lunes, 26 de diciembre de 2011

EL JUDÍO ERRANTE EN EL QUINDÍO



Obra de autor desconocido.

                                                            A ese pasajero amigo quien
                                                            era y no era el Judío Errante.    
                                                            Donde se encuentre...        


Cuando nos conocimos, al coincidir ambos una noche en la finca El Manantial, detrás de Peñas Blancas -Calarcá, Quindío-, se presentó como Larry. Nada insólito hasta ahí. Congeniamos a primera vista, esperando los plátanos asados y los apetitosos chorizos preparados por Laurita Olarte de Simmons, dueña de casa.

El frío de la niebla cordillerana calándose a la modesta cocina, hacía más entrañable el crepitar de leños ardiendo en el fogón de ladrillo y cemento. Para entrar en confianza respondí, ofreciéndole mi mano, Senegal con ese de zapato, mucho gusto.  Puntualizó, prensando mis dedos con los suyos: el Caminante. Sin apartar mis ojos del acentuado gris de los suyos, pensé: otra sincronicidad para el pródigo inventario de cuantas florecen persistentes en mi vida. La semana anterior había consultado textos de Edgar Quinet, Shelley y George Croly. En particular, la novela de Maturín, Melmoth el errabundo. Y el tercer volumen de Los sonámbulos, de Herman Broch, en torno al personaje frente a mí, afable y dispuesto al diálogo. Cuando reafirmó, sin sentirse aludido por mi perplejidad, sí, Larry el Caminante, sólo atiné a interrogar, aprovechando la ausencia de la anfitriona quien salió a traer unos platos, ¿Michob-Ader? El mismo, dijo mientras torné a preguntar, ¿Buttadeu? También, Senegal.Y Joseph Cartaphilus y Juan Espera de Dios, agregó.

¡Ahasverus!  Ahasverus… En una distante finca de Calarcá circundada por cedros rosados de diferentes edades, estaba yo con el Judío Errante, quien no venía a Colombia desde finales del siglo XVI, cuando visitó en Tunja la iglesia de Santo Domingo, barroca joya de la sobresaliente arquitectura religiosa latinoamericana, con su templo rebosado por incrustaciones de conchas marinas, porcelana y cristal de múltiples formas. Circula una leyenda al respecto, le comenté. No la conozco, repuso. Mientras nuestra amiga entró apresurada a la cocina a retirar los plátanos y chorizos de la parrilla, confronté con Ahasverus su pretérito evento, sobre el cual asentía con leves movimientos de cabeza, mientras lo escuchaba narrar…

Durante la celebración de Semana Santa, en Tunja, a innumerables feligreses de medrosa piedad cristiana, los perturba la sombría escultura en madera de El Judío, la cual, junto con El Nazareno y El Cirineo, integran un dramático paso importante en las procesiones. Estas tallas en madera, policromadas en talleres tunjanos de segunda mitad del siglo XVI, pertenecen a la iglesia de Santo Domingo. Desde la Colonia, se ubicaron en el mismo sitio: El Nazareno, en la mitad, cargando su cruz hacia el Calvario; el Judío, adelante, tirando a Jesús de una cuerda y atrás, Simón, ayudando a Jesucristo a llevar su cruz.

 La oscura estatua del Judío, desde cuando llegó a la citada iglesia, generó aprensión, visible inquietud no sólo entre la grey tunjana sino en poblaciones limítrofes amalgamando historias y leyendas con el devenir de los años. Numerosas personas católicas o agnósticas, aseguran haberla oído hablar, lamentarse y suplicar. En noches de plenilunio, se desplazaba sigilosa hasta la cocina del convento a buscar residuos para alimentarse. Un día, el judío errante visitó el convento de Santo Domingo. Guiado por un irresoluto dominico, entró a la ermita donde reposaban las tres estatuas y en la recóndita penumbra de la celda preguntó  a la del Judío de Santo Domingo si sabía quién era él. Al responderle afirmativa la estatua, Ahasverus replicó: “El mismo soy. La esperanza de la humanidad descansa en este martirio y esta muerte ocurridas hace 16 siglos y que yo presencié. Por la sinceridad de tus dudas y por cuanto has padecido, fui enviado para darte mi testimonio”. Al concluir su diálogo con el Judío de Santo Domingo, el errante recorrió los claustros del convento, los abandonó y siguió por el mundo hasta la consumación de los siglos…

