ZOOLÓGICO DE ANCIANOS
La mujer simuló no
percatarse de la ultrajante presencia de los hombres, los cuales entreabrieron
la puerta procurando no llamar su atención. Escuchó a uno de ellos caminar
despacio por la habitación, pero no se molestó en mirar quién era. Cuantos allí
entraban, lo hacían compelidos por igual curiosidad. Con pocas alteraciones,
argumentaban lo mismo cuando el estupor se les convertía en irritante
compasión: “Hemos conocido casos similares”, aunque sabía que era académico
artificio y que si intentaba acercarse, adelantando ella el vago gesto de una
caricia que nunca se concretaba, la repulsión y el temor les hacia retroceder
sin ningún recato.
Sentada sobre una pequeña
silla redonda y sin espaldar, miraba a través del grueso vidrio de la ventana
el frondoso árbol lleno de inquietos pájaros cuyo canto parecía devolver, por
instantes, el movimiento a la hierática figura de largo y suave cabello blanco
desparramado sobre la corva espalda. Vestía una dormidora de lana, con grandes
caras de payasos sonrientes estampados en vivos colores. En su mano izquierda
apretaba una muñeca de trapo. Dispersas por el suelo, había otras cuatro
muñecas desgarradas en diferentes partes del cuerpo.
Desprendiendo su inquisidora
mirada de una Biblia que la almohada no lograba ocultar, el más joven de los
dos hombres se aproximó al borde de la cama, a un metro de distancia de la
valetudinaria, mientras su compañero ajustaba con cuidado la puerta, contra la
cual se recostó, absorto, intentando adivinar de nuevo el rostro que en aquel
momento adoptaría la marrullera anciana. “Debe ser muy vieja”, pensó,
experimentando un repentino
sentimiento de inseguridad al recordar que, desde el año anterior, era un
abuelo más. “A este sector sólo traen a quienes pasan del siglo”, le murmuró en
voz baja a su propio temor. Su mirada se cruzó con la del joven. “No es
conveniente dejar traslucir mi recelo. Es la primera vez que él viene”.
Con una señal acordada de
antemano, detuvo el avance del impetuoso joven, quien a medio metro de
distancia de la mujer se inclinó, y recogió una de las muñecas a la cual le
faltaban las manos, los pies y una parte de la cabeza. No era prudente
acercársele demasiado. La municipalidad donaba tales muñecos, a la institución,
cuando las universidades se retardaban con el acordado aporte de estudiantes.
El joven podía comprobar sus teorías sobre la ancianidad sin arriesgarse tanto.
No era nada nuevo para ellos, empero, uno de sus compañeros de estudio había
cometido tal imprevisión con la ocupante del cuarto contiguo y ésta le cercenó,
de una dentellada, tres dedos.
El sedoso pelo blanco, la
frágil apariencia, el exquisito olor a talco de bebé y la impecable habitación,
semejante a la de su propia abuela, acrecentaron su confianza. Un seco
estornudo de la anciana, quien dejó caer la muñeca con premeditada delicadeza,
sobresaltó a los dos hombres. Creyeron que se levantaría de la silla,
volviéndose hacia ellos, pero siguió en la misma posición, indiferente y lejana,
sumisa e indefensa, inofensiva. El mayor de los hombres guardó con prontitud la
picana bajo su verde gabán. Siempre que venia a este lugar, acompañado de
estudiantes que creían saberlo todo acerca de los viejos, lo embargaba la
nostalgia y un íntimo sentimiento de culpabilidad le hacía prometerse nunca más
regresar, renunciar de una vez por todas a tan asqueroso trabajo.
Recordó a su padre,
impotente y lloroso, tan distinto a los demás padres, suplicándole a la familia
que no lo llevaran allí. Pero a nadie conmovió con sus lágrimas. “Por fortuna
para él, falleció al mes de estar encerrado en esta misma habitación”, pensó,
estremecido por la emoción de los recuerdos, el guía.
—Buenos días, señora —saludó
el joven, incómodo con el silencio de la anciana.
—¡No te acerques tanto! -previno
el viejo-, sus reacciones son imprevisibles. ¿No te lo enseñaron en la
Universidad?
—Se ve tan desprotegida... -repuso
el joven alargando el brazo y acariciando con su mano el rugoso cuello de la
anciana, a la vez que agregaba, dirigiéndose a ésta: “¿Verdad que
son habladurías, abuela?”
—Salgamos ya. No confíes en
su aparente indiferencia ni en su debilidad. Es la táctica de todas ellas para
atrapar a sus presas. ¿Lo olvidaste? —suplicaba, en vano, el hombre de más
edad.
—¡Déjanos solos! —ordenó, de
súbito, el joven—. En la Universidad todos comentaban acerca de tu
insensibilidad.
El viejo salió de la
habitación, cerrándola con doble llave por fuera, como siempre. Era la rutina.
El día de la alimentación especial. Ellos se encariñaban con su pelo blanco y
su dormidora de payasos. Durante el forcejeo constataria que esa hermosa
cabellera se podía adquirir por ínfimo precio en cualquier supermercado. ¿Y él’? La edad estaba ablandándole el
corazón. Se compadecía de ellos y de
su estúpida visión altruista de la vida que los inducía a perder el instinto de
conservación cuando más lo necesitaban. Se encontraba hastiado de su deprimente
profesión que día tras día lo volvía más cínico, recursivo y mentiroso con las
víctimas. Ninguno pasaba el examen de grado. Él tampoco lo había pasado años
atrás cuando entró por primera vez al zoológico, pero por lo menos supo
desconfiar. Faltaban dos años, dos eternos y sangrientos años para jubilarse.
Se alejó a paso rápido por
el lustroso corredor, indiferente al primer grito del joven.
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