jueves, 12 de enero de 2012

ÍTACA, DE CAVAFIS


Ítaca de Cavafis, Umberto Senegal. Cuadernos Negros Editorial,  2009.

Esta variedad del gozo poético comenzó en 1971, leyendo diferentes traducciones de If…-poema de Rudyard Kip1ing- al castellano. El mismo texto con otras palabras, otros sonoros y pertinentes sinónimos, variable sintaxis en diferentes formas de traducir el poema sin perder su idea original, inconfundible entre diferentes versiones. Me atrajo, por las implicaciones de sus lecturas, el ejercicio propuesto por el recopilador y comentarista de ta­les traducciones,  asimilándolo como nueva opción lectora para enriquecer mis disciplinas literarias.

Reunir distintas versiones de un poema no es simple entretenimiento literario. En la medida  que se degustan y cotejan, surgen otras dimensiones no forma­les del poema y la poesía. E1 lector apasionado, exhuma ocultos campos lingüísticos y estéticos de aquel, tangibles en el espíritu de la poesía, que gravitan más al1á de la palabra en el idioma original o en su traducción. Experiencia lectora poco habitual, que no sucede cuando se lee una sola o no se comparan traducciones. Acrecienta el caudal idiomático y poéti­co de la lengua a la cual se traduce un original.

Ítaca, de Constantinos Petros Cavafis, en griego, su lengua original, es el mismo poema en griego para los griegos. El lenguaje cavafiano, amalgamado con matices propios de la katharévuza y el demótico, es igual para la vista y el oído griegos, pero cuando pasa a otro idioma y exige gradaciones léxicas nuevas de acuerdo con los traductores, el filosófico poema se convierte en algo más que el texto original. Poeta, traductor y lector que participan de dicho ceremonial, se comunican en otros niveles. Para vivenciarlo se debe emplear cualquier poema traducido por más de 10 traductores. Se les llama traducciones indirectas, intermediadas o de segunda mano, procedimiento consistente en traducir un texto no a partir de su forma original, sino a través de una traducción previa a otra lengua intermedia. En su conocida Declaración de Nairobi (1976) la UNESCO no recomienda dichas traducciones. Se sirve de una o varias versiones para darle cuerpo a la propia.

Tal lectura la he practicado con Los proverbios del infierno, de Blake; con los Cantares XXX y XLV, de Ezra Pound; con la octava elegía, de las Elegías de Duino, de Rilke; con Burnt Norton, primera parte de los Cuatro Cuartetos de T.S. Eliot; con las estrofas XV, XVI y XVII del Cementerio marino, de Valéry; con las Rubaiyat 1,2,3,4 de Omar Khayyam; con las Letanías a Satanás, de Baudelaire; con varias gacelas de Hafiz; con Pessoa, Hölderlin y, en particular, con el haiku de la rana, de Basho, del cual he reunido cerca de 100 traducciones al castellano. Y es un poema de sólo 17 sílabas.

Me sumerjo en uno de los poemas y luego, cuando durante el transcurso de nuevas lecturas encuentro traductores con análogos intereses por un poeta, cotejo versiones y paráfrasis, traducciones directas de la lengua original o de otras lenguas, sin objetivo distinto al de mi particular complacencia. “El estudio de un espacio literario no puede prescindir de las obras traducidas que ese espacio acoge”, señala el cavafista Vicente Fernández González, en su minucioso trabajo sobre la poesía del alejandrino y las traducciones al castellano (La ciudad de las ideas, Madrid, 2001) El oído se agudiza con múltiples voces que acarician desde un mismo poema. Cada traductor, según sucede con Ítaca, reconstruye el poema in­volucrando su capacidad literaria, sus indagaciones bibliográficas, la académica erudición, su sensibilidad poética y el conocimiento del idioma del cual traduce.

