sábado, 27 de diciembre de 2014

UMBERTO SENEGAL



LA VENGANZA DE LOS SERES IMAGINARIOS











Las páginas del libro quedaron en blanco. Sólo el prólogo continuó allí, puerta de entrada hacia las rectangulares celdas de papel. La fuga fue colectiva porque el propósito que los animó a escapar era idéntico en todos, excepto en A Bao Qu, quien se marginó del complot. Estaban dispuestos a ejecutar su venganza. Ninguno faltaba, desde Abtu  y Anet, hasta el escéptico zorro chino. El odio al enemigo común los hizo olvidar sus antagonismos.




Hubieran querido abandonar cuanto antes la biblioteca, pero el rencor predominó sobre el miedo que tenían. Nadie se iría hasta llevar a cabo la venganza. La oscuridad en que el cazador se movía, ayudaba a la acción de los prófugos. Las propuestas que se escucharon tenían la inhumana magnitud de cuantos, desde su naturaleza, inventaban castigos infligidos a ellos por los dioses y los hombres. Las primeras luces de la madrugada anunciaron el fracaso de la asamblea. Entonces el gemido de Banshee acalló el confuso rumor. Cada uno quería ser el victimario. Una era la víctima para saciar la sed de venganza de más de un centenar de verdugos, agitándose inconformes por sobre el piso y sobre el techo.




La propuesta de Banshee agradó a todos: cada uno donaría su peor defecto para crear un ser semejante al cazador. Tal venganza incluiría no sólo al escritor sino a cuantos se acercaran a sus libros. Prevalidos de la ausencia de María y de la ceguera del cazador, llevarían al engendro hasta su casa y lo dejarían allí, en medios de sus actos cotidianos para confundirlo con él mismo hasta el punto de hacerlo olvidar quién era quién. Estaban seguros que su curiosidad por lo irracional debilitaría cualquier defensa que opusiera.




La Anfisbena donó una de sus cabezas. El aplanador donó sus cónicas patas. Las arpías se deprendieron de sus cabelleras. El catoblepas dio sus ojos y Leucrocotas su voz. Escila donó sus tres filas de dientes. El grifo, sus largas orejas y la Hidra su alimento. Khumbaba se desprendió de su sexo en forma de serpiente. Odradek sacrificó su inmortalidad y los Peritios dieron su sombra. El Squonk una de sus lágrimas. El Simurg arrancó una de sus plumas y, junto al canto de las Sirenas, el zorro chino puso su cautela.




Uno tras otro, contribuyeron al advenimiento del nuevo ser. La satisfacción fue general cuando comprobaron que sobre el piso, rodeado por la expectante mirada de los imaginarios seres, Jorge Luis Borges, el fantástico engendro de sus defectos, rasgaba con desespero la placenta que lo envolvía, a la vez que lanzaba un largo grito que los vigilantes de la biblioteca no escucharon, pero que despertó a millares de perdonas en la ciudad.




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