DIBUJA CUERVOS Y TE SACARÁN...
Mamá sólo vino a creerlo ahora. Antes, no.
Al primero en sucederle fue a Luis. Todos creyeron que había sido un
accidente. Nadie sospechó de mis dibujos. La única que alguna vez se interesó
en ellos, fue la profesora Bibiana. En clase de dibujo preguntó:
—¿Quién se los hizo, Susana?
Porque enjaulé varios en el
cuaderno. Y allí estaban, agitados cuando ella los miró. Creí que me regañaría
por dibujar algo distinto a la muestra que nos puso en el tablero, pero no lo
hizo. Mi profe es comprensiva porque todo cuanto hacemos durante la clase le
parece hermoso. Mis cuervos le gustaron, aunque se asustó un poco. Me felicitó
y prometió comprar uno de mis dibujos.
—¡Son perfectos!
Repitió cuando volvió a pasar cerca de mi escritorio. Sonreí.
—El de esa rama, parece que
respira.
Mi profesora lo descubrió y cerré el cuaderno, por prevención. Tal vez
por eso, mamá me prohibió dibujarlos.
—¡Esos horribles cuervos
traen mala suerte!
Pero no lo dijo antes. Ni siquiera cuando papá, borracho, mutilando mis
muñecas perdió sus ojos en el accidente. Mis dibujos se comportaban cada día
más reales y por eso decidí no volver a mostrárselos a ninguno. Los cuervos se
atemonzan, aletean desesperados y tratan de emprender el vuelo cuando algún
extraño los observa.
Su agitación sobre las hojas de los cuadernos sorprendía a mis
compañeros y tenía que inventar disculpas para que no hicieran comentarios, y
debía hablar en voz alta, casi gritar para que nadie sospechara, ni oyera ni
viera nada. Una vez, el profesor de matemáticas preguntó quién chillaba como un
pájaro. Daniela, mi amiga, cuando se los mostré durante el recreo, me previno:
—Susana, dibújelos en una
jaula más grande y más gruesa.
Dijo que era por mi seguridad. Ella tiene dos guacamayas en su casa. No
quise explicarle que eran mis cuervos, que con ellos nunca tendré problemas
porque son mis dibujos. Y yo sé cómo los trazo y los alimento. Sé cómo los
entreno. Nos reimos con Daniela y escondimos los cuadernos para que la
profesora de religión no averiguara nada. Miraba desde un rincón del patio.
El tercero fue Ignacio.
Perdió un solo ojo. Yo no lo dibujé y por eso no tengo remordimiento. Ese
cuervo apareció allí, solito en uno de los nidos que dibuje días atrás. Era un
guayacán en la orilla de Rio Verde: un guayacán amarillo. Los adoro, y a muchos
de mis cuervos los dibujo ahí, negros renegridos entre amarillo reamarillo.
Sobre las florecidas ramas de ese guayacán, dibujé varios.
El pequeño cuervo de
Ignacio, se balanceaba en la más alta rama, mirando la montaña, junto a una
estrella y una nube. Cuando se lo conté a la profesora Bibiana, ella me aclaró:
—¿No sabe, Susana, que
también sus dibujos pueden tener hijos?
No volví a dibujar durante dos meses. Hasta cuando tía Inés trajo a mi
prima Lorena y tuve que prestarle las muñecas. Dañó una porque le dije que no
podía llevársela para su casa; que si quería, jugara con ella en la habitación,
mientras yo dibujaba. Lorena siempre daíia mis muñecas y arranca las
ilustraciones de mis libros. Se enojó y resoplando por la nariz le arrancó la
cabeza. Trató de morderme cuando se la quité. En casa todos se rieron cuando me
puse a llorar y tía Inés dijo a mamá señalándome:
—¡Qué hija tan egoísta
tienes!
Esa noche le hice a uno el
pico más largo que a los otros y, a la semana exacta, tía Inés se accidentó en
su moto y perdió el ojo izquierdo. No le confesé a mamá que volví a dibujarlos,
pero parece que sospechó algo porque, cuando le dieron la noticia, sin decir
nada, revolvió los cajones de mi escritorio y encontró la libreta escondida en
El libro de Nod. Estuvo largo rato mirándola, sin levantar la cabeza, pasando y
repasando las hojas.
—Estás perfeccionando tu
arte, Susana. Por fortuna no lo has olvidado.
—Mamá, ella rompió mi
muñeca. Siempre que nos visita, rompe algo y me rasga los libros. Y tía Inés
nada le dice.
Me disculpé porque mis
cuervos no atacan a nadie si ninguno me molesta. Los peligrosos siempre los
dibujo entre jaulas.
—No te preocupes, Susanita.
Son coincidencias a las cuales estoy acostumbrada. Me besó en la mejilla.
—Puedes dibujar cuantos
quieras y como quieras.
Mamá es comprensiva como mi profe Bibiana. Ella trabaja todos los días,
desde cuando papá murió. Llegó triste a contármelo:
—Susana, me quedé sin
trabajo. La amante de mi jefe es desde hoy su nueva secretaria.
Había llorado. Trajo un borrador y me lo entregó, recomendándome:
—Esas jaulas para tus
cuervos ya no son necesarias...
Se durmió a mi lado, describiéndome uno por uno quiénes eran culpables
de la pérdida de su trabajo. Anoté nombres, apellidos y sobre todo el color de
los ojos. Por la mañana, al mostrarle el cuaderno en blanco, preguntó:
—¿Los borraste con jaula y
todo?
—No mamá, se fueron solos
cuando quedaron sin jaulas. Estaban hambreados, furiosos.
—Susana...
—Sí, mamá...
—Tenemos que irnos de este
pueblo.
—¿Cuándo?
—Mañana.
He dibujado toda la tarde.
Pronto llegará mamá con sus cosas de la oficina. Ya no caben los cuervos
en esta casa. Están impacientes y a ratos me asustan porque los dibujé más
salvajes, con picos más agudos. Brotan por centenares de los cuadernos. Pronto
abriré ventanas y puertas para que vayan donde deben ir. Cuando mamá llegue,
nos iremos para siempre de este pueblo. Se pondrá contenta y no me reprochará
por haberlos dibujado tan grandes. Estoy segura que no, porque voy a enseñarle
a dibujar serpientes. Para la ciudad donde vamos, ella necesitará saber dibujar
serpientes.
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