ALUCINAMIENTOS
Umberto Senegal
REGALOS PARA MI PADRE
Papá cumplió 90 años y no desea recibir frutas, dulces ni licores cuando lo
visitamos. De vez en cuando, para confirmar algo que le comentamos, acepta
algunos diarios de la región. Desde cuando cumplió 80, insiste en que no le
traigamos nada de eso. Tampoco ropa ni cumplidos optimistas de ningún tipo,
para qué, enfatiza con palpable desamparo en sus ojos y en las muecas con que
rechaza circunspecto aquello que le traemos. Es feliz solo cuando le damos
nombres, fechas precisas, referencias de viejos conocidos, amigos, enemigos y
otras personas que fallecieron y de alguna manera fueron significativos para
él. Si me consideran, manténganme enterado sobre ese tema. Y moviendo su cabeza
en señal aprobatoria, advierte, es el mejor regalo que pueden darme: todos los
muertos que consigan traerme. Así lo hacemos, informándole sobre el obituario
del pueblo, la región y el país. Bajo sus abultadas cejas blancas los ojos de
papá son dos luciérnagas. Le vemos feliz. Los nombres de los muertos le
halagan, revitalizándolo. Resaltando detalles y dramatizando algunas
circunstancias, nos extendemos explicándole cómo murieron. Papá se entusiasma
con esa lista de caídos como si degustara alguna variedad de queso importado.
Su dicha no tiene fronteras éticas o religiosas cuando le anunciamos el
fallecimiento de algún amigo suyo o de alguien cercano a su generación.
¿No les decía, no les decía? Tan sano que aparentaba ser y se fue,
¡mientras yo sigo vivo!, celebra papá con ferocidad, agregando, sigo aquí,
mírenme más vivo que nunca. Y me encanta ver los petirrojos, las mirlas y las
oropéndolas saltando por el guayabo. Si está de pies, gira por la habitación efectuando
una especie de ancestral danza chibcha de la muerte. ¡Se fue antes que yo, otro
que se me adelanta! Y si está acostado, arroja las cobijas y aporrea el colchón
con manos, piernas y pies, dichoso mientras vamos describiéndole la noticia del
más reciente difunto. De la misma edad mía, no aguantó más el pobre hombre. Se
murió el infeliz, se murió.
Cuando descubrimos que era lo único que papá recibía con gratitud,
acordamos traerle cada domingo una lista de muertos cuyos nombres le fueran
familiares. ¿Cuándo morirá ese hijueputa expresidente que tanto daño le hizo al
país?, pregunta. ¿Y Julio Iglesias? ¿Qué ha pasado con Camilo Sesto? ¿García
Márquez sigue vivo? El viejo Aurelio, vendedor de lotería en la esquina del
parque, ¿ya murió?, pregunta papá una y otra y una y otra y otra vez. Los
muertos son sus sólidas muletas para avanzar moroso por la vida. Decirle cómo
fallecieron, es mejor que si le diéramos un potente multivitamínico. No sabemos
cómo reaccionará cuando descubra que muchos de los muertos nombrados siguen
vivos porque, para verlo alborozado danzando por su alcoba, le inventamos
muchos muertos y hemos asesinado gran parte de la familia. Aunque optamos por
recluirlo en su habitación, por las noches le escuchamos conversar con mucha
gente. Y todos ríen. Escuchamos movimientos de danza muisca. ¡No les decía, no
les decía!, expresan todos a la vez.
RECUERDOS DE MI
PADRE
El hombre no
existía para el par de mujeres conversando a retazos en el estrecho bar. Venía
de visitar a la poetisa Márgel Londoño, en Quimbaya. Antes de regresar a
Calarcá resolvió tomarse un jugo de guanábana en el parque principal de dicho
pueblo quindiano. Al pasar por un café contiguo a la galería y atraído por su
olor a lodo húmedo, entró a tomarse dos cervezas. Haciéndole dúo al taladrante
disco, una mujer de voz rabiosa repetía: “…ódiame
por piedad yo te lo pido, ódiame sin medida ni clemencia”. La mayor, de
cabello negro hasta la cintura y grumosas nalgas resaltadas por un jean con
orificios en las piernas, lo atendió indiferente. Colocó la cerveza y el vaso
junto al paquete de libros sobre la mesa de madera y volvió presurosa a la
suya, a continuar el diálogo que sostenía con su amiga. En el local ensordecía Ódiame, canción del ecuatoriano Julio
Jaramillo. Aunque el disco avanzaba en su letra, la mujer coreaba: “…ódiame por piedad yo te lo pido, ódiame
sin medida ni clemencia”. Conversaban para que el cliente las escuchara.