Ahasverus sonrió cuando finalicé el relato. Sí, tal leyenda conserva algunos mínimos elementos de cuanto allí me sucedió con el padre Luis como testigo. Un poco escéptico ese hombre a pesar de su condición clerical, advirtió, mientras terminaba de comerse el plátano masticado con lentitud. En versiones más intimidantes, dicha leyenda atribuye colmillos de vampiro a la ingenua talla del judío, precisé. Mirando hacia el techo de la cocina, Ahasverus aclaró, en esa estatua hay un elemento oculto, revelador para quienes  lo descubran y descifren su significado. Pasa inadvertido para turistas, fanáticos religiosos y hasta para los administradores de tal monumento arquitectónico.

 Salimos al patio donde nos sentamos en una rústica banca de cedro, entre la neblina envolviendo la casa. Hablé con Ahasverus escuchándolo durante largo lapso, hasta cuando cerca de la madrugada se disipó la niebla, permitiéndonos observar la luna llena, cercana desde donde asistíamos a su luminosa presencia. Elevó el brazo y con la mano hizo gestos acariciadores al aire. El satélite era un pequeño globo amarillo entre sus dedos.

No voy a extenderme, para este prefacio, en otros sucesos y otros escenarios del Quindío y del Valle del Cauca, compartidos con Ahasverus durante tres meses. Llegó a mi vida no por azar, en el cual no creo, sino por sincronicidad. Chopra en su libro Sincrodestino, analiza las coincidencias como mensajes codificados fluyendo de la inteligencia circunscrita o del Universo-Dios, y proponiendo la vida cual novela de misterio donde debemos estar alertas para detectarle significados y hallar al final la verdad. Las sincronías son inusuales, inesperadas, no construidas ni controladas por el ego humano. En este sentido, son milagros de conjunción entre nosotros y los sucesos del mundo. No podemos hacer que este tipo de milagros ocurra, pero podemos recibirlos y darles hospitalidad en nuestro espíritu. Tales sincronicidades venían entretejiéndose en mi cotidianidad desde febrero de 2010, cuando leí los libros del ruso Borís Muraviev, historiador y filósofo en la línea del Cuarto Camino. Gnosis; cristianismo esotérico: estudios y comentarios sobre la tradición esotérica de la ortodoxia oriental. Ahasverus estuvo en Calarcá noventa días, hasta el primer jueves de julio, cuando partió sin despedirse. Venía de Salvador de Bahía, Brasil, región saturada de practicantes de Umbanda quienes aprovecharon los conocimientos alquímicos del errabundo sabio.

Recordé, aquella noche de nuestro encuentro en El Manantial, a Jacobo Basnage en su Historia de los judíos, identificando no uno sino tres judíos errantes: Samer, experto fundidor en la época de Moisés. Catafito, soldado pretoriano bajo órdenes de Poncio Pilatos.Y Ausero, insolente zapatero quien empujó a Jesús cuando este quiso descansar unos segundos en su trayecto hacia el calvario. ¿Cuál de ellos eres?, le interrogué. Aarón recibió mi ayuda para fundir el becerro con los zarcillos de oro donados por las mujeres y todo el pueblo, mientras Moisés discutía con Jehová en el monte de Sinaí, precisó Ahasverus, evocador.

