ESE QUE USTED ACABA DE RECITAR, es uno
de los poemas que todos conocen en el pueblo porque a Silflerino le encantaba.
Mis hijos se lo saben completo y yo también. Aunque, para ser sincera, el que a
mí más me gusta es este:
Togrinavi
es un totiga
que cerepa de dóngoal,
es un toga tocipielim,
toniane y tóngueju.
Le tangus las sadinsar
y es goami del tónra,
es un toga muy bleciaso,
mi totiga de dóngoal.
¿Qué le extraña más? ¿Que el niño
tuviera facilidad para aprender y recitar poemas al revés, o que se llamara
así? Así se llama y estoy seguro de que usted no ha tenido ningún alumno con
este nombre: Silflerino de Megotay Barbujo. El profesor y los demás niños,
simplemente le llamaban Barbujo, por su
apellido, pero quienes lo escuchaban creían que era un apodo y sonreían
maliciosos.
Silflerino. Un poeta del pueblo le
encontró significado al nombre. Explicó que era silbar y flechar la risa
nocturna. Así se llamaba y lo llamaban en su barrio, por el pueblo y en el
salón. Cierto día, lo invitaron a Bogotá para que representara a los niños
inteligentes de su vereda y porque tenía la particularidad de cantar al revés,
decir chistes al revés, adivinanzas y refranes al revés y hasta trabalenguas al
revés. Quienes lo escuchaban, se quedaban mínimo una semana hablando igual.
Fueron entonces a Bogotá para presentarse ante el Rey y sus primeros ministros.
Si los dejaba hablando al revés, algo bueno pasaría en el reino. Allí,
Silflerino les dijo cómo se llamaba, y cuando repitió nueve veces su nombre
todos le creyeron, mientras sonreían mirándose entre ellos.
“Bonita manera de recibirme”, pensó
Silflerino alistándose con todo su repertorio al revés. El único enojado fue un
gato blanco que le arañó la mano. Era el gato del Rey al cual Silflerino se
acercó cantándole una breve canción. Todos los gatos del mundo comprenden las
canciones que se interpretan al revés y las escuchan con atención. “Estas
siete, son las razas que mejor escuchan los poemas al revés”, enseñó Silflerino
al Rey, la Reina y los Ministros: gato Cartujo, gato Siamés, gato Persa, gato
Abisinio, gato Himalayo, gato Azul ruso y gato Angora.
Le interpretó varias nanas para niños
que en su escuela los profesores de preescolar le hacían cantar durante izadas
de bandera. El gato blanco del Rey, maulló al finalizar Silflerino y huyó ladrando
en voz baja. Todos lo escucharon pero ninguno dijo nada porque, como era el
gato preferido del Rey, su mascota privilegiada, nadie iba a mostrar extrañeza
por sus indiscretos ladridos. Cuando el gato es del Rey, aunque ladre o
relinche…
Volvamos al principio. Usted no me ha
preguntado quién le puso ese nombre al niño. Alguien debió ser, pero no estaba
por ninguna parte para averiguarle detalles. Silflerino de Megotay Barbujo no
tenía padres. No se le haga raro. En este reino millares de niños no tienen
padre ni tienen madre, sólo abuelas pobres a quienes nadie envía torticas ni
miel, como sucedió con la abuela de Caperucita Roja. Pues sí, tenía y no tenía,
porque a Silflerino lo adoptó una anciana que vivía en las afueras del pueblo,
en una temblorosa casa de bahareque.
La señora se llamaba Bufanda de Megotay
Barbujo. Como el niño, sí señor. A veces los muchachos para indisponerla le
gritaban: “¡Brujanda!”, pero ella lo único que hacía era sonreírles, levantar
el brazo y hacer gestos con la mano. Entonces a los muchachos les comenzaba a
picar la cabeza como si tuvieran piojos. Eran pocas sus referencias al pasado
del niño y nadie iba a molestar con tanta preguntadera, a una vieja bondadosa que alimentaba en su casa varios niños sin hogar, cuatro ancianos desamparados
y siete perros abandonados por sus amos. Era el nombre de ambos y no voy a
discutir por eso.