Pues sí parce, como le iba diciendo, mi papá cuando me pegaba gozaba echando
pedos. También jugaba parqués y tejo y dominó con amigos de la cuadra pero
pedorriar era su mayor placer. Los más ruidosos pedos cuando nos golpiaba a
todas. Es una puta manía que tiene desde cuando nos juntamos a vivir, decía mi
mamá, pero tápense la nariz mijas y no respiren para que se quede con ganas de
que se los olamos.
¿El suyo no?...
¿No pedorriaba o no les pegaba? De pequeña creía que todos los padres actuaban
así, tirándose pedos desde cuando llegaban del trabajo hasta cuando se iban.
Esta es la mejor imagen que tengo de mi papá, los recuerdos más tiernos porque
sus pedos eran su voz. Ódiame por piedad
yo te lo pido, ódiame sin medida ni clemencia, bacano este disco de Julio,
parce, lo llamaban el ruiseñor de América. No sé si mi papá nos pegaba para
tener la oportunidad de tirarse pedos o se los tiraba precisamente cuando nos
maltrataba. Placer raro el del cucho. Aunque nada malo hiciéramos, palo porque
bogas y palo porque no bogas. Nos castigaba a todas. A mamá y a Claudia, esa
que trajo el almuerzo es Claudia, ¿cierto, parce?, tan cambiada mi hermanita.
Es la mariguana. Con esa gonorrea de novio que se consiguió. Y a Mayerly la
menor, que se fue de la casa apenas cumplió 10 años, sí que le daba duro porque
ella tosía cuando le arrimaba el culo para soltarle pedos sobre la cara. ¿Cómo, parce? Eso es lo raro,
siempre le alcanzaban. No sé de dónde sacaba tantos como si ahorrara los de
toda una semana por allá en la finca. Mantenía más lleno de viento que un
globo, tal vez por lo barrigón y porque teníamos que darle toda la carne que
compraba, chunchurria y bofe. Cuando se le acababan los pedos terminaba de
maltratarnos. Un día se cagó en los pantalones y dejó de pegarnos. Desde
entonces suplicábamos a Dios o a la virgen, a cualquier puto santo, que papá
mantuviera llena de mierda su barriga. Fue la solución. Cuando iba a llegar,
mamá preparaba severos caldos de pata de vaca,
bien aceitosos para que le dieran diarrea…¡Aixar, repita el disco, por
favor!, solicitó la amiga de la mujer, la cual comenzó a sollozar, cubriéndose
la cara con una toallita que tenía en
sus manos.
ANÉCDOTA CON
CIORÁN EN CALARCÁ
En noviembre 6
de 1990, cinco años antes de fallecer, el filósofo rumano Emil Michel Ciorán en
su primero y último viaje a Colombia, visitó de incógnito el municipio de
Calarcá. Al observar el florecido guayacán amarillo del parque de Bolívar, se
detuvo más de media hora bajo este. Deseaba sentir la pausada lluvia de flores
cayendo sobre él. Le acompañábamos Juan Restrepo y Guillermo Sepúlveda, poetas
montenegrinos; el aforista calarqueño Carlos Alberto Agudelo Arcila; el
narrador Rodrigo Iván López Echeverri, también calarqueño y quien esto evoca.
En el Quindío nadie más estuvo al tanto de la visita de Emil Mihai a nuestra
región. Fuimos favorecidos para compartir tres días con un hombre menos
patético en su trato personal que en sus escritos. La sonrisa de Ciorán,
desconozco de dónde vino y cómo la conservó gran parte del tiempo con él
compartido. Desde cuando nos ratificaron su visita, exigió total anonimato.
