LA VENGANZA DE
LOS SERES IMAGINARIOS
Las
páginas del libro quedaron en blanco. Sólo el prólogo continuó allí, puerta de
entrada hacia las rectangulares celdas de papel. La fuga fue colectiva porque
el propósito que los animó a escapar era idéntico en todos, excepto en A Bao
Qu, quien se marginó del complot. Estaban dispuestos a ejecutar su venganza.
Ninguno faltaba, desde Abtu y Anet,
hasta el escéptico zorro chino. El odio al enemigo común los hizo olvidar sus
antagonismos.
Hubieran
querido abandonar cuanto antes la biblioteca, pero el rencor predominó sobre el
miedo que tenían. Nadie se iría hasta llevar a cabo la venganza. La oscuridad
en que el cazador se movía, ayudaba a la acción de los prófugos. Las propuestas
que se escucharon tenían la inhumana magnitud de cuantos, desde su naturaleza,
inventaban castigos infligidos a ellos por los dioses y los hombres. Las
primeras luces de la madrugada anunciaron el fracaso de la asamblea. Entonces
el gemido de Banshee acalló el confuso rumor. Cada uno quería ser el
victimario. Una era la víctima para saciar la sed de venganza de más de un centenar
de verdugos, agitándose inconformes por sobre el piso y sobre el techo.
La
propuesta de Banshee agradó a todos: cada uno donaría su peor defecto para
crear un ser semejante al cazador. Tal venganza incluiría no sólo al escritor
sino a cuantos se acercaran a sus libros. Prevalidos de la ausencia de María y
de la ceguera del cazador, llevarían al engendro hasta su casa y lo dejarían
allí, en medios de sus actos cotidianos para confundirlo con él mismo hasta el
punto de hacerlo olvidar quién era quién. Estaban seguros que su curiosidad por
lo irracional debilitaría cualquier defensa que opusiera.
La
Anfisbena donó una de sus cabezas. El aplanador donó sus cónicas patas. Las
arpías se deprendieron de sus cabelleras. El catoblepas dio sus ojos y Leucrocotas
su voz. Escila donó sus tres filas de dientes. El grifo, sus largas orejas y la
Hidra su alimento. Khumbaba se desprendió de su sexo en forma de serpiente.
Odradek sacrificó su inmortalidad y los Peritios dieron su sombra. El Squonk
una de sus lágrimas. El Simurg arrancó una de sus plumas y, junto al canto de
las Sirenas, el zorro chino puso su cautela.
Uno
tras otro, contribuyeron al advenimiento del nuevo ser. La satisfacción fue
general cuando comprobaron que sobre el piso, rodeado por la expectante mirada
de los imaginarios seres, Jorge Luis Borges, el fantástico engendro de sus
defectos, rasgaba con desespero la placenta que lo envolvía, a la vez que
lanzaba un largo grito que los vigilantes de la biblioteca no escucharon, pero
que despertó a millares de perdonas en la ciudad.
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