 Lo alojé en mi hogar, Llanitos de Gualará, manzana 7 casa 17. Aparentaba menos de 60 años este atlético cincuentón con rostro de cuarentón y sonrisa de veinteañero. En sus ojos se amontonaban los siglos, el insondable vacío del pretérito, el presente y el futuro contenidos en la incertidumbre del forzado vagabundaje. Sobreaguaba tanto en sus ojos la historia de Ahasverus, que no pude dejar de compararlos y se lo confié esa noche a Larry, con los de Lázaro resucitado, según lo describe el novelista ruso Leónidas Andreiev: “En los ojos de Lázaro no se pintaba la intención de ocultar nada ni de decir nada  tampoco, sino la frialdad de un alma en absoluto indiferente”.

Conocí al autor del Diario de Satanás en Filandia, Europa, donde se exilió luego de la revolución rusa, confesó Ahasverus especificando: Murió creyéndome Lázaro. Inspiré tal personaje. Estuve en el funeral de Andreiev y te cuento algo  en apariencia insignificante, pero de hondas implicaciones emocionales para mí: Al perro siberiano, compañero durante sus últimos tres meses de vida, animal que nadie sabe de dónde apareció y por qué se encariñó tanto con Leónidas, y descrito por este veinticinco años atrás en uno de sus primeros libros, -con asombrosa exactitud y semejante al que aparecería meses antes de su fallecimiento-, el escritor me suplicó llevarlo conmigo. Así lo hice. Murió de frío en montañas del Cáucaso, cerca del glaciar Gegeti por tierras de Kasbegi. Conmovedor ese cuento de Andreiev, afirmó Ahasverus, sobre todo para quienes fuimos amigos de Lázaro… antes de resucitarlo el Nazareno. 

Aquella información que no cabe en Internet y nunca atiborrará sus profundas bodegas virtuales, está en las revelaciones del judío errante. Recorrimos solitarios caminos veredales del Quindío. En Génova, deambulamos por Pedregales, Cumaral, Las Brisas, La Topacia y El Cedral.  Desde Caicedonia, una noche salimos hacia Sevilla acompañados por el poeta Carlos Alberto Agudelo Arcila, quien durante la estancia de Samer en el Quindío, fue de los pocos en identificarle. Ahasverus leyó entusiasmado varios capítulos de la novela dadaísta de Agudelo y elogió muchas de sus páginas. Tzara las habría firmado como suyas, aseguró al embriagado poeta.

 Una tarde al regresar de la vereda calarqueña El Pencil, en una de cuyas fincas nos prepararon un apetitoso desayuno con caldo de papa criolla, rebosante de verde y aromático cilantro cultivado allí mismo, Larry se detuvo y precisó, aquí encuentro la paz que no he hallado en otros lugares del mundo. Quindío y su área rural, las callecitas de sus pueblos y el campo calarqueño, son sitios ideales para el regreso de Jesús, donde me gustaría descansar tan pronto este drama finiquite. Mas no sucederá lo uno ni lo otro. Como si fuese poco mi peregrinaje por este mundo, ahora debo recorrer también el virtual. A Luzbel y a mí, la eternidad  -gracias al universo de Internet- se nos alargó un poco. Para el Redentor, quien promete venir y para ustedes esperándole en vano, ocurrirá igual.

Respetábamos nuestros silencios al caminar, interrumpidos sólo cuando Ahasverus, señalándole una planta determinada sobre la cual deseaba saber algún detalle no incluido en libros, me  explicaba sus propiedades medicinales. Al preguntarle por la práctica del Amaroli, en serio y bromeando respondió: ¡Más de 2.000 años bebiéndola!  A esto debo mi inmortalidad. Enfermo sólo un poco cada centuria. Al embeberse con el canto de alguna ave nativa del Quindío, región donde vuelhabitan 400 especies diferentes, entre ellas: Barranquero coronado, bichofue gritón, batará carcajada, arañero cejiblanco, dacnis turquesa, rastrojero pálido, eufonía gorgiamarilla, ermitaño verde, tángara lacrada o tres pies, me revelaba claves musicales para interpretar su lenguaje y acceder a sus intimidades.