Nada de periodistas. Mucho menos publicidad. Desde Bogotá, Engerrand Courbet,
asistente de la embajada francesa, encareció atenderlo con toda la discreción
del caso. Se alojó en el hogar del poeta Agudelo Arcila, quien conserva un
libro con dedicatoria firmada por Ciorán.
Deslumbrado por
la leve lluvia de flores, expresó en un castellano descifrable por quienes le
acompañábamos en torno al árbol, recreándonos con la hechizante danza del
descendimiento de las flores: “Díganle a
Bach que cuando él se silencia, Dios es amarillo”. Y las amarillas flores
eran más amarillas bajo el radiante sol amarillo de la mañana. Señalé a
Sepúlveda la serena embriaguez del rumano: “Como si el árbol hubiera decidido
darle un regalo…” Agudelo Arcila, agregó: “Debajo de un guayacán en estas
condiciones, no se puede leer la obra de Emil”. Las once palabras de Ciorán
pronunciadas en voz baja, las anoté en mi agenda sin alterar un vocablo.
Sucedió entonces lo inesperado. De las flores cayendo sobre sus brazos alzados,
tomó dos y se las comió con evidente placer. Acto instantáneo y poético en su
naturalidad y simpleza. Espontánea actitud de un poeta zen que decide comerse
una flor cuya frescura, color y tejido invitaba a hacerlo.
“At-il éte testé?, interrogó el autor de En las alturas de la desesperación,
cuando las ingirió. Su ingenua pregunta y el terso amarillo de las flores,
fueron una provocación irresistible para los cinco acompañantes del filósofo.
Cada uno de nosotros nos comimos una flor. Tal evento ocurrió cuando a Ciorán
le otorgaron este viaje como parte del premio de la Beca por su tesis sobre
Henry Bergson, en el Instituto Francia, de París. Algo análogo tuvo lugar
después, cuando a sus 84 años hizo lo mismo con un ramo de flores que le
obsequió un admirador. En el Quindío, flores de guayacán. En París, quien
relata la anécdota no mencionó el tipo de flor que se comió Ciorán. ¿Hay
guayacanes en París? ¿Fagoantomanía leve en Ciorán? No lo extrañé mucho. Es uno
de mis hábitos cuando recorro caminos del Quindío: saborear y comer
determinadas flores.
EL BUITRE Y LA
ODALISCA
En el harén, las
sensuales odaliscas esperaban un buitre. El eunuco lo advirtió tres días antes:
un buitre. Nada más les dijo. La palabra sobrevoló el recinto sin anidar en los
labios o las perfumadas cabelleras de ninguna de las voluptuosas mujeres,
alumnas privilegiadas de la escuela, versadas en música, canto, baile, artes
amatorias y poesía. Varias de ellas hablaban turco y persa. Las más niñas no
conocían buitres, pero su expectativa era mayor. Nadie les enseñó qué debían
hacer mientras esperaban el arribo de uno o más buitres. Repetían entonces los
gestos, palabras y silencios de las odaliscas veteranas en el harén. ¿Son
azules los buitres? ¿Cantan? ¿Son amigables los buitres? ¿Vuelan o caminan o se
arrastran? Para toda pregunta solo existía una palabra, repitiéndose monótona
en el harén: Buitre. Buitre. Buitre.
Cuando arrojaron
varias palomas degolladas en el harén y la sangre salpicó los cuerpos
semidesnudos, todas huyeron del lugar, menos la dulce Talyma quien, solitaria
en el lugar, comenzó a danzar musitando la rubaiyat de Omar Khayyam:
¿Por qué hemos de intentar descifrar los
misterios?
Nadie sabe qué
ocultan las bellas apariencias.
Nuestras
moradas, menos la última -la tierra-,
provicionales son. ¿Por qué hablar? Dadme
vino.
Esa noche el
sultán ordenó para Talyma su mejor vino. Y el más sutil velo de seda. El mejor
intérprete de Darbuka. “No pareces un buitre”, exteriorizó la adolescente,
mientras él interpretaba cerca de su húmeda boca, el cuarteto
de Khayyam:
Joven, dame la
jarra que está llena de vino
de color de amapola. Derrama por sus bordes
la sangre que contiene, pues no he tenido
nunca
otro
amigo mejor y más fiel que mi copa.
¿DESDE CUÁNDO NO
LLORO?