Estas recopilaciones, donde predominan Cavafis y Basho, junto con Khayyam, me impelen hacia la continua búsqueda literaria. Es elemento básico de mis lecturas, otro modo de disfrutar determinados poemas. Nuevas aproxima­ciones estéticas a un texto cuyo original fue escrito en idioma diferente al castellano. Por la década de los años 80, Cavafis llegó a mi vida gra­cias a la relación epistolar sostenida con filólogos y escritores expertos en la obra del alejandrino, de la talla académica e investigativa de Miguel Castillo Didier, Nina Anghelidis o José Antonio Moreno Jurado. Fundé en el Quindío el Centro de Estudios de Literatura Neohelénica Miguel Castillo Didier. En mi revista KANORA, dediqué amplios espacios para divulgar la moderna poesía y narrativa griegas. Cavafis y Ritsos, fueron privilegiados en sus páginas. Fruto del encuentro quindiano con la cultura neohelénica, fueron las versiones del poeta calarqueño Elías Mejía, quien tradujo del francés El muro en el espejo e Ismenia, de Yannis Ritsos y Fragmenta o la vegetación de los minerales, de Takis Varvitsiotis.

De Cavafis, sin hermenéuticas previas me sedujo su poema Ítaca, obra perfecta del prosaísmo poético, cuya carencia de elementos líricos imprime mayor patetismo al texto a través de un lenguaje escueto, denotativo-narrativo que busca,  lográndola sin rodeos, la exactitud comunicante. De los 154 poemas canónicos, varios me impresionaron por aquellos días cuando en Colombia sólo circulaban versiones de Belisa­rio Betancur, Eduardo López Jaramillo y Harold Alvarado Tenorio, para mencionar poetas colombianos fascinados con Cavafis a partir de las traducciones que Margarita Yourcenar y Constantino Dimarás hicieron al francés (1958) pa­ra la Editorial Gallimard y que se complementaron con las primeras versio­nes al castellano que circulaban en nuestra lengua: C. Kavafis: veinticinco poemas (1964) en traducción de E.Vidal y J.A.Valente, primera que en castella­no se editó como libro; Lázaro Santana (1970), J. Ferraté (1971), J.M.Alvarez (1976). Reafirmo aquí, que el ex presidente de Colombia, Belisario Betancur Cuartas, fue quien introdujo a Cavafis en la lengua castellana. Jaime Gil de Biedma, cuenta haber leído en 1955 algunos poemas de Cavafis, traducidos al castellano por el sacerdote ortodoxo Pacho Aguirre, mas no se conoce documento alguno que lo verifique.

En entrevista a Miguel Castillo Didier, director del Centro de Estudios Griegos, Bizantinos y Neohelénicos  Fotios Malleros  perteneciente a la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, hecha por Xrisí Athena Tefarikis en marzo de 2007, el notable cavafista chileno aclara: “Se podría señalar que el primer traductor de poemas de Kavafis del griego al español fue don Jorge Razís, pero no las publicó y luego vino la traducción del colombiano Betancur, alrededor de 1958. En torno a la obra y el trabajo de Razís, agrega Castillo Didier: "Ocurrió también otro hecho que hizo que me interesara en el griego moderno: la aparición de don Jorge Razís que era griego y trabajaba en el Consulado Griego de Valparaíso. De vez en cuando venía a Santiago a trabajar en el Consulado Griego de Santiago. En una ocasión salió un aviso en la prensa que anunciaba una conferencia titulada:" Páginas de la poesía Neo-Helénica" Eso fue alrededor de 1957-1958 y coincidió con la aparición de Cristo nuevamente crucificado. Entonces los estudiantes de griego acudimos a la conferencia del señor Razís porque no sabíamos nada de la poesía Neo-Helénica. Así fue cómo tuvimos la oportunidad de escuchar, entre otros, tres poemas de Konstantinos Kavafis que don Jorge Razís había traducido al español: Que el dios abandonaba a Antonio, Súplica e Itaca. ¡Esos tres poemas me provocaron una impresión inmensa! Además, el señor Razís leía los poemas de una manera muy hermosa, sus traducciones eran muy bellas y las leyó acompañado por una música de fondo bastante tenue. A mi me bastó escuchar esos tres poemas para darme cuenta que Kavafis era un genio. Entonces me acerqué al señor Razís y le pregunté si había otros poemas de ese autor. El me respondió afirmativamente y me los envió, por cierto, en griego moderno”.