 Por ejemplo, las relaciones melódicas entre el canto del jilguero aliblanco, el zumbador ventriblanco o el tucancito rabirrojo y la poesía de Rumi, Hafiz y Attar. Con frecuencia, Samer tomaba notas en varios idiomas. Su manejo del español era impecable. Deteniéndose en cualquier recodo de los senderos, extraía de su bolso una libreta y escribía breves párrafos, sin interrupción. Después continuábamos sin decirnos nada, para no interrumpir las revelaciones poéticas del paisaje quindiano a nuestros sentidos y nuestra conciencia. Y la madrugada y la tarde y la noche, siempre estaban iluminadas aunque nos envolviéramos  entre neblina tantas veces.

 Cuando se fue… ¿olvidó varias de sus libretas de apuntes o me las dejó a propósito? El escritor calarqueño Óscar Zapata Gutiérrez, al cual se lo presenté como Larry, sin revelarle su identidad por aquellos días, fue quien al puntualizar la letra de Ahasverus y hojear una de sus agendas parecidas a la Moleskine que él usaba para sus apuntes, destacó el parecido de aquella letra con los diminutos grafemas de Robert Walser en sus Microgramas.

 Más legible su grafía y menos comprimidas las palabras, señaló Oscar a Ahasverus. El judío errante le miró, hablándole melancólico al recordar a Walser, caminé mucho, mucho al lado del poeta suizo sin ser observado por él, aunque en ocasiones me descubría en algún lugar, sin inmutarse ni preguntar nada. Walser, el solitario caminante Robert Walser cargaba, sin lamentarse, un destino semejante al mío. Fardo igual, de extraña levedad aunque pesaba toneladas de soledad y asombro. “Él no era solamente un nómada urbano, también le gustaba emprender largas caminatas por el campo. Recorría trayectos increíbles en muy poco tiempo. De día o de noche, eso le daba igual. Iba a pie de Munich a Wurzburg en un día. O en dos jornadas de Berna a Ginebra pasando por Friburgo y Lausana. O de medianoche a medianoche desde Berna al monte Niesen. O a Sumiswald y Huttwil y Burgdorf y Buren. El fue un gran paseante”, escribió Jürg Amann en la Biografía literaria del novelista suizo.

Oscar y Ahasverus simpatizaron. En el automóvil de aquel viajamos hasta Cocora, buscando un discreto lugar donde Larry pudiera bañarse desnudo. El minicuentista calarqueño quedó sorprendido con cuanto le develó sobre  la organización B.O.T.A. Fue quien puso a Foster Case en contacto con el doctor Fludd, sugiriéndoles suprimir los ceremoniales basados en cristalomancia. En cierto momento del diálogo, creí que Óscar descubriría quién era su informado interlocutor o este revelaría al calarqueño su identidad.

Decidí publicar en Cuadernos Negros parte de las anotaciones de Ahasverus. Varios volúmenes, suprimiendo algunos fragmentos. Tal vez nunca encuentre de nuevo a quien jamás leerá este prefacio de ficción, encubriendo su realidad o la mía. Presentaré como  propias parte de sus anotaciones, sin pudor literario. Al fin y al cabo, las considero mi patrimonio poético, existencial y literario en el sentido de ser ellas continuidad de intempestivos monólogos que cada uno sostenía junto al otro, cuando al silencio lo resquebrajaban determinadas emociones producidas por las montañas quindianas, por la gente saludándonos en los caminos, por los animales todavía confiando en la bondad humana o por la profusa flora cuestionando nuestras difusas intelectualizaciones. Los guayabos en cosecha, impresionaban a Larry, quien exprimía entre sus manos frutos maduros para  impregnarlas con su miel y su aroma.

Sólo resta parodiar: A Senegal cuanto es de Senegal y al judío errante cuanto es de Ahasverus. 

1 comentario:

  1. yo me conozco otra igual en esta es un judio el cual era muy malo pero tras perder sus recuerdos se convirtio en una persona buena esa es la historia de un gran rabino el judio errante del bien que retorno al buen camino

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