sábado, 27 de diciembre de 2014

UMBERTO SENEGAL


                          



LA CIUDAD DE LOS SAUCES




Están juntos en la ciudad. Aunque comparten calles o alcobas, son desmesuradas las distancias entre ellos; lejanías que no se recorren asistiendo a la misma iglesia. De pronto, un saludo. Lo obvio de un saludo rutinario para acortar distancias entre seres semejantes, pero distintos, es la única opción.


Desde la madrugada hasta el anochecer, caminan unos junto a otros, mirándose de soslayo, con un tratamiento igual al que sostenían los lugareños antes de ellos llegar. Soportan esas pequeñas diferencias que, con el transcurso de su estadía nunca anunciada, dan a la ciudad  atmósfera de melancolía que nadie soporta.


Aunque los foráneos imitan gestos y costumbres, nada de la ciudad les pertenece. Ni los árboles. Ni los perros callejeros. Nada, aunque lo utilicen todo con desespero. Arraigan en cualquier hogar. Corren tras los perros en imposibles movimientos de ballet clásico. Están sobre los árboles, quietos en las ramas y mimetizados entre flores, o en el suelo, revestidos con hojas secas y quebradizas como ellos.


¿Qué buscan en este lugar?  Los niños son los únicos que no se mortifican con tales visitantes, ni se escandalizan con sus extravagancias, tácito acuerdo de tolerancia entre ambos. Cualquiera pensar que aquellos no ven a los visitantes y estos tampoco sospechan la existencia de niños en la dudad. Sucesos como el de la mañana cuando las calles amanecieron con rayuelas, centenares de rayuelas  pintadas sobre el pavimento,  en andenes y parques. Sólo respetaron predios aledaños al museo. Los niños se inculparon para encubrir a los autores del entramado, que fueron los visitantes. ¿Quiénes más? Los niños protrestaron, mostrando sus manos pintadas de verde, rojo, azul y negro, colores de las rayuelas. Sus pantalones y camisas con manchas de pintura. Chisguetes en las mejillas. Argumentos válidos en apariencia, si no hubieran estado los visitantes, sobre quienes recayó la culpa aunque ninguno dijo nada.



—¿Usted los vio, Marcela? -preguntó la profesora a la niña.

—Mi mamá también -dijo ella.

—¿Muchos? -miró por la ventana.

—Están por todas partes -aseguró la niña.

—¿Cuántos, Marcela?

—¿Cuántos alumnos hay en la escuela, profe?

—Ochocientos seis con usted.

— Entonces hay el triple -dedujo la niña.

—¿Quién le rasgó el bolsillo de su camiseta?

—    Son inofensivos: llegan por el aire.

—¿Por el aire?

—Como caen las hojas.

—¿Como caen las hojas?

—Y caminan hacia donde olfatean gente.

—¿Caminan? -se sorprendió la profesora.

— Eso parece.

—¿Como nosotros?

— Parecido.

— ¿Así como yo? -saltó por el salón, derribando sillas.

—Cuando se trasladan son viento suave y perfuman por donde pasan.

—Si son inofensivos, ¿por qué entró corriendo al salón?

—Para anunciar su visita. Así fue en la otra escuela.

—¿En la otra?

—En todas. Anunciaron su llegada. Cuando nos sentamos en silencio, aparecieron por todos los lugares, como hormigas.


     
     Llegan a casas y apartamentos, porque sus moradores se obsesionan por vender cualquier cosa. No compran. Ninguno compra durante las interminables jornadas en que los visitantes se sientan en la sala, contemplando un jarrón o cualquier objeto a su alcance. Su obsceno jadeo exalta al más indiferente. También se sientan en las camas a peinar sus largas cabelleras. Jadean y uno piensa: “Ya viene el rechazo”. “Van a revelar mis secretos”. “Me condenarán sin remedio”. “Lo saben todo y por eso nada dicen». Uno lo piensa y se atemonza mucho, pero nunca sucede nada. Son jueces en total silencio, excepto por su esporádico jadeo.


