EL AMIGO
No
recuerdo por dónde llegó. Creo que fue por el techo. Tal vez se deslizó por el
grifo, un día que lo dejé abierto hasta la madrugada. Desde cuando comenzó a
pasearse por la casa, mi gato y mi perro prefieren evitarlo. No lo eché porque
me pareció indefenso a pesar de su largo pico, sus garras marrón y su mirada de
niño ofendido.
No
recuerdo por qué vendí primero al perro y después al gato. Tal vez ni los haya
vendido. Tampoco recuerdo qué se hizo la abuela. Parecía indiferente a la
presencia del huésped, pero cuando este se adueñó de su silla ella se encerró
en su habitación y no volvió a salir. O perdí a mi abuela cuando yo tenía cinco
años, no sé. El gato y el perro debí regalárselos a alguien para no disgustarlo
a él, aunque tampoco estoy seguro de haber tenido perro, gato y abuela.
Los
primeros días o os primeros meses, no lo sé con seguridad, evitaba dejarse ver
de quienes me visitaban. Los miraba por rendijas de las puertas, imitando la
voz de la abuela se quejaba e insultaba para hacerlos despedirse antes de tiempo.
Pensé que se ocultaba por timidez. Me
acostumbré a su presencia. Aunque no es grato a la vista, me acostumbré a verlo
todo el día sentado en la silla, siguiendo con sus ojos mi ajetreo por la
habitación.
Tal
vez algún día lo acaricié sin darme cuenta, como acariciaba no sé si al perro,
al gato o a mi probable hijo. Tal vez sea cierto, a él le gustaban los juguetes
pero cuando escucha la voz de un niño lanza desesperados chillidos y desgarra
las cortinas. Por eso creo que en esta casa nunca hubo niños.
Nos
hicimos amigos y aprendimos a soportarnos, a compartir los mismos rincones de
la casa, a gritar por turno, a desollar ratones y a escuchar los conciertos de
Paganini sin derramar lágrimas. No recuerdo por qué nunca le vi comer. Tal vez
imaginé que debía comer en otro lugar o que no comía. Mantenía siempre en la
silla de la abuela. Es posible que mientras yo dormía, saliera por donde llegó
a buscar su alimento o en otro sitio.
No
recuerdo por qué le invite un día a la mesa. Tal vez fueron las primeras o las
últimas palabras que cruzamos. Le dije: “Venga”. Dio varios saltos y se montó
en la lámpara. Pensé: “Le fastidia la luz eléctrica y sin embargo se columpia
en la lámpara. Quiere enojarme”. Pensé eso porque como se amañaba donde había
alguna encendida alguna vela, me extrañó su comportamiento. No quiso comer
carne aunque le gusta olerla. Tampoco le agradan los vegetales.
Ignoro
si cuando llegó era gordo o flaco. Al caminar por el piso da la impresión de
ser un poco pesado. Pero, ¿qué puedo afirmar respecto a peso, si cuando se
adhiere a la pared o al cielorraso parece tener la fragilidad de una mariposa?
Ensayé todo tipo de alimentos para aves, peces, niños, para ancianos y
pesadillas sin éxito alguno. Lo del alimento para peces lo ensayé luego de espiarlo cuando se sumergió en el tanque y se
quedó allí varios días, durmiendo en el fondo. Fue la única oportunidad que
tuve para retardarme en el bar de la esquina. Pensé: “desgarraría las cortinas
si supiera que estoy escuchando música de Willie Colón”. Al llegar abrí la
llave del agua a propósito y se despertó. Mirándome desde el fondo, saltó
salpicándome de agua la ropa y brincando hasta la mesa de planchar se quedó
allí mirándome burlón. Después… no sé qué ha sucedido después.
Tan
confuso todo. Cada vez parece saber más sobre mí; y yo, menos sobre él y sobre
mí. Lo único que con certeza averigüé es
que se alimenta de mi memoria. No recuerdo quién me lo dijo. Pudo haber sido
una indiscreción suya. Eso creo, mas no estoy seguro. Desde ayer o desde el año
pasado, no lo sé con seguridad, duerme enrollado sobre mis piernas. Los dos ocupamos la silla de la abuela y de
vez en cuando ladramos para recordar al perro.
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