-…
- ¿Que desde
cuándo no lloro?
- …
- Si esta
remembranza calma un poco las suyas, déjeme confesárselo: desde el día cuando
siendo un niño de seis años pregunté a mi madre, peinándose frente a un espejo
quebrado, ¿mami me amas? Ella volteó a mirarme como si le hubiese hablado la
licuadora. Y comenzó a reír con gemidoras risotadas durante varios minutos. Vi
reír a dos madres: la real, del espejo; y su imagen frente a él, a carcajadas.
En mi memoria no disminuyen sus risas.
- …
- Me sucedió
igual que a usted. Fue tanta la algarabía con su risa que mi padre, durmiendo
en la habitación contigua, se levantó a preguntar qué sucedía. Le dije sobre la
pregunta hecha a mi madre y aproveché para hacérsela a su vez. Me miró un
instante y todavía sigue mirándome. Olvidé el color de sus ojos. Mi padre
prorrumpió a su vez en estridentes risotadas induciendo a mamá a reír de nuevo.
- …
- Eran las 11 o 12 de la noche. De algo estoy
seguro, no había luna. ¿Le dije que yo tenía un perrito negro llamado Murky?
Sí, el estaba allí cerca boquiabierto con tantas risas, mirándolos a ellos y
dándome ojeadas sin saber qué hacer. Murky me miró, invitándome a escapar.
Huimos de la alcoba de mi mamá a llorar en el sótano. Murky me acompañó con
leves gemidos, no sé si a llorar también, pero estuvimos echados junto a varios
maniquíes viejos durante muchas horas.
- …
- No importa. Si
piensa que fueron siglos, no se lo reprocho. Desperté en la cama de mis padres,
mirándome silenciosos. Desde esa noche no lloro y han transcurrido 50 años.
- …
-Ese es Murky.
Lo mandé a disecar. Sonríe, ¿verdad?
UN BUEN DON
A Esperanza Jaramillo, poeta
quindiana a quien Silverio le presentó tres sirenas
Desde los 50
años, Silverio Ortiz Brillanga adquirió el don de multiplicar peces vivos o
muertos. También obtuvo el don de multiplicar arepas hechas con maíz amarillo.
Y de convertir el aguapanela quindiana en cerveza. A pesar de esto, no se
consideraba Hijo de Dios ni iba por pueblos del Quindío haciendo milagros.
Silverio solo decía a la gente, “¿Desean
un milagro mayor que este paisaje y estas montañas y la paz de estos pueblos?
¿Van a buscar ángeles sobre las nubes en lugar de mirarlas así solas, como
están de hermosas? Este es el milagro por los pueblos del Quindío, las nubes
sin ángeles”.
Brillanga, en
lugar de ejercer sus dones o dar conferencias sobre espiritualidad y nueva era,
prefería sentarse solo en la orilla del río Esmeraldas. Cerca de la parte más
profunda, bajo un corpulento Yarumo blanco de cuyos frutos comían 41 especies
de aves, en particular tángaras. Introducía los pies en el agua y esperaba la
visita de alguna sirena. Siempre llegaba una. A veces dos. No tardaban en
aparecer, siempre y cuando tarareara en voz baja la canción de Charles Trenet, La Mer.
Murmuraba su
letra, imitando las voces de quienes alguna vez interpretaron tal pieza
musical, hombres o mujeres. Silverio prefería este don. Y cantaba como French
Kiss, Annie Royer, Veronneau, Chantal Chamberland, Alain Barriere, Bing Crosby
o Francoise Hardy. Encantaba a las sirenas cuando lo hacía como Dalida o
Jacqueline Francoise.
Nunca averiguó
de dónde fluía dicho talento. Sucedía y eso era suficiente. En su primer
encuentro con una sirena, en otro río del Quindío, la sorprendida fue ella,
cautivada por la canción. Ambos descubrieron entonces que mediante tal melodía
podían comunicarse. ¿Cuántas veces multiplicó los peces? Quince. ¿Cuántas veces
multiplicó las arepas de maíz amarillo? Doce. ¿Cuántas veces cantó La Mer para
sus sirenas…? Más de cien, creo.