Por consiguiente, frente al trabajo real que Betancur Cuartas hizo en 1958, seis años antes de conocerse las traducciones de Vidal y Valente, continuamos sosteniendo cuanto en la revista Byzantion Nea Hellás (Universidad de Chile, l991-1992. Volumen 11-12) afirmamos del político y poeta colombiano como in­troductor de Cavafis en lengua castellana. Recuerda Betancur: “En uno de mis viajes a Grecia, pasando por París cayó a mis manos una edición bilin­güe de Kavafis con traducciones al francés de la Yourcenar. Volví entonces al texto de Durrell y seguí hacia Atenas con dos tarjetas de presentación para el poeta griego Constantino Tsirópoulos, quien para sorpresa mía sabía algo de castellano. En los bares, haciendo bohemia nos dedicamos a traducir a Kavafis sobre el texto griego y sobre el francés de la Yourcenar. Y resultó que estas fueron las primeras traducciones de Kavafis al español”. Fue­ron trece los poemas traducidos por el colombiano y el griego: Los magos an­tiguos, El sol de la tarde, Lectura, Voces, Deseos, Lejanía, Monotonía, Ana Dalasena, Cirios, El cortejo de Baco, La sombra del amor, Espejo antiguo, Sobre la costa de Italia.

Respecto a las versiones del sacerdote Aguirre, Gil de Viedma no aporta ninguna referencia válida, como sí sucede con Betancur al citar al poeta griego, C. Tsirópoulos, quien le contribuyó con su versión al castellano. En 1963, un año antes que Vidal y Valente, publicaran el libro atrás citado, el poeta colombiano incluyó tales traducciones en su libro El viajero sobre la tierra (Tercer Mundo, Bogotá, 1963). Betancur publicó sus paráfrasis en un elegante volumen (23 de ancho,  34 cms de largo) en edición de l.028 ejemplares, 28 firmados por su autor y ordenados desde A hasta Z. Otros 350 ejemplares se numeraron del 0 al 349, también con firma del autor. La edición en Antares, de Bogotá, estuvo a cargo de César Martínez H. y de Belisario mismo. En su segunda parte, Los copos ebrios, el ex presidente incluye paráfrasis de Cavafis y versiones de Pasternak, Brooke, Dylan Thomas y Sédar Senghor, aclarando que ellas “tienen más de divertimento transeúnte y de tímida aproximación al encantamiento, que de precisión y de rigor”. Los poemas de Cavafis, señala Betancur, aparecieron en las páginas literarias de El Siglo, de Bogotá. El colombiano describe al poeta alejandrino como “místico griego misterioso”.

Los 13 poemas incluidos en El viajero sobre la tierra (Noviembre 30 de 1963) están en prosa, con fecha de 1958. Desde la introduc­ción, Betancur se disculpa: “el contenido de este libro expresa simplemente un divertimento sin jactancia ni pretensión. Eso, solamente eso: la ocupa­ción o distracción transitoria del autor, mientras proseguía el itinerario de otros oficios”. Para la historia de la introducción del poeta griego en lengua castellana, las paráfrasis de Betancur ocupan lugar privilegiado. El trabajo de traducción que realizó en Grecia con Kostas E. Tsirópulos, marca un hito en el campo de las versiones de la poesía de Cavafis a la lengua ibera. Luis de Cañigral es autor de una completísima bibliografía sobre las traducciones que de Cavafis existen en lengua castellana. Tsirópulos nació en Lárisa (1930). Desconozco si aún vive y tiene conocimiento de la magnitud de su traducción a dos manos en 1955, como primer paso que se dio para traer a Cavafis a nuestro idioma. Tsirópulos estudió derecho en la Universidad de Tesalónica. Dirigió la revista Euthini y pertenece a la Segunda generación de la Postguerra, con poetas como Loana Tsatsu, Linos Christianópulos, Orestis Alexis, Nikos Gregoriadis y Kikí Dimulá. Algunas obras de Tsirópulos son: Noches, Verano negro, Los ángeles y Cuaderno de alucinaciones. Escribió un poema a Cavafis que considero pertinente incluir aquí:    