Venía contándole del niño. Todos en el
pueblo le llamaban Silflerino. Otros le decían Megotay. Silflerino es un nombre
para pronunciarlo suave, como soplando una flauta de bambú. En cambio,
¡Megotay!, había que escuchar la fuerza con que le gritaban al muchachito,
¡Megotay!, por el pueblo. Y los profesores le conocían como Barbujo. Silflerino
acudía donde lo llamaban. Volteaba a mirar o alzaba el brazo y movía la mano
con gestos parecidos a los de doña Bufanda. No me va a creer esto por lo
extraño: cuando Silflerino alzaba su brazo, descendían palomas y pájaros a
reposar en su mano. Todas las aves del entorno querían a Silflerino y por eso
en su pueblo nadie tenía jaulas ni los niños conocían las caucheras.
Las aves volaban y caminaban por todos
los lugares del pueblo, sin nadie que las ahuyentara. Un escultor les hizo
diferentes esculturas en madera, cemento, alambre y raíces. Es de verdad, se
llama Germán Arias y ahora vive en Medellín, en el corregimiento de Santa
Helena. Es el único corregimiento de Colombia con esculturas de pajaritos por
varios lugares, porque las estatuas siempre se las hacen a los guerreros y
nadie piensa en pájaros, mariposas, armadillos o mermudios.
“Es porque entienden la manera de
Silflerino hablar”, comentaba la gente viéndolo cubierto de golondrinas:
golondrina Ceja blanca, golondrina Barranquera, golondrina Negra, golondrina
Tijerita, golondrina Doméstica, golondrina Parda, golondrina Zapadora,
golondrina Rabadilla canela, golondrina Ribereña, golondrina Cabeza rojiza, picaflor Común, picaflor Bronceado, picaflor
Garganta blanca, picaflor Corona violácea, picaflor de Barbijo, picaflor Rubí, Colibrí
Grande, picaflor Cometa, picaflor Vientre blanco.
Aceptemos que
doña Bufanda fuera madre del niño. Lo encontró entre una caja de cartón,
abandonado en el parque del pueblo. La caja estaba llena de flores de guayacán
lila, que no lograban esconder la sonriente cara del bebé. No tuvo ninguna
dificultad para adoptarlo y quedarse con él. Nadie lo reclamó y ya
transcurrieron ocho años desde la madrugada en que varias golondrinas Tijerita
cuidaban la caja donde manoteaba el
bebé.
Doña Bufanda
fue donde el párroco y dispuso que se llamaría Silflerino de Megotay Barbujo.
Cuentan quienes la conocen, que alguien le recomendó tal nombre para traerle
suerte al niño. Yo no sé nada, pero en la casa de doña bufanda vivió durante
varios meses un extraño peregrino que vestía túnica blanca, consejero de
aquella. Como era de esperarse, el sorprendido sacerdote preguntó boquiabierto
por qué iba a darle ese nombre al niño. “Silflerino…Silflerino…”, repitió el
buen hombre, indeciso y extrañado. “¡Silflerino!”, ordenó doña Bufanda, “¡claro
que Silflerino y complételo con de Megotay Barbujo!”.
Pues bien, así
sucedió y hasta la pila bautismal llegaron más pajaritos de los que se podía
admitir en un acto de estos, pero el párroco no protestó y dijo que eran cosas
de Dios. Como ella cumplía con sus diezmos, participaba en la fiesta de la
Virgen, colaboraba con los pasos de Semana Santa y todos la querían en el
pueblo, al bebé lo bautizaron Silflerino. Y Silflerino se quedó. Doña Bufanda
sonrió agradecida invitando al cura para que al día siguiente pasara por su
casa a comer sancocho de gallina.
Pronto tengo
que irme, pero todavía puedo contarle algo más. No demora el turno de las doce
y no puedo dejarlo pasar porque el otro sale a las tres. Silflerino creció
hablando solo en la casa, por el patio y por las calles del pueblo. Le gustaba
hablar solo, como si alguien invisible lo escuchara haciéndole preguntas de vez
en cuando. Hadas, duendes, gnomos, imaginaciones, yo no sé. Las veces que lo
vi, daba la impresión de que había alguien a su lado, entretenido escuchándole
sus poemas al revés, en un juego mutuo donde Silflerino en ocasiones reía sin
parar, corría como si apostara carreras con alguien o se quedaba atento,
escuchando quién sabe qué historias. Sabía muchas diferentes de Caperucita
Roja.
¿A usted
también se lo contaron? Es cierto, en ocasiones se veían dos sombras: la suya y
la de otra persona, sombra como de otro niño cerca de la suya. Mucha gente,
pero mucha, las vio. Al principio pensaron mal de él y de doña Brujanda, pero
con el paso de los meses todo se calmó. “Que no es normal”. “Es un niño
especial”. “Es bobito”, decían sus compañeros, pero no por mucho tiempo.