No afirmo nada
sobre Silverio. Búsquelo por la montaña, donde usted encuentre una cabaña cerca
del río. Comentan que vive con una de las sirenas. Fácil, solo escuche con
atención cuando oiga cantar La Mer y llegará al sitio donde ambos se
encuentran.
HORA DEL TETERO
Si cojeas, no
eres tú. Si resoplas, no eres tú, madre. Si gruñes, no eres tú. Y si arañas y
te precipitas dentro del volcán, no eres tú, madre. Si rasgas y quemas
diccionarios y aúllas al amanecer, no eres tú, madre.
Lo sé con certeza.
No eres tú, madrecita querida, aunque
pretendas hacérmelo creer. Pero cuando dices: “Hijo, es hora de tomarte el
tetero”, y puedo ver tus apetitosas tetas, no hay la menor duda: eres tú.
Y yo soy yo, tu hijo mayor a quien le falta el tetero como a ninguno
otro en esta familia. Y me lo dices reticente siempre que papá no está en casa…
Por eso sé que eres tú, madre.
CONVERSACIONES
CON PAPÁ
Nunca le
pregunté por qué lo hacía y ninguno de mis hermanos me lo dijo. Si papá quería
hablar conmigo se disfrazaba. Siempre. Me trajeron a su hogar cuando yo tenía
nueve años, tras la muerte de mamá y la decisión de mi abuela, quien no
soportaba verme saltar todo el día para atrapar libélulas y comérmelas. Pero,
abuelita, usted por las noches… No me dejaba terminar mi defensa. Respondía, yo
estoy vieja y hay demasiados murciélagos en la casa. Solo me como uno diario.
Nunca me interesaron los motivos de papá. Ni sus hábitos ni sus ostentosos
disfraces ni esos silencios, incrementándose al nacer sus hijos. Cuando llegó
el último, solo pronunciaba algunas palabras evitando las esdrújulas. ¿Hablar?
Eso no era hablar. Escucharle pronunciar vocales que alargaba y acentuaba,
afilándolas como los cuchillos que su abuela usaba para tasajear los búfalos
que arrojaban al jardín, eso no era conversar. Los disfraces de papá eran su
manera de hablarme enseñándome a despreciar la gente.
Elegía los atardeceres y el mismo rincón de la
biblioteca donde el único sonido constante era la música Klezmer que lo
conmovía. Esas lágrimas nunca fueron parte de los disfraces. Nacían de temas
evocados por los funestos clarinetes. Papá ajustaba sus disfraces a dicha
música cambiándoselos delante de mí. Interminables monólogos de papá que
aprendí a quebrar poniéndome una peluca de mamá, la rubia cuya cabellera
acariciaba mi cintura. Aún la conservo. Después adquirí las otras que conoces y
nunca te he obligado a usar, hijo, pero es hora de asumir tu responsabilidad y
prepararte para las conversaciones que sostendremos a partir de hoy.
CRISTIANA DE
NUEVO
No te preocupes
por eso, amorcito. Casi a todas les sucede. Yo también pasé por lo mismo y aquí
me tienes, feliz con mi fe y ocupando un alto cargo en la iglesia. ¿Qué puedo
recomendarte? Apenas tienes 23 años de edad. Puedes aguantar hasta cuando
cumplas la edad en que falleció Jesús, la oficial, no la auténtica que esa no
viene al caso, amorcito. Cuando verifiques que tu rajadura y el hueco de tu
culo, que tu boca y tus tetas no tienen demanda de ningún tipo, es hora de
desempolvar tu mohosa religiosidad. Te llegó el momento de disfrazarte con
algún tipo de dogmatismo cristiano. Tienes en Colombia más de 1.000 sectas cristianas
para que escojas la que se adapte a tus caprichos. Ensaya algún tipo de
moralidad, amorcito, para ti no es difícil. Adquiere cualquier fingida
sensibilidad para que te inviten a retiros espirituales sin despertar
sospechas. En nuestra sociedad no son atractivos esos refinamientos del
espíritu, del conocimiento y la información y aunque no reemplazarán tus
perdidos atributos físicos, podrás engañarte con ellos y desempeñar los roles
sociales que te convengan. El envejecimiento de tu vulva, observa la mía, es
proporcional al rejuvenecimiento de tu fe. No lo dudes: tu cristianismo se
alimentará con la decrepitud de tu culo, las arrugas de tu cara y la flacidez
de tus tetas. Vete tranquila y regresa cuando quieras. Si deseas, puedo
presentarte algunos amigos. Son de nuestra iglesia. No te preocupes, amorcito,
son discretos porque todos están casados.
