sábado, 27 de diciembre de 2014

UMBERTO SENEGAL




DIBUJA CUERVOS Y TE SACARÁN...








Mamá sólo vino a creerlo ahora. Antes, no.

Al primero en sucederle fue a Luis. Todos creyeron que había sido un accidente. Nadie sospechó de mis dibujos. La única que alguna vez se interesó en ellos, fue la profesora Bibiana. En clase de dibujo preguntó:

—¿Quién se los hizo, Susana?

Porque enjaulé varios en el cuaderno. Y allí estaban, agitados cuando ella los miró. Creí que me regañaría por dibujar algo distinto a la muestra que nos puso en el tablero, pero no lo hizo. Mi profe es comprensiva porque todo cuanto hacemos durante la clase le parece hermoso. Mis cuervos le gustaron, aunque se asustó un poco. Me felicitó y prometió comprar uno de mis dibujos.

—¡Son perfectos!

Repitió cuando volvió a pasar cerca de mi escritorio. Sonreí.

—El de esa rama, parece que respira.

Mi profesora lo descubrió y cerré el cuaderno, por prevención. Tal vez por eso, mamá me prohibió dibujarlos.

—¡Esos horribles cuervos traen mala suerte!

Pero no lo dijo antes. Ni siquiera cuando papá, borracho, mutilando mis muñecas perdió sus ojos en el accidente. Mis dibujos se comportaban cada día más reales y por eso decidí no volver a mostrárselos a ninguno. Los cuervos se atemonzan, aletean desesperados y tratan de emprender el vuelo cuando algún extraño los observa.

Su agitación sobre las hojas de los cuadernos sorprendía a mis compañeros y tenía que inventar disculpas para que no hicieran comentarios, y debía hablar en voz alta, casi gritar para que nadie sospechara, ni oyera ni viera nada. Una vez, el profesor de matemáticas preguntó quién chillaba como un pájaro. Daniela, mi amiga, cuando se los mostré durante el recreo, me previno:


—Susana, dibújelos en una jaula más grande y más gruesa.


Dijo que era por mi seguridad. Ella tiene dos guacamayas en su casa. No quise explicarle que eran mis cuervos, que con ellos nunca tendré problemas porque son mis dibujos. Y yo sé cómo los trazo y los alimento. Sé cómo los entreno. Nos reimos con Daniela y escondimos los cuadernos para que la profesora de religión no averiguara nada. Miraba desde un rincón del patio.

El tercero fue Ignacio. Perdió un solo ojo. Yo no lo dibujé y por eso no tengo remordimiento. Ese cuervo apareció allí, solito en uno de los nidos que dibuje días atrás. Era un guayacán en la orilla de Rio Verde: un guayacán amarillo. Los adoro, y a muchos de mis cuervos los dibujo ahí, negros renegridos entre amarillo reamarillo. Sobre las florecidas ramas de ese guayacán, dibujé varios.

El pequeño cuervo de Ignacio, se balanceaba en la más alta rama, mirando la montaña, junto a una estrella y una nube. Cuando se lo conté a la profesora Bibiana, ella me aclaró:

—¿No sabe, Susana, que también sus dibujos pueden tener hijos?

No volví a dibujar durante dos meses. Hasta cuando tía Inés trajo a mi prima Lorena y tuve que prestarle las muñecas. Dañó una porque le dije que no podía llevársela para su casa; que si quería, jugara con ella en la habitación, mientras yo dibujaba. Lorena siempre daíia mis muñecas y arranca las ilustraciones de mis libros. Se enojó y resoplando por la nariz le arrancó la cabeza. Trató de morderme cuando se la quité. En casa todos se rieron cuando me puse a llorar y tía Inés dijo a mamá señalándome:


—¡Qué hija tan egoísta tienes!


Esa noche le hice a uno el pico más largo que a los otros y, a la semana exacta, tía Inés se accidentó en su moto y perdió el ojo izquierdo. No le confesé a mamá que volví a dibujarlos, pero parece que sospechó algo porque, cuando le dieron la noticia, sin decir nada, revolvió los cajones de mi escritorio y encontró la libreta escondida en El libro de Nod. Estuvo largo rato mirándola, sin levantar la cabeza, pasando y repasando las hojas.


—Estás perfeccionando tu arte, Susana. Por fortuna no lo has olvidado.

—Mamá, ella rompió mi muñeca. Siempre que nos visita, rompe algo y me rasga los libros. Y tía Inés nada le dice.

Me disculpé porque mis cuervos no atacan a nadie si ninguno me molesta. Los peligrosos siempre los dibujo entre jaulas.

—No te preocupes, Susanita. Son coincidencias a las cuales estoy acostumbrada. Me besó en la mejilla.

—Puedes dibujar cuantos quieras y como quieras.

Mamá es comprensiva como mi profe Bibiana. Ella trabaja todos los días, desde cuando papá murió. Llegó triste a contármelo:

—Susana, me quedé sin trabajo. La amante de mi jefe es desde hoy su nueva secretaria.

Había llorado. Trajo un borrador y me lo entregó, recomendándome:

—Esas jaulas para tus cuervos ya no son necesarias...

Se durmió a mi lado, describiéndome uno por uno quiénes eran culpables de la pérdida de su trabajo. Anoté nombres, apellidos y sobre todo el color de los ojos. Por la mañana, al mostrarle el cuaderno en blanco, preguntó:

—¿Los borraste con jaula y todo?
—No mamá, se fueron solos cuando quedaron sin jaulas. Estaban hambreados, furiosos.
—Susana...
—Sí, mamá...
—Tenemos que irnos de este pueblo.
—¿Cuándo?
—Mañana.

He dibujado toda la tarde.


Pronto llegará mamá con sus cosas de la oficina. Ya no caben los cuervos en esta casa. Están impacientes y a ratos me asustan porque los dibujé más salvajes, con picos más agudos. Brotan por centenares de los cuadernos. Pronto abriré ventanas y puertas para que vayan donde deben ir. Cuando mamá llegue, nos iremos para siempre de este pueblo. Se pondrá contenta y no me reprochará por haberlos dibujado tan grandes. Estoy segura que no, porque voy a enseñarle a dibujar serpientes. Para la ciudad donde vamos, ella necesitará saber dibujar serpientes.

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