     A la casa de Clodomiro llegaron varios, porque él salió a ofrecer la licuadora queheredó de su madre. No es fácil soportar a un amigo insistiendo durante un mes para que le compremos su vieja licuadora. También a la casa de Mardoqueo. Hombre insensible, Mardoqueo aparece en cualquier lugar con varios volúmenes de (as obras completas de Gustav Meyrink, ofreciéndolos a precios irrisorios. Nadie compra. La obsesión, desde cuando llegaron los visitantes, es por vender. Estaban en la biblioteca de Mardoqueo y eran tres. Al bailar cogidos por la cintura, parecían seis.


     En la Casa de la cultura, Griselda, recién llegada de Francia, suplicó durante cuarenta días que compraran el sombrero que le regaló la novelista Amélie Nothomb. “Huele a Nothomb”, vociferaba Griselda con el sombrero en alto para resaltar las cualidades de tal prenda. “Huele a Nothomb”. Y entre el perfume de los visitantes, se expandía el olor a manzana podrida, a cereza podrida, a guayaba agria en descomposición.




— ¿Qué sucedió con el sombrero?

—Se lo quitaron.

— ¿Los de la ciudad?

— No, ellos.

— No han sido violentos, sólo curiosos.

— Se lo arrebataron a Griselda cuando entró a la oficina.

— ¡Pobre Griselda! Admira mucho a Nothomb.

— Ese sombrero era su fetiche desde cuando llegó de 
Francia.

— Uno de ellos lo lleva puesto.

— ¿Se los viste?

— Esta mañana, en el bus de La colina.

— Debe ser otro lector de Amélie. ¿Ellos leen?

—Parece que sí. A varios les he visto El libro de Nod...

— Griselda amenaza con suicidarse.

— No lo hará.

— ¿Estás seguro?

— No hará el menor intento.

— ¿Porqué tan seguro?

— Por la cantidad de sauces. Mientras ellos sigan aquí, con nosotros y con los sauces, Griselda no atentará contra su vida.

—Además, a Griselda le encanta la neblina.

— Sí, ellos son parte de la neblina durante las madrugadas.


De la casa de Eduvigis no se fueron durante toda la semana. Eduvigis es insegura. Se sonroja con sólo mirarla directo a los ojos. Salió a la puerta de su casa y ofreció el violín que le enviaron de Cremona. Un fino violín que reemplaza la presencia de cualquier hombre en su vida. Eduvigis cantó con voz parecida a la de Anjani Thomas. Danzó por el corredor, amándose con el violín. Tampoco pudo venderlo.


El violín de Eduvigis y el sombrero de Griselda. La licuadora de Clodomiro. Mardoqueo y Meyrink. En cada casa de la ciudad hay una persona y un objeto que tal persona desea vender a cualquier precio. En toda la ciudad no hay una persona que quiera o pueda comprar algo. Y los visitantes, observando en silencio esas transacciones imposibles. Tantas prendas y objetos en la historia de cada persona en esta ciudad. En ocasiones, los objetos son más importantes que las personas.



Respecto a Griselda, quien se suicidó dejando una nota con un fragmento del libro de Amélie, por un tiempo creyeron que había logrado vender el sombrero, pero luego se conoció la verdad.


Pertenece al libro Higiene del asesino:

“Si un escritor no goza, entonces debe detenerse al instante. Escribir sin gozar es inmoral. La escritura lleva en sí todos los gérmenes de la inmoralidad. La única excusa del escritor es su gozo. Un escritor que no goce, sería algo tan repugnante como si un hijo de puta violara a una niña sin ni siquiera gozar, que la violara por el simple hecho de violarla, para infiingirle un daño gratuito. La escritura lo jode todo: piense en la cantidad de árboles que ha sido necesario cortar para el papel, en los sitios que ha habido que buscar para almacenar los libros, en el dinero que ha costado su impresión, en el dinero que le costará a los eventuales lectores, en el aburrimiento que esos infelices experimentarán al leerlos, en la mala conciencia de los miserables que los comprarán, pero no tendrán suficiente valor para leerlos, en la tristeza de los amables imbéciles que los leerán sin comprenderlos, pero, sobre todo, en la fatuidad de las conversaciones que sucederán a su lectura o a su no lectura”.



