sábado, 3 de marzo de 2012

ALGUNOS RECUERDOS DE LA EXTRAORDINARIA VIDA DE SILFLERINO DE MEGOTAY BARBUJO






ESE QUE USTED ACABA DE RECITAR, es uno de los poemas que todos conocen en el pueblo porque a Silflerino le encantaba. Mis hijos se lo saben completo y yo también. Aunque, para ser sincera, el que a mí más me gusta es este:                         

Togrinavi es un totiga
que cerepa de dóngoal,
es un toga tocipielim,
toniane y tóngueju.
Le tangus las sadinsar
y es goami del tónra,
es un toga muy bleciaso,
mi totiga de dóngoal.

¿Qué le extraña más? ¿Que el niño tuviera facilidad para aprender y recitar poemas al revés, o que se llamara así? Así se llama y estoy seguro de que usted no ha tenido ningún alumno con este nombre: Silflerino de Megotay Barbujo. El profesor y los demás niños, simplemente le llamaban Barbujo, por  su apellido, pero quienes lo escuchaban creían que era un apodo y sonreían maliciosos.

Silflerino. Un poeta del pueblo le encontró significado al nombre. Explicó que era silbar y flechar la risa nocturna. Así se llamaba y lo llamaban en su barrio, por el pueblo y en el salón. Cierto día, lo invitaron a Bogotá para que representara a los niños inteligentes de su vereda y porque tenía la particularidad de cantar al revés, decir chistes al revés, adivinanzas y refranes al revés y hasta trabalenguas al revés. Quienes lo escuchaban, se quedaban mínimo una semana hablando igual. Fueron entonces a Bogotá para presentarse ante el Rey y sus primeros ministros. Si los dejaba hablando al revés, algo bueno pasaría en el reino. Allí, Silflerino les dijo cómo se llamaba, y cuando repitió nueve veces su nombre todos le creyeron, mientras sonreían mirándose entre ellos.

“Bonita manera de recibirme”, pensó Silflerino alistándose con todo su repertorio al revés. El único enojado fue un gato blanco que le arañó la mano. Era el gato del Rey al cual Silflerino se acercó cantándole una breve canción. Todos los gatos del mundo comprenden las canciones que se interpretan al revés y las escuchan con atención. “Estas siete, son las razas que mejor escuchan los poemas al revés”, enseñó Silflerino al Rey, la Reina y los Ministros: gato Cartujo, gato Siamés, gato Persa, gato Abisinio, gato Himalayo, gato Azul ruso y gato Angora.

Le interpretó varias nanas para niños que en su escuela los profesores de preescolar le hacían cantar durante izadas de bandera. El gato blanco del Rey, maulló al finalizar Silflerino y huyó ladrando en voz baja. Todos lo escucharon pero ninguno dijo nada porque, como era el gato preferido del Rey, su mascota privilegiada, nadie iba a mostrar extrañeza por sus indiscretos ladridos. Cuando el gato es del Rey, aunque ladre o relinche…

Volvamos al principio. Usted no me ha preguntado quién le puso ese nombre al niño. Alguien debió ser, pero no estaba por ninguna parte para averiguarle detalles. Silflerino de Megotay Barbujo no tenía padres. No se le haga raro. En este reino millares de niños no tienen padre ni tienen madre, sólo abuelas pobres a quienes nadie envía torticas ni miel, como sucedió con la abuela de Caperucita Roja. Pues sí, tenía y no tenía, porque a Silflerino lo adoptó una anciana que vivía en las afueras del pueblo, en una temblorosa casa de bahareque.

La señora se llamaba Bufanda de Megotay Barbujo. Como el niño, sí señor. A veces los muchachos para indisponerla le gritaban: “¡Brujanda!”, pero ella lo único que hacía era sonreírles, levantar el brazo y hacer gestos con la mano. Entonces a los muchachos les comenzaba a picar la cabeza como si tuvieran piojos. Eran pocas sus referencias al pasado del niño y nadie iba a molestar con tanta preguntadera, a una vieja bondadosa que alimentaba en su casa varios niños sin hogar, cuatro ancianos desamparados y siete perros abandonados por sus amos. Era el nombre de ambos y no voy a discutir por eso.

