Ni crédulo ni
mucho menos supersticioso. Lo ocurrido hace una semana, podría atribuírselo a
Makemba, Bumba, Kalunga, Unkulunkulu o cualquier otra despreciable y oscura
deidad africana, pero me gusta más adjudicárselo al azar. Siempre he dejado
todo en manos del azar y es como si Dios hubiese hecho el universo para mí, a
la medida de mis sentimientos y emociones, de mis miedos pero también de mis
inocultables alegrías.
El azar carece de color y esto me agrada. Por
fortuna no es negro como la materia oscura. Concederle importancia al suceso de
ayer, sería dársela a cada uno de aquellos inoportunos negros que contribuyeron
a la anormalidad del viaje. No caeré en tal error. La discriminación racial
hace parte del azar como encuentro accidental, uno de los cuatro tipos de azar
conocidos. En otro viaje podría ocurrirme de nuevo con indígenas, judíos,
gitanos o gays porque el azar es brutal y no tiene misericordia con nadie. Si
uno viaja en un vehículo público, dispuesto a roces y saludos, a escuchar
insípidos diálogos, a oler cuerpos, a encuentros indeseables con pasajeros de
baja condición social, el azar también sube en la terminal a incomodar durante
el trayecto.
Sucedió en mayo
5 de 2003 y en esa ocasión los protagonistas fueron cinco negros. Me gusta ser
puntual cuando relato algo, para que la gente no desconfíe. En el periódico de
Armenia dieron la noticia y publicaron una foto. Tampoco se le mezcle cábala ni
magia al evento. Fueron coincidencias y nada más. Para que me entiendan mejor,
debo confesar sin modestia, con orgullo de quien escucha a Wagner, a Haendel,
Strauss y Schumann, que me mortifican, me disgustan y ensordecen el jazz, el
soul, los blues y el góspel. No tolero ese ruido y menos cuando fastidia desde
las voces de sus negros intérpretes.
Evito a la
gente que me habla de jazz. Si son personas blancas, lo considero insulto
mayor. Es curioso: en mi región quienes menos hablan de jazz son los negros.
Les atrae otro tipo de música. Aunque quisieran, veo inaccesible la cultura del
jazz para los negros de mi país. Nada quieren saber de jazz. Si tuviese algo de
supersticioso, pensaría que los cinco negros subiendo al bus donde yo viajaba
para Caicedonia, me los envió a propósito una retorcida deidad de las etnias
thonga, barumbi, kissi o bateké. He acabado tres relaciones amorosas porque a
mis compañeras les apasionaba el jazz. Puedo soportar otros defectos, tolerar otra
clase de superficialidades, convivir con sus adicciones o escucharlas hablar de
amor, pero no concibo una mujer dándome clases de teoría del jazz y mientras
leo a Elytis en la intimidad de mi alcoba, aguantar negros ensordeciéndome con
sus quejas y alaridos, con sus fraseos.
No soy agresivo ni tengo parafilias pero, en
una ocasión, a una de mis amantes, desde la boquilla hasta la vocal introduje
en su vagina una parte del saxofón con el cual ella ensayaba. Fue fugaz el
hecho, sin embargo lo gozó. La última mujer que convivió conmigo, dejó pegados
en las paredes del apartamento numerosos afiches en blanco y negro, con
imágenes de esos negros. Insólito: afiches en blanco y negro. Por las noches,
con las habitaciones en penumbras, adquirían vida y se movían sin abandonar sus
espacios. No se los llevó. Ahí sobrevivieron varios meses, prueba de mi
perpetua tolerancia. Ha sido la única negra con quien he sostenido alguna
intimidad sexual y sentimental… Me persiguen sus sombras, sus instrumentos, sus
gestos característicos: Louis Armstrong,
Dizzy Gillespie, Charlie Parker, Miles Davis y John Coltrane. Todavía me
sorprendo repitiendo sus nombres en algunos momentos de mi vida.
Salí de la
terminal de Armenia en uno de los buses blancos que hacen su recorrido hasta el
municipio vallecaucano de Caicedonia. Solo cinco sillas desocupadas y nadie al
lado mío. El viaje prometía ser plácido. Lo fue hasta aproximarnos al
corregimiento de Barcelona, donde se subió un negro parecido a Louis Armstrong.
Aunque no son frecuentes tales calamidades, lo miré sin perturbarme demasiado,
considerándolo normal en el viaje.
Kilómetros más adelante, en la entrada hacia
el municipio de Buenavista, el vehículo se detuvo y subió otro negro. Vestía
camiseta amarilla y se me pareció a Dizzy Gillespie. No saludó a Louis. A
nadie. Su presencia desgarró la regularidad de mi viaje porque comencé a
inquietarme. En el sitio llamado Barragán, la tensión llegó al límite cuando un
negro más subió al bus. El mismo Charlie Parker. Era Charlie, quién más. Como si
Kalunga los hubiese puesto de acuerdo para trastornar la lógica del tranquilo
viaje que con frecuencia realizo. No se miraban entre ellos. Tal vez se
despreciaban. O eran racistas. O ninguno quería reconocerse en el rostro de sus
compañeros. El bus siguió su pavoroso recorrido hacia Caicedonia. De un camino
veredal que conduce hacia Pijao, salió Miles Davis. Lo vi desde cuando corrió
por el camino para no dejar pasar el vehículo. Ni Armstrong, ni Gillespie, ni
Parker, lo determinaron. Davis correspondió con igual indiferencia. Cerca de un
caserío llamado Ciudad del sol, subió al bus otro negro: John Coltrane. Lo
reconocí: el mismo Coltrane del afiche que me dejó Jazzbelle. Coincidencias,
nada más, juegos del azar.
Faltaba poco
para llegar a Caicedonia, cuando en una nueva parada del bus subió un joven
rubio de ojos azules. Al no encontrar silla en el bus, miró a los negros, sacó
un revólver y les disparó, uno tras otro, frente a la pacífica indiferencia y
notoria alegría de los demás pasajeros. Yo, entre ellos, fingiendo dormir. La
normalidad regresó al viaje. Cuando llegué a Caicedonia, narré la historia a mi
amigo el poeta Carlos Alberto Agudelo. Este me invitó a comer y entramos en un
restaurante nuevo, en el parque de Bolívar, donde nos atendió una abultada
mujer negra, acompañada por sus dos hermanas, negras también. Un buen viaje, no
se puede negar, a pesar de los inconvenientes.
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