Bastaba ganarse el cariño y la amistad de Silflerino, para que la gente
cambiara sus actitudes agresivas.
Nadie sabe
quién le enseñó todas esas adivinanzas en verso que a veces decía al derecho y
casi siempre al revés, según la temperatura, con mucho sol o lloviznando,
nublados o transparentes el amanecer y el atardecer, con viento o sin viento.
De las que más me acuerdo… ¿Quiere escuchar algunas?... Las dos primeras son de
las que él usaba en verano. Y la última, de las que interpretaba en invierno:
Sajervia
mosso
de grosne dostives,
jobade de las jaste
mosceha los dosni.
Un tochibi dever
breso la redpa,
rreco que te rreco,
cabus qué merco.
Con su sari raneñama
dato la yapla taroboal,
radocapes y ranerima.
Silflerino
tenía memoria prodigiosa. Esto de “prodigiosa” no lo digo yo. Lo afirman
profesores que lo conocieron. Los compañeros de Silflerino exclamaban
sorprendidos: “¡Qué bacano!”. No, doña Bufanda no sabía versos, ni poemas ni
nada de esas cosas que contaba el niño. Con decirle que ella fue la primera
sorprendida. Cuando entró a la escuela, Silflerino ya iba aprendido, digo yo.
Además encontró un profesor que le estimuló ese talento. Uno a quien le
gustaban los libros viejos y que se ha especializado en recoger los que nadie
quiere, que estorban en las casas. Libros que todos olvidaron para qué sirven.
Ese profesor comienza las clases leyendo a sus alumnos un cuento o un poema. A
partir de eso, Silflerino adquirió más habilidad hablando al revés. Oiga le
digo: se le escuchaba bien. Musical como los discos que llaman clásicos.
Leía un poema
que le agradaba y durante algunos días lo repetía al revés, diciéndoselo a sus compañeros y a cuantos querían escucharlo por el pueblo. La fama que adquirió
le hizo ganar el concurso para viajar a Bogotá, donde el Rey.
Nadie
rechazaba el curioso lenguaje de Silflerino. Hasta para las aves era agradable.
Cuando Silflerino declamaba el poema, siempre llegaba un pájaro a reposar sobre
su hombro o su cabeza, escuchando encantado su dulce voz. ¿Qué opinaba doña
Bufanda?... Doña Bufanda reía. Reían doña Bufanda y Silflerino y las aves y
quienes estaban ahí, aprendiendo el lenguaje al derecho y al revés.
Silflerino se
entusiasmaba haciendo reír a doña
Bufanda, quien para recompensarlo aumentó las
porciones de cuchuco amarillo que ponía por el patio a las aves. La casa se
llenó de pájaros de diversos colores y especies, que bajaban de la montaña a
escuchar los poemas de Silflerino. Varios turistas españoles le tomaron fotos y
grabaron las adivinanzas que decía, pero en particular las aves que llegaban a
escucharlo. Decenas de las muchas especies que hay en esta región. No
podían creerlo. Yo no lo vi, pero uno de los profesores contó que esas fotos
las incluyeron en un blog de internet, donde Silflerino parecía un personaje de
la película Tideland, amigo de Jeliza Rose.
A Silflerino
la fama no lo cambió. Ni cuando
regresó de Bogotá con regalos para los niños de
la escuela. Quienes cambiaron fueron sus amigos. El reto, cuando escuchaban
declamar un poema al revés o plantear acertijos, era dejarlos al derecho en el
menor tiempo posible. O a medida que Silflerino los decía, iban repitiéndolos
de manera correcta, devolviéndole a los poemas su sentido original.
¿No es
profesor?... ¿Ni periodista?... ¡Cuentista! ¿Y
sí cree que le van a creer lo de
Silflerino? ¡Ahí viene el jeep de turno! Qué pena, señor, tengo que irme. Ya
sabe dónde encontrarme. Le puedo contar historias de Silflerino como para que
haga un libro. Oiga, y no olvide escribir en su cuento que Silflerino recorre
con doña Bufanda los pueblos del reino, narrando al revés cuentos de los
hermanos Grimm, Alicia en el país de las maravillas y fábulas de Rafael Pombo.
Calarcá,
mayo de 2009
Primer puesto VII Concurso regional de cuento
infantil escrito por docentes, Comfenalco, Quindío, 2009.
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