Obligados
a elegir entre volver al monasterio donde violaron veinte Misioneras Esclavas
del Inmaculado Corazón de la Purísima y Amantísima Virgen María, o desmoronar
los días en góndola por canales de Venecia, aquellos lúbricos sátiros,
–satyrisci y silenos–, resolvieron bautizarse en la primera iglesia de barriada
que señalaran abriendo un directorio telefónico al azar.
– ¿Y lo hicieron? ¿De verdad consultaron un directorio telefónico?
Un
manoseado directorio hediendo a cerveza Krombacher y sin las hojas
correspondientes a la z. Una de las
monjas, con semblante de instruida teóloga y culo igual de suculento al de
Talía en Las Tres Gracias, de Rubens, fue quien
mayor placer arrancó a la
violación. Su manera de gruñir el Padrenuestro mientras los sátiros la
taladraban por dos lugares a la vez, era arrebatadora no solo para estos sino
para las monjas estupradas en la habitación contigua, en particular cuando
demandaba: “…hágase tu voluntad, hágase
tu voluntad…”.
Admitir
un encabritado rebaño de sátiros idénticos a
cuantos se encuentran en los libros de mitología grecorromana; o durante
atardeceres de junio se ven por laderas de Peñas Blancas en Calarcá, Quindío,
recostados en musgosas piedras de los potreros; aceptarlos en una iglesia
pueblerina cerca de la masoquista iconografía católica; sátiros sensuales de
falos tiesos y amenazantes cuestionando tabúes religiosos y resquebrajados
principios éticos, no es fácil para usted.
– Dios
me libre de encontrarme alguno cuando recorro caminos de Salento, por Cocora. O
cuando rezo el rosario.
Habría
que lamentar las violaciones de las castas religiosas– Aunque dentro de esta
historia, auténtica en toda la extensión de la mentira, ninguna de ellas se
sintió violada. Plegarias y orgasmos, se combinaron en dosis desproporcionadas
en lo concerniente a estos y no en lo tocante a las oraciones. El monasterio,
enclavado sobre un cerro en
inmediaciones del pueblo, lo encierran jardines de geranios aromáticos, once
guayacanes amarillos y tres árboles de
pomarrosa. En algunos recovecos del monasterio, las piadosas mujeres colgaron
campanillas metálicas cuya función desconozco.
– Y
yo, menos. Desde niño, miraba esa construcción como algo misterioso.
Cuando
se festejó la violación uno de los
satyrisci interpretó, en la campanilla mayor, un tema de Paganini: La
Campanella. Durante la masiva violación, este suceso merecería relatarse en
historia separada. Monasterios así, territorio ideal para pensar en todo, menos
en sexo, invitan no solo a sátiros sino a todo tipo de lisoviks y
azzab–al–akabas. En este momento, me arrulla la idílica imagen de una horda de
parafílicos de todas las tendencias sitiando un monasterio y arremetiendo solo
con su presencia, sus miradas y gestos, mientras giran en torno a los muros del
recinto.
– He
visitado algunos de ellos, tanto de hombres como de mujeres: Cartujos de Santa
María, Claretianos, Comunidad Misionera de Cristo Resucitado, Congregación del
Oratorio de San Felipe Neri, Congregación Hijos de la Inmaculada Concepción,
Hermandad de Sacerdotes Operarios, Mínimos, Misioneros Combonianos, Orden
Cistercience de la Estrecha Observancia, Padres Rogacionistas, Siervos
Misioneros, Agostinas Recoletas,
Marinistas, Teresianas, Congregación de Damas del Corazón de Jesús,
Congregación Religiosa de los Santos Ángeles Custodios, Congregación Siervas
del Divino Rostro, Hermanas Mercedarias de la Caridad, Hijas de San Pablo,
Misioneras Cordimarianas, Monjas Trinitarias, Siervas del Plan de Dios…
Claustros silenciosos edificados para excluir
la sexualidad. Jardines particulares para suponer mítico el encuentro del pene
y la vagina. Estatuas de ángeles y santos dispersas por pasillos y sótanos,
vigilan el ingreso de cualquier
pensamiento lujurioso. Para ser francos, todos estos iconos participaron de
alguna forma en el ritual de violación, compinches agitándose en sus podios ante
las lúbricas escenas de sátiros y monjas desnudos. Se conoce un vetusto método medieval para
aprender a violar estatuas virginales, expuesto por el monje franciscano del
siglo XVII, Antonino de la Vatistina, en su libro Debilidades de la casta
imagen, donde se describen escenas semejantes a las ocurridas en el monasterio
esa noche de oración y lujuria.