El libro estaba al lado de su cadáver. Ambos húmedos de vino. Más importante e! Ubro que el cadáver de Griselda. En ocasiones, los objetos se vuelven más importantes que las personas, por ejemplo ese sombrero, esa licuadora. Los objetos primero aunque nadie los adquiera. Y después las personas. Los visitantes sacaron millares de fotocopias de este fragmento y las dejaron por toda la ciudad.



Desteñidas alfombras. Rastrillos de cobre. Máquinas de escribir. Relojes de arena.

Animales disecados. Colecciones de estampillas. Monedas. Centenares de discos.

Libros. Cada objeto ofrecido, denuncia la presencia de los visitantes.


Encontraron a Eduvigis ahorcada. Al lado, su violín lleno de hojas de sauce. Ellos no estaban en su casa: huyeron, porque los cadáveres no les agradan. Tanatofobia que también es común entre los habitantes de la ciudad.


—¿ Quién mencionó los cadáveres?

—En la escuela.

—¿Pero quién?

—Niños, profesores, las señoras del aseo.

—¿No crees que eso quieren ellos?

—Que nos suicidemos todos, hasta dejar muerta la ciudad.

—Muerta no, con ellos: sólo la ciudad con ellos por las calles.

—Es la misma.

—Por eso no han debido venir.

—Pero vinieron y tratan de vivir como nosotros.

—Así no podemos convivir.

—Tienes razón, alguien sobra.

—Todos sobramos: tú, ellos, yo...

—Nadie es imprescindible.

—Cada día sobramos más. Es insoportable.

—¡Nadie es importante para ninguno!

—Entonces... que se vayan.

—¿Crees que podríamos vivir sin ellos?

—No sé, estamos tan acostumbrados.

—Tampoco ellos pueden vivir sin nosotros.

— Están acostumbrándose.

— En tu casa hay cinco.

— Dos nada más, pero los siento como multitud.

— ¿Compraste algo?

— Si hubiera vendido mi flauta...

— Eduvigis tenía razón.

— Anoche, alguien interpretó en su violín...

— ¡El Trino del diablo!

— Sí, El Trino durante toda la noche.

— Las calles estaban llenas de sonámbulos.

— Ninguno escuchó El Trino, por fortuna.


Lo absurdo es la normalidad en la ciudad. Aparente normalidad. Lo cotidiano de los eventos. Pocas veces se les encuentra en una calle, en un bus o un ascensor. No están por los parques, a pesar de su constante presencia repugnante y densa. Se desconoce de dónde salió el cuento de su ingravidez. ¿Su aroma? Apestan. Un tren de carga habría sido el apropiado para transportarlos. La gente finge ignorarlos y cuando se habla de ellos actúa como si ocurriera en otra ciudad.


Vinieron en el tren del amanecer. La estación queda cerca del matadero municipal. Solicitaron tiquetes hasta la ciudad cercana, y ahí no se bajó ninguno. Tampoco regresó nadie, aunque el tren retomó dos horas después de llegar. Viajaban disfrazados, de otra manera no los habrían admitido. Llenaron los vagones. Centenares de cabezas blancas tras las ventanillas y el tren a máxima velocidad. Viajaron durante la noche, cuando el tren no se detiene en ningún lugar. Tampoco habría podido detenerse con ellos allí sentados, indiferentes a las oscuras siluetas de las montañas. El tren sabía cuál era el destino de su inusual carga: nuestra ciudad. Parecía un tren automático, por eso creen que llegaron en el tren y no por el aire. Pudieron haber elegido otro medio, pero ese tren llega en la madrugada. Podían caminar, aunque no los imaginamos dando saltos, ni arrojándose de los vagones en movimiento. Si alguien no les habló de los sauces, pudieron verlos desde cuando el tren cruzó el túnel cerca del río. Desde ahí, los sauces son notorios.