Venía contándole del niño. Todos en el pueblo le llamaban Silflerino. Otros le decían Megotay. Silflerino es un nombre para pronunciarlo suave, como soplando una flauta de bambú. En cambio, ¡Megotay!, había que escuchar la fuerza con que le gritaban al muchachito, ¡Megotay!, por el pueblo. Y los profesores le conocían como Barbujo. Silflerino acudía donde lo llamaban. Volteaba a mirar o alzaba el brazo y movía la mano con gestos parecidos a los de doña Bufanda. No me va a creer esto por lo extraño: cuando Silflerino alzaba su brazo, descendían palomas y pájaros a reposar en su mano. Todas las aves del entorno querían a Silflerino y por eso en su pueblo nadie tenía jaulas ni los niños conocían las caucheras.

Las aves volaban y caminaban por todos los lugares del pueblo, sin nadie que las ahuyentara. Un escultor les hizo diferentes esculturas en madera, cemento, alambre y raíces. Es de verdad, se llama Germán Arias y ahora vive en Medellín, en el corregimiento de Santa Helena. Es el único corregimiento de Colombia con esculturas de pajaritos por varios lugares, porque las estatuas siempre se las hacen a los guerreros y nadie piensa en pájaros, mariposas, armadillos o mermudios.

“Es porque entienden la manera de Silflerino hablar”, comentaba la gente viéndolo cubierto de golondrinas: golondrina Ceja blanca, golondrina Barranquera, golondrina Negra, golondrina Tijerita, golondrina Doméstica, golondrina Parda, golondrina Zapadora, golondrina Rabadilla canela, golondrina Ribereña, golondrina Cabeza rojiza, picaflor Común, picaflor Bronceado, picaflor Garganta blanca, picaflor Corona violácea, picaflor de Barbijo, picaflor Rubí, Colibrí Grande, picaflor Cometa, picaflor Vientre blanco.

Aceptemos que doña Bufanda fuera madre del niño. Lo encontró entre una caja de cartón, abandonado en el parque del pueblo. La caja estaba llena de flores de guayacán lila, que no lograban esconder la sonriente cara del bebé. No tuvo ninguna dificultad para adoptarlo y quedarse con él. Nadie lo reclamó y ya transcurrieron ocho años desde la madrugada en que varias golondrinas Tijerita cuidaban  la caja donde manoteaba el bebé.

Doña Bufanda fue donde el párroco y dispuso que se llamaría Silflerino de Megotay Barbujo. Cuentan quienes la conocen, que alguien le recomendó tal nombre para traerle suerte al niño. Yo no sé nada, pero en la casa de doña bufanda vivió durante varios meses un extraño peregrino que vestía túnica blanca, consejero de aquella. Como era de esperarse, el sorprendido sacerdote preguntó boquiabierto por qué iba a darle ese nombre al niño. “Silflerino…Silflerino…”, repitió el buen hombre, indeciso y extrañado. “¡Silflerino!”, ordenó doña Bufanda, “¡claro que Silflerino y complételo con de Megotay Barbujo!”.

Pues bien, así sucedió y hasta la pila bautismal llegaron más pajaritos de los que se podía admitir en un acto de estos, pero el párroco no protestó y dijo que eran cosas de Dios. Como ella cumplía con sus diezmos, participaba en la fiesta de la Virgen, colaboraba con los pasos de Semana Santa y todos la querían en el pueblo, al bebé lo bautizaron Silflerino. Y Silflerino se quedó. Doña Bufanda sonrió agradecida invitando al cura para que al día siguiente pasara por su casa a comer sancocho de gallina.

Pronto tengo que irme, pero todavía puedo contarle algo más. No demora el turno de las doce y no puedo dejarlo pasar porque el otro sale a las tres. Silflerino creció hablando solo en la casa, por el patio y por las calles del pueblo. Le gustaba hablar solo, como si alguien invisible lo escuchara haciéndole preguntas de vez en cuando. Hadas, duendes, gnomos, imaginaciones, yo no sé. Las veces que lo vi, daba la impresión de que había alguien a su lado, entretenido escuchándole sus poemas al revés, en un juego mutuo donde Silflerino en ocasiones reía sin parar, corría como si apostara carreras con alguien o se quedaba atento, escuchando quién sabe qué historias. Sabía muchas diferentes de Caperucita Roja.