                              K.P. CAVAFIS


Cuando a la medianoche con dedos curiosos buscaban
escrituras maravillosas en sus cuerpos
recibían la belleza poética
con palabras y silencios.
Oh carne bien escrita que en el mar de la mañana apareciste
inmarcesible
iluminando la creación de los Griegos
con la incorruptibilidad de la amada alegría
aquí en la noche de muchas lenguas
te abrieron
y miraron de frente en tu arco misterioso
la evidencia definitiva de la hermosura
cuando sus mentes perfectas
ebrias del vigor de la fantasía
se bañaban en la savia del cuerpo
y ascendían de las fuentes oscuras de su dolor
palabras de inmensas ramificaciones
para vivir al fin su afirmación en las aguas injertadas
antes de que el brote satrapía del tiempo
las amontonase en ruinas oscuras
viajes de la melancolía
de manera que los Griegos golpeando
sus noches con el cuerpo en vilo
levantasen por encima de la muerte
la insigne inmortalidad
del arte de sus palabras.
      
Tres son, entonces, los nombres que deben tenerse presentes cuando se busquen las raíces de las primeras traducciones parciales de Cavafis al español: Pacho Aguirre (1955) no publicadas; Jorge Razís (1957) que tampoco se publicaron, de acuerdo con lo afirmado por Castillo Didier, y Belisario Betancur (1958) las cuales se publicaron en Colombia como atrás señalamos.

Ítaca pulsó cuerdas de mi alma que pocos poemas habían tocado. Releyéndolo y en la medida  que comparaba traducciones, fue mayor el efecto emo­cional; fueron más hondas y complejas las evocaciones que dicho texto me despertó. Su sentido ontológico se aproximó a mis lecturas y prácticas zen. Tal visión mística de la vida me facilitó percibir dimensiones existenciales semejantes en Ítaca, aunque por ningún lugar encuentro referencias sobre tal tipo de lecturas en el poeta alejandrino, lo cual le confiere universalidad al poema, intemporalidad, multidimensionalidad filosófica, sicológica y estética. Comencé, entonces, a reunir traducciones diversas que, en su mayoría, provenían del inglés: Mavrogordato (1952) y Rae Dalven (1961), y de las traducciones al francés de Yourcenar-Dimarás, o de Paputsakis. Pocas para el castellano, se hicieron directas del griego.

Mi obsesión fue constante y enriquecedora. Conocí traducciones al castellano publicadas en España, en particular la directa del griego por Pedro Bádenas de la Peña. También, la hispanoamericana del venezolano Francisco Rivera. Fundamentada en libros publicados que incluyen a Ítaca, comparto con esta recopilación otra forma de leer poesía. La aparente reiteración poemática puede servir para introducir nuevos lectores al ámbito poético cavafiano, ese del cual Cernuda puntualizó: “aquel sobre tema de Plutarco, donde Marco Antonio oye en la noche la música que acompaña al cortejo invisible de los dioses, que le abandonan, me parece una de las cosas más definitivamen­te hermosas de que tenga noticia en la poesía de este tiempo”. Muchos poetas como Cernuda, tienen sus poemas preferidos. Para mi gusto, el más profundo y trascendente en la obra de Cavafis, vital y dionisiaco, es Ítaca.

Es un mágico ejercicio de lectura que se comprende mejor cuando se ajusta al planteamiento del novelista griego Stratis Sircas, quien propuso la teoría de las tres claves para estudiar los textos de Cavafis:

a.       El hecho histórico: fuente literaria.
b.      El hecho real: acontecimiento contemporáneo del poeta.
c.       El hecho sicológico: vivencias del poeta.

Ítaca se puede incluir dentro de la tercera clave.

Cuando señalo que hay encanto en las traducciones, que el grupo de traductores es una confraternidad casi esotérica cuyo material alquímico es la palabra y en este caso el pulido verso de Cavafis, fundamento dicho juicio en la mística oriental. La tradición vedanta enseña que el uni­verso es el universo del espíritu en el éter de la consciencia. El espíritu que emana de Dios se transforma en Sonido sagrado. El aspecto femenino de Dios se invoca a través del habla, mientras que su aspecto masculino sólo es abordable mediante el silencio. En las tra­ducciones encontramos voces y silencios, un fecundo diálogo entre el poe­ta y sus traductores, dispuestos a develar la esencia del texto original. Es indudable que el poema se convierte en extenso mantram que, al repetir su lectura visualizando los cambios que introduce cada traductor, adquiere nuevos matices de interpretación, inductores de emociones que no suceden cuando se lee una sola traducción. Como bien lo dice Octavio Paz: “Ninguna lectura es definitiva y en este sentido cada lectura, sin excluir a la del autor, es un accidente del texto. No hay poema en sí, sino en mí o en ti”.