– Lo
tengo en mi biblioteca, fotocopiado, pero no lo presto ni comparto con nadie.
Para
todas las monjas lectoras de La Biblia, erigiendo sus fantasías sexuales desde
la interpretación personal de El Cantar de los cantares, tal enardecido
ceremonial de vaginas irredentas y falos liberadores fue trance de auténtica fe
cristiana, prueba puesta por Dios a la recoleta agrupación para verificar su
capacidad de arrepentimiento. Cuanto más infrinjan los mandatos religiosos,
mayor será su capacidad de
arrepentimiento si florece la contrición y, por consiguiente, más efectivo será
el perdón. Más lleno de gracia el pecador.
– Amén.
Si
la verdad se dijera, mas no tengo interés en expresarla ni usted en escucharla,
sería necesario reconocer a los satyrisci y silenos como los verdaderos
violados aquellas noches. Cada uno de ellos, hasta la postración física. Nada
más represivo que la abstinencia sexual de personas creyentes convirtiendo la
castidad forzada en cualidad básica para
acceder a la salvación eterna. Exigua señal de pureza, porque desde sus
mentes y por su carne braman, rujen, ladran y maúllan los deseos. Tal creencia
la consideran los devotos una marcha directa de las excrecencias vaginales a la
diestra de la divinidad.
Para
no confundirlo, vuelvo al principio: fue por tal motivo que a los sátiros les
obligaron a escoger entre regresar al monasterio o viajar a Venecia, a recorrer
sus 150 canales. Extraña penitencia, esta de navegar en góndolas, vaporetos o
traghettis. A esta altura del relato,
usted se habrá olvidado de los canales venecianos. Pocos saldrían en defensa de
un grupo de sátiros de la antigua Hélade. No pueden existir en nuestra época, dirán
los escépticos. Fantasías de narrador con mente enfermiza, señalarán muchos.
– Lo suyo es una antirreligiosa metáfora contra las congregaciones
religiosas femeninas.
Nadie
admitirá su presencia durante varios días en un convento, con mujeres agarrotadas
sexualmente, ofreciéndole a Jesús o a María, a cualquier santo de martirologio
su atrofiado himen, la maceración de sus
cuerpos inútiles, anos yermos que nunca fueron más allá de la deyección, bocas
inexpertas para el beso o la felación, tetas en entusiasta marchitamiento.
Nadie querrá aceptarlo, si con anterioridad no lo anuncia alguno de los
manipuladores noticieros nacionales. Mucho menos reconocerán la sensatez de las
discusiones teológicas surgidas a partir de jornadas sexuales entre monjas y sátiros.
No creerán que allí hubo orgías a partir de las violaciones. En este bello
mundo de Dios (¿o me equivoco sobre lo lindo y su propietario original?) son
periódicas las polémicas de todo tipo donde participan doctos incapaces de
llegar nunca a cualquier acuerdo. En realidad, dentro de filosóficas disputas
de tipo teológico y religioso, los objetantes no tienen tanto interés en los
acuerdos como en la disputa por sí misma. Es la oportunidad de desplegar sus
argumentos y habilidades oratorias para exponerlos y meter en cintura sus
oponentes. Es el deseo de disminuir al otro.
– A mí
no me incluya entre esos porque, cuando discuto, es para no quedarme callado y
nada más.
Y
si conciertan un pacto, a nadie beneficia tal compromiso. Por consiguiente, es
normal considerar solo marmórea y mitológica la presencia de un fauno, pero
jamás la manifestación concreta de un grupo de estos en un pueblo cafetero,
entre gente católica y de sólidos principios cristianos, despedazando todas las
leyes de la lógica en una sociedad adiestrada
para aceptar monstruos políticos, militares, económicos o mediáticos,
pero estupefactos con los sátiros.
