martes, 24 de abril de 2012

ANORMALIDAD CON JAZZ INCLUÍDO





Ni crédulo ni mucho menos supersticioso. Lo ocurrido hace una semana, podría atribuírselo a Makemba, Bumba, Kalunga, Unkulunkulu o cualquier otra despreciable y oscura deidad africana, pero me gusta más adjudicárselo al azar. Siempre he dejado todo en manos del azar y es como si Dios hubiese hecho el universo para mí, a la medida de mis sentimientos y emociones, de mis miedos pero también de mis inocultables alegrías.

 El azar carece de color y esto me agrada. Por fortuna no es negro como la materia oscura. Concederle importancia al suceso de ayer, sería dársela a cada uno de aquellos inoportunos negros que contribuyeron a la anormalidad del viaje. No caeré en tal error. La discriminación racial hace parte del azar como encuentro accidental, uno de los cuatro tipos de azar conocidos. En otro viaje podría ocurrirme de nuevo con indígenas, judíos, gitanos o gays porque el azar es brutal y no tiene misericordia con nadie. Si uno viaja en un vehículo público, dispuesto a roces y saludos, a escuchar insípidos diálogos, a oler cuerpos, a encuentros indeseables con pasajeros de baja condición social, el azar también sube en la terminal a incomodar durante el trayecto.

Sucedió en mayo 5 de 2003 y en esa ocasión los protagonistas fueron cinco negros. Me gusta ser puntual cuando relato algo, para que la gente no desconfíe. En el periódico de Armenia dieron la noticia y publicaron una foto. Tampoco se le mezcle cábala ni magia al evento. Fueron coincidencias y nada más. Para que me entiendan mejor, debo confesar sin modestia, con orgullo de quien escucha a Wagner, a Haendel, Strauss y Schumann, que me mortifican, me disgustan y ensordecen el jazz, el soul, los blues y el góspel. No tolero ese ruido y menos cuando fastidia desde las voces de sus negros intérpretes.

Evito a la gente que me habla de jazz. Si son personas blancas, lo considero insulto mayor. Es curioso: en mi región quienes menos hablan de jazz son los negros. Les atrae otro tipo de música. Aunque quisieran, veo inaccesible la cultura del jazz para los negros de mi país. Nada quieren saber de jazz. Si tuviese algo de supersticioso, pensaría que los cinco negros subiendo al bus donde yo viajaba para Caicedonia, me los envió a propósito una retorcida deidad de las etnias thonga, barumbi, kissi o bateké. He acabado tres relaciones amorosas porque a mis compañeras les apasionaba el jazz. Puedo soportar otros defectos, tolerar otra clase de superficialidades, convivir con sus adicciones o escucharlas hablar de amor, pero no concibo una mujer dándome clases de teoría del jazz y mientras leo a Elytis en la intimidad de mi alcoba, aguantar negros ensordeciéndome con sus quejas y alaridos, con sus fraseos.

 No soy agresivo ni tengo parafilias pero, en una ocasión, a una de mis amantes, desde la boquilla hasta la vocal introduje en su vagina una parte del saxofón con el cual ella ensayaba. Fue fugaz el hecho, sin embargo lo gozó. La última mujer que convivió conmigo, dejó pegados en las paredes del apartamento numerosos afiches en blanco y negro, con imágenes de esos negros. Insólito: afiches en blanco y negro. Por las noches, con las habitaciones en penumbras, adquirían vida y se movían sin abandonar sus espacios. No se los llevó. Ahí sobrevivieron varios meses, prueba de mi perpetua tolerancia. Ha sido la única negra con quien he sostenido alguna intimidad sexual y sentimental… Me persiguen sus sombras, sus instrumentos, sus gestos característicos: Louis Armstrong,  Dizzy Gillespie, Charlie Parker, Miles Davis y John Coltrane. Todavía me sorprendo repitiendo sus nombres en algunos momentos de mi vida.

Salí de la terminal de Armenia en uno de los buses blancos que hacen su recorrido hasta el municipio vallecaucano de Caicedonia. Solo cinco sillas desocupadas y nadie al lado mío. El viaje prometía ser plácido. Lo fue hasta aproximarnos al corregimiento de Barcelona, donde se subió un negro parecido a Louis Armstrong. Aunque no son frecuentes tales calamidades, lo miré sin perturbarme demasiado, considerándolo normal en el viaje.

 Kilómetros más adelante, en la entrada hacia el municipio de Buenavista, el vehículo se detuvo y subió otro negro. Vestía camiseta amarilla y se me pareció a Dizzy Gillespie. No saludó a Louis. A nadie. Su presencia desgarró la regularidad de mi viaje porque comencé a inquietarme. En el sitio llamado Barragán, la tensión llegó al límite cuando un negro más subió al bus. El mismo Charlie Parker. Era Charlie, quién más. Como si Kalunga los hubiese puesto de acuerdo para trastornar la lógica del tranquilo viaje que con frecuencia realizo. No se miraban entre ellos. Tal vez se despreciaban. O eran racistas. O ninguno quería reconocerse en el rostro de sus compañeros. El bus siguió su pavoroso recorrido hacia Caicedonia. De un camino veredal que conduce hacia Pijao, salió Miles Davis. Lo vi desde cuando corrió por el camino para no dejar pasar el vehículo. Ni Armstrong, ni Gillespie, ni Parker, lo determinaron. Davis correspondió con igual indiferencia. Cerca de un caserío llamado Ciudad del sol, subió al bus otro negro: John Coltrane. Lo reconocí: el mismo Coltrane del afiche que me dejó Jazzbelle. Coincidencias, nada más, juegos del azar.

Faltaba poco para llegar a Caicedonia, cuando en una nueva parada del bus subió un joven rubio de ojos azules. Al no encontrar silla en el bus, miró a los negros, sacó un revólver y les disparó, uno tras otro, frente a la pacífica indiferencia y notoria alegría de los demás pasajeros. Yo, entre ellos, fingiendo dormir. La normalidad regresó al viaje. Cuando llegué a Caicedonia, narré la historia a mi amigo el poeta Carlos Alberto Agudelo. Este me invitó a comer y entramos en un restaurante nuevo, en el parque de Bolívar, donde nos atendió una abultada mujer negra, acompañada por sus dos hermanas, negras también. Un buen viaje, no se puede negar, a pesar de los inconvenientes.



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