miércoles, 27 de junio de 2012

NI MEMORIA, NI PUTAS, NI TRISTES




Memoria de mis putas tristes, la nouvelle de Gabriel García, es una obra que no va más allá de sí misma y de sus maniobras publicitarias para atraer morbosos y superficiales lectores con tan dubitativo título. En esta noveleta la memoria del protagonista y, por ende, la del autor, nada evocan respecto al tema advertido. Una y otra, son indeterminadas en su particular nivel: Collado, confuso en la ficción; Gabriel García, desplegando insustancial descoloridos retratos de algún pueblo de la costa Atlántica, sin provecho para nadie.

Putas, si el lector espera encontrarlas describiendo sus agotamientos y ejerciendo sus particularidades eróticas, no hay por ningún lado. Rosa, la veterana proxeneta, ya no ejerce como tal, mientras Delgadina, la adolescente probándose en el oficio, narcotizada con un cocimiento de bromuro y valeriana, no es mancillada por su embelesado mirón. La única tristeza evidente es la del lector, ilusionado con la espera de lances voluptuosos o significativas historias que no aparecen a lo largo del libro ni se insinúan por lado alguno. Ni memoria. Ni putas. Ni tristes. Ni la virtuosidad literaria de un reconocido escritor del cual se esperaba una obra mejor.

Las putas no existen como personajes. Son escueta referencia de un timorato gacetillero, el protagonista, y de un escritor en franca decadencia narrativa: “Hasta los cincuenta años eran quinientas catorce mujeres con las cuales había estado por lo menos una vez. Nunca participé en parrandas de grupos ni en contubernios públicos, ni compartí secretos ni conté una aventura del cuerpo o del alma”. Lo único que Collado se atreve a referir, en un lenguaje donde García exterioriza el costeño procaz, es la sodomización a que somete a Damiana, “casi una niña”, relatada con rabanera prosa: “Tuve que aumentarle el sueldo con el cálculo de una monta al mes, siempre mientras lavaba la ropa y siempre en sentido contrario”.


Esta noveleta de Gabriel García será decepcionante para quienes, embaucados por el título, escruten confidencias del autor evocando pueblerinas meretrices, o quieran encontrarse con la magistralidad literaria de quien produjo para la narrativa latinoamericana El coronel no tiene quien le escriba, una de las más perfectas noveletas de la lengua castellana en el siglo XX.
La senilidad cronológica del personaje, es símbolo de la senectud literaria del escritor colombiano, evidente en sus últimas publicaciones. Afirmaba el notable y olvidado ensayista y novelista italiano Giovanni Papini, que la vejez es una culpa, “acaso la tristeza del viejo no sea otra cosa que el oscuro remordimiento del delito cometido contra sí mismo. El viejo está solo, de una soledad desconsolada, donde el aire se encuentra lleno de augurios homicidas y de ausentes que claman”.

Gabriel García fue incapaz de plasmar la afligida soledad del nonagenario quien, en el fondo, es él mismo, con oscuros remordimientos no exorcizados en su apresurada novela.

Carece esta obra de la dimensión narrativa perceptible en el lírico y sentimental flujo rítmico de El amor en los tiempos del cólera; no tiene la compleja y torrencial estructura de El otoño del patriarca, ni mucho menos la magistral elipsis con la cual El coronel no tiene quien le escriba se ubica entre las nouvelles más bellas e intensas, más dramáticas de la lengua castellana en el siglo XX. Repetido intento de novela breve donde García se queda corto, sin conseguir siquiera la belleza poética de Los funerales de la Mamá grande o de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada.

El ímpetu metafísico en torno a cuestiones como la muerte, la soledad, el sexo y la vejez, notorio en la estupenda novela breve de Kawabata, modelo del colombiano, está ausente del texto de este, en cuya obra lo subjetivo concede excesivo espacio narratológico a lo objetivo, a las monótonas y bosquejadas descripciones con poco aporte para el ambiente argumental de la novela. Como indirecta persuasión para leer La casa de las bellas durmientes, esta noveleta de Gabriel García justifica su admiración por la del suicida japonés, en su deslucido conato por desarrollar una historia análoga, pero sin ninguno de sus elementos poéticos, filosóficos y sicológicos, ni la sutileza del lenguaje, ni la infausta levedad existencial y el concentrado erotismo que hacen del libro de Yasunari una obra maestra de la novela breve y del erotismo universal.

Esta, de Gabriel García, es una puesta en escena tropical, desteñida y templada, de un erótico evento propio de la estética, la sensibilidad y sexualidad taoísta, con la cual nunca ha tenido la menor proximidad teórica ni literaria. Por ningún lugar se observa aquí la oscilación erótica del novelista o su intento por despertarla en los lectores. Tal vez, como bien lo señaló su biógrafo oficial, el británico Gerald Martin, quien publicó en 2008 la primera biografía autorizada del novelista, García Márquez siente una enorme fascinación por el poder: «Él ha querido ser siempre testigo del poder y es justo decir que esa fascinación no es gratuita, sino que persigue determinados objetivos”. Entre estos propósitos, el erótico no fue ni será el más representativo de su obra.

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