Voy a relatar la escena más desconsolada que he visto en mi
vida de tiplero ambulante por estos pueblos del Quindío…
A Génova, uno de los
municipios más pequeños del citado departamento, el pueblo cafetero
cordillerano más atiborrado de verdes cuyas montañas limitan con las nubes y
con el vuelo de los gallinazos más osados, donde la única verdemántica que
conocí en mi vida me pronosticó mediante la lectura de hojas de yerbabuena que
alguien me regalaría la letra para dos de mis composiciones musicales antes de
fallecer Shakira, llegó un circo pobre. Muy pobre. Demasiado pobre y por eso
tal vez levantaba siempre su pequeña y raída carpa en pueblos arrinconados,
pequeños y pobres.
Me contrataron para
tocar tiple mañana y tarde. Una extraña forma de publicidad que no me disgustó
porque ofrecieron pagarme con las tres comidas del día. Y porque este tiple,
así viejito como lo ven, es mi única compañía. No conocí a mis padres, pero cuando
interpreto alguna pieza musical en este berraco tiple, llegan a mis ojos las
imágenes de una buena mujer campesina y un buen hombre obrero de la
construcción, que tal vez fueron mis padres. No lo sé. Tampoco se lo he
preguntado a mi tiple porque se pone muy triste y esto no es bueno para ninguno
de los dos.
Bajo un
torrencial aguacero, una mañana gris
cuando nadie venía al circo porque todos en el pueblo habían entrado dos o tres
veces y conocían de sobra los actos, llegó el fantasma de un intérprete de
jazz. Imagínense ustedes, un intérprete de jazz en un pueblo donde la gente
solo escucha al Charrito Negro, a Darío Gómez, a Luis Alberto Posada, Pipe
Bueno, Johnny Rivera o Rómulo Caicedo. No era una persona, entiéndanme bien.
Era un fantasma auténtico en horas de la mañana. Llegó directo al circo donde
nadie lo reconoció. Pues qué les digo…Sin soberbia, yo sí lo reconocí desde
cuando venía por la calle, mojado, chorreando agua como si nada pasara.
A pesar de gustarme
el tiple y vivir solo para este instrumento musical, me ha gustado el jazz. A
nadie se lo digo. Es como un pecado, no sé. Vaya uno a saber de dónde me nace
ese gusto. Lo he tenido a raya con las cuerdas de mi tiple. Lo reconocí pero
nada iba a comentarle al dueño del circo. Para qué. Ellos creyeron que era una
persona viva, sobre todo cuando les pidió el favor de dejarlo interpretar con
su trompeta varias canciones en mitad de
la pista. Había un charco de agua allí pero al fantasma no le importó. Goteras
por toda parte en esa carpa.
El fantasma sacó de un estuche su trompeta. Era Clifford
Brown. Mientras interpretaba varias canciones yo no sé para quiénes, Clifford
fue desvaneciéndose hasta quedar nada más el sonido de la trompeta resonando
por todo el circo, Laura, con música de David Raskin. Entonces descubrieron que
era un fantasma y se asustaron. Yo les dije, para calmarlos, no lo tomen a mal
pero esa es la despedida. Mañana debemos irnos de este pueblo.
No voy a contarles nada más porque están poniendo caras de
duda. A mí me pareció muy triste escuchar a un músico como Clifford, bajo la
pobre carpa de un circo pobre, en un pequeño pueblo del Quindío, interpretar
para nadie, o sería para mí, cinco de sus más populares temas. Al día
siguiente, también bajo la lluvia, el circo levantó su carpa y se fue.
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