el campo, los árboles y los caminos. Cuando miraba el cielo, me asemejaba a un príncipe. No hacía daño a nadie, y nadie me hacía daño. Estaba tan a gusto, en un retiro tan grato”, escribe Walser en El poeta.
7. Domingo
Las hemerotecas melancólicas y la soledad de las bibliotecas. Tantas voces entre papel y tan pocas personas para escucharlas y, de alguna manera, conmoverse con ellas. Millares de libros sin quien transite sus páginas. Libros sin recibir la más leve caricia, aunque hablen de amor, sexo y erotismo en encumbrados niveles de refinada sensualidad. Libros sin la menor consideración de nadie. Sólo algunos extraños biblionautas, autores de libros parecidos a los catalogados, los consultan de vez en cuando, por un momento o durante algunos días. Después no vuelven. Estos insólitos hombres se murieron o tienen miedo de regresar y encontrar libros desarraigándolos de su relativa paz interior. Hombres mutando en volúmenes olvidados. Lectores huyendo o sin saber la manera de llegar allí.
Todas estas obras ruegan en silencio por el lector ideal, aunque un lector de tal categoría no existe. Ahora, menos va a existir. No tiene nombre la soledad que espera a los libros de biblioteca. No tiene nombre la melancolía de las bibliotecas en el cercano futuro. Shakespeare suplica. Whitman implora. Lorca demanda. Homero impetra. Millones de fantasmas, desde todos los tiempos, esperan cualquier mano acercándose al libro y abriéndolo y hojeándolo un momento. Por tal motivo, ningún libro es selectivo. Se dejan poseer por cualquier persona que les dedique algún momento, comprendiéndolo o sin comprenderlo. Todos los libros y autores, sin importar su categoría intelectual, cumbres o simas del pensamiento, mendigan la lectura de un renglón, una línea o un párrafo. Proust no exige ser leído en todos los volúmenes de su novela En busca del tiempo perdido. Lezama Lima quisiera ser comprendido por lo menos en un párrafo de Paradiso. Nada más seductor y deprimente que observar Obras completas de autores específicos: miles de páginas que no alcanzaríamos a leer en varios años. ¿Cuántos días de tu vida sacrificarías para leer, en su totalidad, las obras completas de Ágatha Christie? ¿Haz soportado en tus manos el diario de 1.664 páginas, de Adolfo Bioy Casares, titulado Borges, publicado en un volumen por Imago Mundi, (Volumen 101, Ediciones Destino, Buenos Aires, Argentina, 2006)?
Ni los miran. Buscan otro título. Buscan otras impresiones y el libro no tiene cómo llamar la atención del lector. Sólo resaltan lomos con los títulos. Hoy por hoy, sobresale más el logo de la editorial, el diseño de una colección determinada. Si se sacan del anaquel, tal vez se vuelvan un poco más seductores al examinar las carátulas, al encontrarnos con el regalo de sus ilustraciones frívolas, agregado innecesario para estimular la curiosidad del posible lector.
La soledad de las bibliotecas. Particular y extraña soledad, porque hay millares de libros, uno adherido al otro en los estantes de las bibliotecas, acompañándose sin decirse nada. Se ignoran. El más notable y el más oscuro. Cada autor es una multitud. Por ejemplo, un libro de Borges, multitud. Uno de Kafka, multitud. Uno de Goethe, multitud al lado de otros semejantes. Multitud e individualidad, allí solitarias como libros. Autores y obras que nadie lee, nadie recomienda, nadie recuerda. A quienes nadie pregunta nada de cuanto sus autores pensaron. Ideas por las cuales muchos de ellos perecieron. Libros señaladores de las corrientes culturales de naciones y culturas influyentes. Libros que hicieron nacer héroes o formaron legiones de cobardes.
Soledad de las bibliotecas. La mayor de las soledades, porque parece que hubiera allí entre ellos mucha gente, capaz de hacerse escuchar. Sin embargo no sucede así. Ni Aristóteles ni Séneca. Ni Freud ni Einstein. Ni Dostoyevski ni Philip Roth. Ni Baudelaire ni Baudilio Montoya. Ni Eduardo Arias Suárez, Adel López Gómez o Humberto Jaramillo Ángel. Esos libros siguen allí, sin lectores, sin miradas deslizándose por sus hojas, sin dialogar con alguien al cual confesar los asombros del poeta y los interrogantes del científico, del filósofo, del artista, del sociólogo. La gente pasa cerca de ellos y no los determina porque es otro el autor buscado. Allí envejeciendo entre estantes, cada vez más vetustos y olvidados, será un golpe de azar, hermosa sincronicidad, si el lector entra en contacto con alguno de ellos y sus autores, no mediante la publicidad sino porque lo necesitaba su alma, lo requería su corazón. La soledad de las bibliotecas, triste melancolía, gozosa soledad donde, entre el autor y el lector del libro, pueden llegar a tejerse destinos, vidas, sucesos imposibles de prever. El más milagroso de todos: encontrarse ambos y establecer algún vínculo.
8. Lunes
En la escala de la flor, sólo Dios tiene probabilidades de ser verdadero. De igual manera, en la escala de lo divino, sólo la flor tiene probabilidades de ser verdadera. Al poeta le corresponde, cuando descubra los elementos de esta ecuación bimembre y antagónica, verificar el porcentaje de probabilidades de la una y el otro, cuando se le revela en su camino un árbol florecido, un bosque de anturios negros por un sector de Peñas Blancas, en Calarcá, Quindío, un bonsái en flor o la presencia de Dios en toda la obra de Bach.
No hay comentarios:
Publicar un comentario