Abre un libro, Eurídice, y descubre
en él que raras veces se confiesa una persona con tanta sinceridad, como cuando
lo subraya. Solo al libro subrayado puede creérsele que el lector penetró su
contenido. Subrayar es incorporar en tu ser la esencia del libro y la sustancia
dramática del autor. Es averiguar cuanto este silenció o escribió en voz baja,
llamándonos a diálogos secretos, mediante esos delatores tatuajes que le
trazamos a determinadas frases. Subrayar es mirar de frente al autor contarle
de nuestras personales identificaciones con su relato. Subrayar, Eurídice, no
es solo resaltar determinadas confidencias del escritor, sino también
sobresaltarnos con nosotros mismos al vernos reflejados en la frase ajena.
Subrayar un libro es demostrar que
leemos con todos los sentidos; es reverenciar lo escrito en la página transformada
en altar donde ofrendamos las potencialidades de nuestro pensamiento, tus
pensamientos y tus emociones, Eurídice. Quien no subraya un libro pierde la
dimensión transpersonal de la lectura. No va más allá de signos, palabras y
conceptos impresos. Abstenerse de subrayar es eludir los fantasmas del autor.
Me acongojan las personas que dicen haber leído un libro, y al observar el
ejemplar lo veo limpio, sin la menor acotación al margen, como si aún sufriera
la orfandad que demuestra cuando está en la librería.
Deduzco que tal lector emboza
centenares de miedos, es incapaz de confesarse en público. Lee para esconderse
de otros y de sí mismo. Un libro sin subrayar es una blasfemia bibliográfica.
Quien sobrevoló aquellas páginas no se detuvo a explorar las potencialidades
ontológicas y físicas del verbo. Son timoratos de la página impresa a quienes
les interesa más conservar del libro su ofensiva pulcritud, que dialogar con su
autor y con cuantos luego puedan mirar este subrayado.
Porque hacerlo, Eurídice, es
demolerle muros al lenguaje para abrir nuevos caminos a la lectura, la
interpretación y la intuición a través del texto. Subrayar un libro es decirle
al escritor que estamos con él, que no camina solo en el laberinto de signos y
frases que construyó.
Subrayar es darle calor al párrafo
prendiéndole fuego a silencios que se manifiestan cuando te detienes en la
lectura, para celebrar el ritmo íntimo y público del subrayado. Autor y lector
reducen lejanías con el sutil puente de la línea, recta o torcida, leve o
intensa que se le borda a la frase que nos impresionó induciéndonos a
resaltarla. Subrayar un libro es hacerlo tuyo. Es vernos en cuanto clama el
otro. Es encontrarnos con algo del otro que desconocíamos, allí en la visión en
la visión individual del otro. Se ama un libro cuando se le acaricia y recorre con
subrayados. Cuanto más se subraya mayor es el impacto emocional que ejerce
sobre uno. El contacto fisiológico entre el ser del libro y el espíritu de la
persona, se produce mediante el ceremonial del subrayado, puesto que es un rito
no apto para todo lector. ¿Qué frases subrayaría Jesucristo del evangelio o de
algunos libros que tratan sobre él?... ¿Dónde se detendría Sócrates a subrayar
los diálogos de Platón?...
Subrayar es un acto de erotismo
bibliográfico que desconocen aquellos con pánico a ensuciar el libro.
¡Pobrecitos los libros que no arrancan una caricia al lapicero de sus
indiferentes lectores! Subrayar es concertar una cita para dentro de un día o
diez años después. El acto de trazar la línea bajo la frase es una acción
lúdica de encantamiento, con percusiones holísticas que no voy a revelarte,
Eurídice, que tú misma debes experimentar subrayando decenas de páginas y de
libros. Te lo aseguro: la línea que se traza en la página, también se está
trazando en tu destino. Lo aconsejable es no subrayarlo si lo subrayas sin
pasión, sin la convicción de identificarte allí con tus más íntimas verdades.
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