Presento las versiones más conocidas en castellano incluidas en libros y una en catalán, a la cual el poeta y cantante Lluis Llarch, admirador del alejandrino, se tomó la libertad de agregarle estrofas que no pertenecen a su autor. Si cada traductor escancia su vino en una copa personal, todos embria­gan porque provienen de la cava cavafiana. Esta flexible apreciación no justifica las exageradas licencias que algunos traductores se tomaron. Por ejemplo, José María Álvarez, de quien el estudioso Vicente Fernández González, en su li­bro La ciudad de las ideas, advierte: “Una de las características de las versiones de José María Álvarez es la presencia de un abultado número de descuidos, yerros me atrevería a decir. Lecturas descuidadas, disparatadas a veces en el plano puramente locutivo; de la palabra, la frase, o el pá­rrafo, que comprometen gravemente la textualidad y las modalidades de in­terpretación de los poemas resultantes”.

No es mi intención demeritar o relievar traducciones ni hacer disecciones filosóficas o lingüísticas de unas y otras. Cuantos tradujeron poesía de Cavafis, lo hicieron porque reconocen la perfección de dicha obra literaria, una de las más coherentes y compactas en la poesía del siglo XX. Ítaca es prueba de ello. En mi caso, como con los demás textos y poemas que atrás cité, me conmueve el gozo de lo estético, el disfrute sensual y espiritual del poema con el cual identifico mis búsquedas interiores y mis realizaciones cotidianas.

Ítaca es paradigma de amor a la vida, reconocimiento incondi­cional del mundo, aquí y ahora. Vehemente canto a la fugacidad de la existencia, que no debe negarse sino disfrutarse durante el trayecto hacia la muerte. No es monótona la lectura de diversas traducciones. No puede ser­lo si mirada y oído se agudizan ante sutiles cambios que una palabra o un signo de puntuación, la disposición de las estrofas o un ritmo, pueden darle al poema. La manipulación del canon poético induce a la mayor fidelidad posible. Total respeto por el autor y su poesía. Pero también impulsa a encontrar, en el idioma al cual se traduce, palabras, ideas, imágenes, giros y ritmos propios a los cuales ceñir el texto original. Leer una traducción sin compararla con otras, es perderse nuevos sabores, otros perfumes, refinadas texturas del poema no visibles en una sola traducción. “Bajo la fascinación del original, una traducción puede nombrar de nuevo el mundo en la lengua de llegada”, precisa Fernández González. Cada traducción, con sus leves o acentuados cambios, no produce una Ítaca dife­rente, aunque sí propicia modificaciones que dan otros matices al texto, re­vistiéndolo de pormenores no planeados por su autor.

La esencia de Ítaca no es tergiversada. El perfume del texto original continúa, a pesar de los diferentes envases donde se guarde. Seferis, refiriéndose a Cavafis, anota: “El texto es la condición de las lecturas y las lecturas realizan el texto”. Cavafis es un caso singular en la historia de poetas modernos traduci­dos al castellano, si se tiene en  la cuenta que su lengua original es la griega. Numerosos traductores afrontan su poesía por las vías del francés, a partir de la Yourcenar; o del inglés, mediante versiones de Dalven y Mavrogordato. Lo hicieron, en Colombia, Betancur Cuartas, Eduardo López  y Harold Alvarado. Otros, se atreven a sostener que traducen directo del grie­go, cuando en realidad reescriben del castellano. Fernández lo pone al descubierto en su estudio sobre la poesía y las traducciones de Cavafis al castellano (Madrid, 2001). Hoy por hoy, por fortuna se tienen obras que se convierten en efectivos puntos de referencia a nivel filológico, como las traducciones que directo del griego hicieron Miguel Castillo Didier, Bádenas de la Peña o Alfonso Silván Rodríguez.