–
A una de las cuatro yeguas de mi abuelo
Adonías, la fecundó Pegaso y nadie dijo nada. En la finca, a todos nos pareció normal. Si habíamos escuchado
gemir prolongadamente a la Llorona,¿ por qué íbamos a dudar de un caballo con alas?
Nadie
va a imaginarlos, luego de su arremetida carnal contra las volupcastas
Misioneras Esclavas del Inmaculado Corazón, disfrutando vacaciones en Venecia.
Las monjas, cuando conversé con varias de ellas para documentarme al respecto,
no descartaban la posibilidad de algunos embarazos. Jamás pensaron abortar
porque se sometían al pie de la letra a los sacros preceptos de la santa madre
iglesia y del Papa. Me gusta recrear la
imagen de varios niños con particularidades de faunos, correteando por los
jardines del monasterio. Comiendo pomarrosas. Con flores de guayacán amarillo
en su cabello. Arrojándole piedras a las campanillas. Ocultándose tras las
estatuas de ángeles y santos, mientras las monjas oran y en el claustro se
escucha el rosario desmenuzado en voz alta para aplacar la vocinglería
infantil. Este caso fue real y sucedió en Calarcá, Quindío, con sátiros que no
son metáfora, alusión narrativa, sino sátiros reales. Tal vez lesione su moral,
sus creencias religiosas y su visión científica del mundo.
– Oh, sí, mi moral, oh, sí, mi moral, oh, sí, mi moral.
Podemos
examinarlo bajo otro punto de vista: si te ponen a elegir entre violar varias
mujeres religiosas de 19 a 65 años o
dejarte sodomizar por un fauno, ¿qué harías si de improviso te resultara
un viaje a Venecia? Viajar, ¿verdad?
Claro que sí, viajar, visitar Venecia. Te confieso algo nunca dicho en la familia: mi abuelo eligió
la segunda opción, no porque fuera homosexual, sino porque su pasión era la mitología grecorromana. Desde
niño, cuando leyó un libro que su padre tenía sobre tal tema. Un libro rojo, de
la editorial Sopena. Mi abuelo Cleofás vivía encandilado con el mito de Orfeo y Eurídice. Durante muchos años escudriñó, en librerías de viejo,
los libros atribuidos por los escritores órficos de Grecia, a Orfeo: los Argonáuticos, la Demetreida, la Cosmogonía,
Los cantos sagrados de Baco, la Teogonía, El velo o la red de
las almas, El libro de las mutaciones
o los Corybantos. Para bautizar
Eurídice a mi madre, recorrió varias
iglesias antes de encontrar un sacerdote dispuesto a darle tal nombre. Eran las
iglesias y sacerdotes católicos de aquellos
años. Hoy por hoy, puedes ponerle un número a tu hijo y lo bautizan sin
ningún comentario. Conozco los nombres ordinarios que adoptaron los sátiros
cuando se bautizaron en una de las parroquias de Calarcá.
Pocos
cristianos saldrán en defensa de los sátiros, aunque el caso es antiguo y ningún
historiador quiso registrarlo. Los escritores Humberto y Rodolfo Jaramillo
Ángel, tienen algunas veladas crónicas sobre el caso, pero deben leerse entre
líneas porque fueron censurados en su época por un notable y ultraconservador
cardenal colombiano al tanto del caso. Pocos estarán dispuestos a rememorar
cuanto se supo de las orgías allí
realizadas, pero también de las neoescolásticas controversias teológicas que
los sátiros hicieron con las monjas. Llenarían páginas para convertir en
novelistas a los poetas de Calarcá. En narradores a los historiadores
quindianos. En historiadores a los cuentistas. En periodistas a los chismosos.
Por fortuna, quedan varias grabaciones que uno de los obispos de la región
conserva en su fonoteca particular. No todo es sexo ni oración. No todo. Los
sátiros nunca regresaron a Colombia. Uno de ellos se suicidó en el Gran Canal,
bajo el Puente de los Descalzos, cerca de la estación del ferrocarril.
– Ese Canal tiene la forma de una s
invertida, señor Senegal. ¿Lo sabía?
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