Les emociona caminar por entre sauces y esa pudo haber sido nuestra mala suerte. Tantos sauces en la ciudad. Tantos sauces. En la ciudad. Ellos llegaron una semana antes de los árboles comenzar a florecer. Hasta aquellos que nunca florecen, grandes y pequeños. ¿Estaciones?... En esta región, las estaciones suceden en un día. Dispóngalas en cualquier orden y aquí suceden a la vez: verano, primavera, otoño, invierno. En una semana o en un mes. Toda la región es así, pero en particular esta ciudad. Cuando los visitantes llegaron, era cualquier estación, Una semana antes de entrar los visitantes, no sólo florecieron los guayacanes amarillos, también los sauces que parecían esperarlos cuando bajaron del tren. Las plantas que podían florecer, florecieron. Las otras, también. Extraño espectáculo que inquietó a los habitantes de la ciudad.


Abundaron explicaciones de expertos en el tema. Con los visitantes aquí, lo mejor es no salir demasiado a la calle. No saludar vecinos, porque cualquiera puede ser uno de ellos. Tendríamos que pensar, entonces, que los árboles, ahora marchitos, están así por su culpa. Súbita primavera donde las flores decidieron adelantarse y sostener, por más tiempo del acostumbrado, su floración. Flores melancólicas. Bastaba con que ellos las miraran con detenimiento y las flores adquirían esa tristeza que usted les descubrió al llegar.


—¿ Va a salir tan oscuro, abuela?

—¿Le parece? Son las diez.

—Se maquilla demasiado.

—¡Se entromete con mi rostro, niña!

—La invitaron a la reunión quincenal, ¿ verdad?

—¿ Tengo ajustada la peluca?

—¿Irá sola, abuela?

—Nada me pasará, son tan amables...

—Se dejó convencer.

—Ni su abuelo me miraba como ellos lo hacen.

—A la abuela Lucrecia también la invitaron.

—¡Son tan galantes!

—Invitaron a la abuela de Godofredo y a la de Helmo.

—¡Tan descomplicados con sus trajes de Arlequín!

—Invitaron a cuantas tienen su misma edad. ¿No le parece sospechoso, abuela?

—No olvidamos los pasos del vals: aquí, allá, dejándonos llevar por sus largos brazos. Sus largas cabelleras en el aire. El perfume.

—¿Está decidida a ir, abuela?

—¡La camándula, por Dios, niña! Casi olvido la camándula. Búsquela
en el nochero y me la trae. Ellos la solicitan en la entrada.

—¿ Le presto mi brillo labial?

—Lo usaré toda la noche.

—¿Se irá a pie hasta el estadio?

—Llegará a tiempo.

—Sí, abuela, a tiempo. Lleve el abrigo.

—¿El rojo?

—A ellos les gusta mucho el rojo. Pintaron de rojo las estatuas, las torres de la iglesia y la mayoría de rayuelas.


Para no mirarlos, la gente lee el periódico en la calle. Centenares de personas por las calles, ocultándose tras los periódicos. Fingen, lápiz en mano, resolver el crucigrama o subrayar alguna frase. Pero no leemos. Es una premeditada simulación. Si es posible, chocamos entre nosotros o nos golpeamos con los postes del alumbrado público para no mirarlos de frente. Podrían marchitamos igual que lo hacen con algunos árboles florecidos. Los tulipanes japoneses no han vuelto a florecer. Amparados por los periódicos, ignoran el lento paso de los visitantes y su manera singular de inmovilizarse en cualquier esquina. ¿Mujeres entre ellos? No, ninguna mujer. La única, es la de Fulgencio y él anda buscándola porque se obsesionó con su música. Pero puede ser invento suyo, quién sabe. ¿Quién se atreve a confesar la verdad? Ellos mismos son los visitantes. Nadie ha venido al pueblo y el tren no existe en esta región.


Descenderé sobre el techo y revelaré la realidad. Alguien debe terminar con tantos miedos e hipocresías, antes que la gente se vaya de la ciudad y nos deje solos. Alguien debe. Alguien.

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