El discurso metapoético encuentra en la traducción otros valores litera­rios del poema. Ítaca no es sólo la isla de Odiseo. Ni tampoco un hipotético o real lugar geográfico. Ni un símbolo. Es un existencial elemento sicológico en el desti­no de cualquier ser humano, sin importar su época o cultura. En cualquiera de estas traducciones, desde las puntuales hasta las más osadas, el poema origi­nal no pierde su esencia. En él pervive algo intocable. Mi tarea de recopilador, próxima a la teoría de lectura estereoscópica, pro­puesta por Marilyn Gandia Rose: “Lectura exhaustiva donde la consideración semiótica de los textos, de originales y versiones, prestando atención al universo extratextual tanto de aquellos como de estas”,  facilita apreciar los significados de Ítaca de acuerdo con la sensibilidad de cada lector. La mía es una actitud poética solipsista que mutó en deseo de com­partir cuanto evoca cada traducción de Ítaca al castellano, cuanto se experimenta con la lectura repetida de un poema cuyas traducciones invitan a entrar en Itaca por múltiples puertas.

Igual ejercicio podría hacerse con cualquiera de los 154 poemas canónicos, o con los 305 que conforman la obra completa de Cavafis. Práctica semejante hizo Fernández con Esperando a los bárbaros, Los funerales de Sarpedón, El dios abandona a Antonio, Darío, Días de 1908, y En el año 260 antes de Cristo. Ítaca, como poema, es revelación del encanto de la lentitud. La negación de toda prisa que impida disfrutar el viaje, cuyo objetivo no es  regresar a un sitio determinado sino tomar conciencia del lugar donde la persona se encuentra. Poema válido para esta época donde rigen la agitación, la velocidad y el sonambulismo. Ítaca señala la relación del individuo con el tiempo, la perspectiva del viaje como viaje, experiencia vital no su­peditada a lejanos objetivos. No hay obsesión por llegar a una meta y, por su causa, perderse el espectáculo del mundo.

El hombre contemporáneo necesita, para escapar de su condición de masa, viajes donde lo esencial es el recorrido. El sabio y minucioso encuentro con formas, perfumes y detalles que depara el mundo al hombre observador, sin afán por llegar a ningún si­tio. Lo fundamental es cuanto propiciamos durante el viaje, no los pa­raísos prometidos desvaneciéndose en el futuro.

Ítaca es la certeza de que cuanto más lento el viaje, mayor la conciencia del aquí y del ahora. En la toma de tal conciencia, en esta observación que el individuo hace de sí mismo mientras vive, nace la sabiduría, se en­cuentran los tesoros que Ítaca no ofrecerá al final del viaje. La riqueza se atesora ahí donde está el ser humano y no en aquella Ítaca literaria y geográfica que con detalle describió Homero: “Habito en Ítaca, hermosa al atardecer. Hay en ella un monte, el Nérito de agitado follaje, sobresaliente, y a su alrededor hay muchas islas habitadas cercanas unas de otras, Duliquio y Sanie, y la poblada de bosques, Zante. Ítaca se recuesta sobre el mar con poca altura, la más remota hacia el occidente, y las otras están más lejos hacia Eos y He­lios. Es áspera, pero buena criadora de mozos”, dice Odiseo.

Tras el descubrimiento de las ruinas de Troya, un grupo de investigadores planteó que Ítaca existió y se encontraba en Paliki, península en la isla de Cefalonia al este de Ithaki. Bittlestone, acompañado por un grupo de historiadores y geólogos británicos que buscan el lugar donde quedaba Ítaca, señala: “existen evidencias de que estamos tras la pista correcta. Durante miles de años, la gente pensó que Homero estaba equivocado en la descripción de Ítaca. Creo que estaba en lo cierto, pero no lo vimos porque el paisaje ha cambiado”. A Bittlestone lo acompañan el cla­sicista de Cambridge, James Diggle y el geólogo, de Edimburgo, John Underhill. Según sus teorías, la citada península próxima a las descripciones de Homero, conformó una isla en la antigüedad al estar dividida, la de Cefalonia, por un canal marino que con el paso de los siglos se cerró.

