Memoria de mis putas tristes, la nouvelle de Gabriel García,
es una obra que no va más allá de sí misma y de sus maniobras publicitarias
para atraer morbosos y superficiales lectores con tan dubitativo título. En
esta noveleta la memoria del protagonista y, por ende, la del autor, nada
evocan respecto al tema advertido. Una y otra, son indeterminadas en su
particular nivel: Collado, confuso en la ficción; Gabriel García, desplegando
insustancial descoloridos retratos de algún pueblo de la costa Atlántica, sin
provecho para nadie.
Putas, si el lector espera encontrarlas describiendo sus
agotamientos y ejerciendo sus particularidades eróticas, no hay por ningún
lado. Rosa, la veterana proxeneta, ya no ejerce como tal, mientras Delgadina,
la adolescente probándose en el oficio, narcotizada con un cocimiento de
bromuro y valeriana, no es mancillada por su embelesado mirón. La única
tristeza evidente es la del lector, ilusionado con la espera de lances
voluptuosos o significativas historias que no aparecen a lo largo del libro ni
se insinúan por lado alguno. Ni memoria. Ni putas. Ni tristes. Ni la
virtuosidad literaria de un reconocido escritor del cual se esperaba una obra
mejor.
Las putas no existen como personajes. Son escueta referencia
de un timorato gacetillero, el protagonista, y de un escritor en franca
decadencia narrativa: “Hasta los cincuenta años eran quinientas catorce mujeres
con las cuales había estado por lo menos una vez. Nunca participé en parrandas
de grupos ni en contubernios públicos, ni compartí secretos ni conté una
aventura del cuerpo o del alma”. Lo único que Collado se atreve a referir, en
un lenguaje donde García exterioriza el costeño procaz, es la sodomización a
que somete a Damiana, “casi una niña”,
relatada con rabanera prosa: “Tuve que
aumentarle el sueldo con el cálculo de una monta al mes, siempre mientras
lavaba la ropa y siempre en sentido contrario”.
Esta noveleta de Gabriel García será decepcionante para quienes, embaucados por el título, escruten confidencias del autor evocando pueblerinas meretrices, o quieran encontrarse con la magistralidad literaria de quien produjo para la narrativa latinoamericana El coronel no tiene quien le escriba, una de las más perfectas noveletas de la lengua castellana en el siglo XX.
La senilidad cronológica del personaje, es símbolo de la
senectud literaria del escritor colombiano, evidente en sus últimas
publicaciones. Afirmaba el notable y olvidado ensayista y novelista italiano
Giovanni Papini, que la vejez es una culpa, “acaso
la tristeza del viejo no sea otra cosa que el oscuro remordimiento del delito
cometido contra sí mismo. El viejo está solo, de una soledad desconsolada,
donde el aire se encuentra lleno de augurios homicidas y de ausentes que
claman”.
Gabriel García fue incapaz de plasmar la afligida soledad
del nonagenario quien, en el fondo, es él mismo, con oscuros remordimientos no
exorcizados en su apresurada novela.
Carece esta obra de
la dimensión narrativa perceptible en el lírico y sentimental flujo rítmico de
El amor en los tiempos del cólera; no tiene la compleja y torrencial estructura
de El otoño del patriarca, ni mucho menos la magistral elipsis con la cual El
coronel no tiene quien le escriba se ubica entre las nouvelles más bellas e
intensas, más dramáticas de la lengua castellana en el siglo XX. Repetido
intento de novela breve donde García se queda corto, sin conseguir siquiera la
belleza poética de Los funerales de la Mamá grande o de La increíble y triste
historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada.
El ímpetu metafísico en torno a cuestiones como la muerte,
la soledad, el sexo y la vejez, notorio en la estupenda novela breve de
Kawabata, modelo del colombiano, está ausente del texto de este, en cuya obra
lo subjetivo concede excesivo espacio narratológico a lo objetivo, a las
monótonas y bosquejadas descripciones con poco aporte para el ambiente
argumental de la novela. Como indirecta persuasión para leer La casa de las
bellas durmientes, esta noveleta de Gabriel García justifica su admiración por
la del suicida japonés, en su deslucido conato por desarrollar una historia
análoga, pero sin ninguno de sus elementos poéticos, filosóficos y sicológicos,
ni la sutileza del lenguaje, ni la infausta levedad existencial y el
concentrado erotismo que hacen del libro de Yasunari una obra maestra de la
novela breve y del erotismo universal.
Esta, de Gabriel García, es una puesta en escena tropical,
desteñida y templada, de un erótico evento propio de la estética, la
sensibilidad y sexualidad taoísta, con la cual nunca ha tenido la menor
proximidad teórica ni literaria. Por ningún lugar se observa aquí la oscilación
erótica del novelista o su intento por despertarla en los lectores. Tal vez,
como bien lo señaló su biógrafo oficial, el británico Gerald Martin, quien
publicó en 2008 la primera biografía autorizada del novelista, García Márquez
siente una enorme fascinación por el poder: «Él
ha querido ser siempre testigo del poder y es justo decir que esa fascinación
no es gratuita, sino que persigue determinados objetivos”. Entre estos
propósitos, el erótico no fue ni será el más representativo de su obra.
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