¿A usted también se lo contaron? Es cierto, en  ocasiones se veían dos sombras: la suya y la de otra persona, sombra como de otro niño cerca de la suya. Mucha gente, pero mucha, las vio. Al principio pensaron mal de él y de doña Brujanda, pero con el paso de los meses todo se calmó. “Que no es normal”. “Es un niño especial”. “Es bobito”, decían sus compañeros, pero no por mucho tiempo. Bastaba ganarse el cariño y la amistad de Silflerino, para que la gente cambiara sus actitudes agresivas.

Nadie sabe quién le enseñó todas esas adivinanzas en verso que a veces decía al derecho y casi siempre al revés, según la temperatura, con mucho sol o lloviznando, nublados o transparentes el amanecer y el atardecer, con viento o sin viento. De las que más me acuerdo… ¿Quiere escuchar algunas?... Las dos primeras son de las que él usaba en verano. Y la última, de las que interpretaba en invierno:

Sajervia  mosso
de grosne dostives,
jobade de las jaste
mosceha los dosni.

Un tochibi dever
breso la redpa,
rreco que te rreco,
cabus qué merco.

Con su sari raneñama
dato la yapla taroboal,
radocapes y ranerima.


Silflerino tenía memoria prodigiosa. Esto de “prodigiosa” no lo digo yo. Lo afirman profesores que lo conocieron. Los compañeros de Silflerino exclamaban sorprendidos: “¡Qué bacano!”. No, doña Bufanda no sabía versos, ni poemas ni nada de esas cosas que contaba el niño. Con decirle que ella fue la primera sorprendida. Cuando entró a la escuela, Silflerino ya iba aprendido, digo yo. Además encontró un profesor que le estimuló ese talento. Uno a quien le gustaban los libros viejos y que se ha especializado en recoger los que nadie quiere, que estorban en las casas. Libros que todos olvidaron para qué sirven. Ese profesor comienza las clases leyendo a sus alumnos un cuento o un poema. A partir de eso, Silflerino adquirió más habilidad hablando al revés. Oiga le digo: se le escuchaba bien. Musical como los discos que llaman clásicos.

Leía un poema que le agradaba y durante algunos  días lo repetía al revés, diciéndoselo a sus          compañeros y a cuantos querían escucharlo por el pueblo. La fama que adquirió le hizo ganar el concurso para viajar a Bogotá, donde el Rey.

Nadie rechazaba el curioso lenguaje de Silflerino.  Hasta para las aves era agradable. Cuando Silflerino declamaba el poema, siempre llegaba un pájaro a reposar sobre su hombro o su cabeza, escuchando encantado su dulce voz. ¿Qué opinaba doña Bufanda?... Doña Bufanda reía. Reían doña Bufanda y Silflerino y las aves y quienes estaban ahí, aprendiendo el lenguaje al derecho y al revés.

Silflerino se entusiasmaba haciendo reír a doña 
Bufanda, quien para recompensarlo aumentó las porciones de cuchuco amarillo que ponía por el patio a las aves. La casa se llenó de pájaros de diversos colores y especies, que bajaban de la montaña a escuchar los poemas de Silflerino. Varios turistas españoles le tomaron fotos y grabaron las adivinanzas que decía, pero en particular las aves que llegaban a escucharlo. Decenas de las muchas especies que hay en esta región. No podían creerlo. Yo no lo vi, pero uno de los profesores contó que esas fotos las incluyeron en un blog de internet, donde Silflerino parecía un personaje de la película Tideland, amigo de Jeliza Rose.

A Silflerino la fama no lo cambió. Ni cuando 
regresó de Bogotá con regalos para los niños de la escuela. Quienes cambiaron fueron sus amigos. El reto, cuando escuchaban declamar un poema al revés o plantear acertijos, era dejarlos al derecho en el menor tiempo posible. O a medida que Silflerino los decía, iban repitiéndolos de manera correcta, devolviéndole a los poemas su sentido original.     
                            
¿No es profesor?... ¿Ni periodista?... ¡Cuentista! ¿Y 
sí cree que le van a creer lo de Silflerino? ¡Ahí viene el jeep de turno! Qué pena, señor, tengo que irme. Ya sabe dónde encontrarme. Le puedo contar historias de Silflerino como para que haga un libro. Oiga, y no olvide escribir en su cuento que Silflerino recorre con doña Bufanda los pueblos del reino, narrando al revés cuentos de los hermanos Grimm, Alicia en el país de las maravillas y fábulas de Rafael Pombo.

Calarcá, mayo de 2009



Primer puesto VII Concurso regional de cuento infantil escrito por docentes, Comfenalco, Quindío, 2009.





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