Cavafis escribió Ítaca en enero de l894 y la publicó en noviembre de 1911. Escrita a los 48 años de edad de su autor, en un segundo piso de su alcoba en penumbras, sin interrupciones de radio o teléfono, dentro de un sobrio espacio como de monasterio trapense. Ribas Sanpons considera que Ítaca “consagra a Cavafis, el último alejandrino, el viejo poeta de la ciudad de los cinco amores, como uno de los pocos hombres que supo entender y penetrar el misterio gnóstico de la iniciación”. En 1924, en fundamental aporte para la difusión de la obra de Cavafis, T.S. Eliot publicó a Ítaca en la revista The Criterion, traducida del griego al inglés por Yorgos Valasópulos. A  partir de 1911, Cavafis abandona el simbolismo. Los dos poemas con que inicia su nueva época poética son: Ítaca y El dios abandona a Antonio.

Aclara Liddell: “Lo que sin duda es cierto y significativo es que Cavafis, más o menos a sus 48 años, tuvo otro comienzo literario”. El poeta lo reconoce en Ítaca: “Pero no apresures en nada el viaje”. Este texto de intenso amor a la vida, reconocimiento de la materialidad de las cosas como elementos fundamentales para la existencia del hombre, sin antagonis­mos con lo subjetivo o lo espiritual, anuncia el viaje estético que como escritor emprende  a partir de tal fecha, un ciclo esencial dentro de su evolución poética. Viaje interior impregnado del misterio gnóstico de la autoiniciación. Sensualidad y refinado panteísmo, arraiga­dos en cada cosa o persona, en toda experiencia con el mundo que se nos des­vanece día tras día, realizable en el instante. Un viaje para las impresio­nes del momento y no tras la esperanza de arribar a determinada meta.

Poemas como Ítaca, según Seferis, no son la contemplación más o menos erudita, más o menos decadente de un pasado sin ningún valor para el lector moderno, sino la yuxtaposición constante y vital de diversos momentos de la historia. Ninguno espera que la Ítaca mencionada por Cavafis sea la patria chica de Ulises. Ítaca es nuestra vida. Es el lugar donde nos encontramos en este momento. El único punto común con el viaje de Odiseo, es nuestro devenir  existencial: viaje que dura la edad cronológica del individuo. Respecto a su forma, con un lenguaje normal y preciso, denotativo-narrativo que busca la exactitud comunicante, casi prosaico, sin imágenes que alteren su propósito intimista, Ítaca se lee como poema de verso blanco. Los patrones rít­micos de la poesía de Cavafis, en particular los versos acentuados yámbicos y la rima donde el poeta presta rigurosa atención a tales aspectos, no se descubren en las traducciones de algunos de los escritores, ni se aprecia en toda su magnitud la evolución de Cavafis en cuanto a los ecos internos y el problema de la lengua en la literatura neohelénica.

En cualquiera de las traducciones, es visible el arraigado humanismo del alejandrino quien, puntualiza Bádenas de la Peña, “Constituye un hito en la poesía contemporánea por la originalidad y la universalidad de su escritu­ra, llena de matices intelectuales, de una notable riqueza artística, y, sobre todo, profundamente humana”. Ítaca es el mapa del viaje existencial del ser humano por el mundo de las formas y las emociones. Durante tal itinerario, si el alma está despojada de contradicciones, miedos y condiciona­mientos, al viajero se le revelarán las razones de su existencia y el secreto de su devenir entre el misterio cotidiano del paisaje habitual, o de aquel  que aún no se conoce.

Sobre la función del paisaje como elemento de go­zo en Ítaca, vale la pena recordar que en 1925 Víctor Berard analizó el texto de La Odisea, dedicándose a buscar en Grecia la concordancia entre su paisaje y el texto de Homero, en un pormenorizado estudio de cuatro volúmenes con precisiones geográficas e históricas. A su vez, Wilbert Pillot plantea en su libro El código secreto de la Odisea, que Homero no relata una aven­tura fortuita sino que el viaje de Ulises es un pretexto para describir una vía marítima: el camino del Atlántico hacia la Europa del noroeste, de cuyo conocimiento dependerían la prosperidad y poderío de una nación.

