viernes, 16 de marzo de 2012

ESCENAS EN EL VIEJO ESTANQUE (2)


                                                    

                                            
Eran dos las ranas, saltando hacia el sereno estanque en la ermita del poeta Bashoo. Nacieron y crecieron juntas. Croaban cuando era necesario croar, silenciándose justo en el tiempo para silencios y cantos apagados entre la yerba o las albercas.

Croaban en cualquiera de las estaciones. Y al amanecer croaban y croaban al anochecer. Con luna llena, menguante o creciente, croaban. No sé las otras, pero este par de ranas en mi historia croaban sin saber nada del haiku. Ignoraban la presencia de poetas asombrados, escribiendo breves estrofas para plasmar la transitoriedad del mundo, la excelsitud del instante, la simplicidad de la vida y el decaimiento de las cosas.

Uno de ellos se llamaba Issa. Con Issa o sin él, croaban las ranas cuando era tiempo para croar aunque nadie escuchara sus melancólicas cantilenas. Issa escribió más de 200 haikus sobre ranas. Quince le dedicó al sapo, a las pulgas más de cien y sobrepasó los dos centenares sobre insectos de luz. La vida trató con dureza a Issa, a quien Blyth, teórico e historiador del haiku japonés, consideró “el más japonés de los poetas de haiku, o quizá de todos los poetas japoneses”. A pesar de su destino siempre en manos del sufrimiento y la agonía, consideró la vida más importante que el arte y fue en la existencia cotidiana donde buscó y descubrió la belleza.

Cuando las dos ranas resolvieron salir de su escondite para vivir en un sitio más fresco, tampoco sabían que en la ermita del poeta estaba, de paso hacia el templo Chookeiji, el maestro zen Bucchoo, sosteniendo inexplicable diálogo con aquel. Bucchoo preguntó a Bashoo: “¿Cuál es la ley de Buda, antes de que el musgo verde brotara?”…

Saltando sobre el blando musgo verde, sin preocuparse por la ley de Buda, solo una de las dos amedrentadas ranas peregrinas llegó al viejo estanque. Buscando un sitio para protegerse , se zambulló rápida mientras su compañera sucumbía entre las afiladas garras de un raudo y hambreado buitre, elevándose con ella  hacia las cercanas colinas, mientras el poeta respondía a su maestro: “Al zambullirse una rana, ruido de agua”.
   
                       El mundo es un efímero rocío
                       y en cada gota,
                       ¡qué violentas quimeras!
                                                            Issa



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