No hay cielos al final del viaje. Ítaca puede seguir igual de pobre puesto que su riqueza no es aquella que pueda esperar quien no descubre los auténticos tesoros que ofreció el viaje con la belleza del aquí y del ahora. Afirma el poeta alejandrino: “La belleza es lo único que descifra y abrevia el jeroglífico de la verdad, cautivando en profundidad y excitando los sentidos y deseos humanos, sean hijos del pasado, del sueño o del presente”.Verdad y belleza están en los mercados de Fenicia (lo material, lo fenoménico) y en los lugares de Conocimiento (Egipto...) siempre y cuando el equilibrio entre lo subjetivo y objetivo contribuyan a que no perdamos el cotidiano espectáculo del mundo.

Ítaca como final del viaje, es la muerte del individuo, cuya idea no debe rechazarse ni temerse y con cuya toma de conciencia podremos disfrutar aún más del viaje existencial. Así lo señala Miguel Castillo Didier, cuando reconoce a Ítaca como verdadero himno a la vida y, con Rex Warner, afirma: “aquello que se destaca es el más inmenso valor de la expe­riencia individual, que la intensa persecución de un ideal o las alturas y los abismos de acontecimientos cataclísmicos”. De aquí la sencillez expresiva del poema, sin metáforas ni estructuras complejas. Francisco Rivera lo reconoce cuando advierte que “en este poema gnómico el hablante nos invita a vivir el mito de Ulises de una manera totalmente anticonvencional: Ulises ya no encarna las virtudes que le asigna la leyenda homérica, ni el deseo con que lo adorna Dante, ni el profundo anhelo de realización de antes de morir. El hablante propone un viaje hacia la isla que debe du­rar lo más posible”. Tiene razón Liddell al considerar que Ítaca “es un prodigio de la imaginación”. Ítaca, según refiere Tinos Malanos, lo inspiró a Cavafis un fragmento de Petronio que figura en la Antología latina, en el Satiricón (fragmento 45) que dice:

Deja, muchacho, tu tierra y busca otras extrañas orillas: un orden mayor del mundo nace en ti. No sucumbas a los males: te conocerá el lejano Danubio, el gélido Bóreas y los seguros reinos de Canopo, y quienes ven a Febo ponerse y renacer: un itacense más curtido desembarcará en playas lejanas.

En Ítaca, la vida no es viaje deprimente ni azaroso. El viajero decide su itinerario, rompe con determinismos religiosos o metafísicos emplean­do para esto, sus sentidos, valiéndose de la fórmula del hedonismo mesura­do, la satisfacción con la vida, la incapacidad de tejer su propio destino en cada puerto donde llegue. Ítaca, no sólo por su sentido, por cuanto revela al ser humano sobre su condición de ser efímero sino por su intención sico­lógica y su perfección poética, reafirma la opinión de T.S. Eliot: “Toda revolución en poesía es una vuelta al sentido propio de la palabra”.

Vale la pena hacer una mínima referencia a las versiones musicales de Ítaca. Lluis Llach tiene una hermosa adaptación musical a partir de la traducción catalana del poeta Carles Riba (1975). El álbum se llama Viatge a Ítaca, obra dividida en dos partes: la primera, dedicada por completo al poema de Cavafis; la segunda, recoge cuatro canciones. Es una composición de notable elegancia musical, con predominio del piano, acompañado por guitarras eléctricas que resaltan sobre los demás instrumentos.

Otra intérprete de Ítaca es la cantante Beth, con su obra Cami D’ Ítaca, acompañada por una imponente orquesta. Beth Rodergas es catalana (1981). En inglés, con fondo musical de Vangelis, el actor Sean Connery lee a Ítaca, mostrando un trabajo de refinada elegancia. Destaquemos además, entre estas musicalizaciones, el trabajo del cantante y compositor chileno Patricio Arabalon, con su álbum dedicado a poetas griegos donde se escucha la voz del notable neohelenista chileno Miguel Castillo Didier, leyendo en griego tal poema, acompañado por el trío Giuliani.

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