GARDENIAS MARCHITAS
-Maestro, viniste caminando
sobre los girasoles. Por mí, no era necesario tal prodigio.
-No te preocupes. Regresaré
caminando sobre el fango sin lastimar tu cultivo de zanahoria.
-¿Puedo acompañarte?
-En la próxima primavera.
-Un poco tarde, maestro.
-Demasiado temprano, ¿no crees?
-Maestro, bajo las plantas de
mis pies, el perfume de las gardenias.
-Y en mi nariz, el olor a humo
de pino encendido.
-Entonces regresemos juntos,
maestro.
Y el par de hombres se encaminó
hacia el monasterio.
VECINOS
-Amor, tocan en la puerta.
-¿A estas horas de la
madrugada?
-Dos de la mañana, creo…
- Las dos y media. Siguen tocando.
-Esta casa no tiene puertas.
-Pero tocan, amor, siguen
tocando.
-¿A quién crees que
necesitarán?
-A mí no es, no tengo amigos.
-A mí, mucho menos porque aquí
no hay nadie. Aquí no hay casa.
Los golpes continuaron hasta
las cinco de la madrugada.
HACEDORES DE
HUMO
-¿Qué
vamos a hacer aquí, mamá?
Mientras la fila avanzaba lenta, la madre
señaló el cielo a su hija de seis años, aferrada de su mano sudorosa:
-
Observa el humo. ¿Lo ves bien?
-Sí,
mamá, es lindo. ¡Está saliendo mucho de allá!
-Vinimos
a hacer humo…
-¿Nosotros
haremos de ese mismo humo?
-Claro,
hijita, porque todos trabajaremos juntos. Para eso nos trajeron. Tú y yo lo
haremos. Y todas estas personas en la fila. Para eso nos trajeron…
-
¿Vamos a demorarnos mucho, mamá?
-Nosotros no,
hijita. Saldremos rápido.
-Y
cuando terminemos de hacerlo, ¿regresaremos a casa?
-Sí,
pero no por donde nos trajo el tren. Volveremos todos juntos. Regresaremos
–sonrió la mujer conteniendo sus lágrimas.
-
¿Se lo contaremos a los abuelos, mamá? No van a creernos que hicimos humo.
-
Sí nos creerán, Déborah. A ellos también los llevaron a otra fábrica de humo
más grande que esta, donde harán la misma tarea.
-Si
no soy capaz, ¿tú me ayudarás? –interrogó la niña, apretándole más fuerte su mano.
–Sí
hijita, mucho. Estaré a tu lado, no te preocupes. Haremos el humo más lindo que
se pueda hacer.
–¿Por
dónde regresaremos a casa, mamá? No alcancé a guardar mis muñecas.
–Llegaremos
rápido, hijita. Iremos por ahí, –volvió a señalarle la densa columna de humo–
míralo como sube y se esfuma en el cielo.
–¿No me dejarás sola, mamá?
–Por
el camino de ese humo volveremos juntas, te lo aseguro, hijita –se desprendió
de su mano y la abrazó fuerte.
–¡Entonces
sí quiero hacer humo, mamá!
En
la puerta de entrada a la cámara de gas, había un letrero que la niña no sabía
leer:
“Judíos, no
tengáis miedo. No es nada terrible. Cinco minutos y todo habrá terminado”.
UN CIRCO POBRE Y
MI TIPLE
Para
el profesor Álvaro Cano, quien
trabajó en este circo.
Voy a relatar la
escena más desconsolada que he visto en mi vida de tiplero ambulante por estos
pueblos del Quindío…
A Génova, uno de los municipios pequeños del
citado departamento, pueblo cafetero cordillerano atiborrado de verdes cuyas
montañas limitan con las nubes y el vuelo de los gallinazos más osados, donde
la única verdemántica que conocí en mi vida me pronosticó mediante la lectura
de hojas de yerbabuena que alguien me regalaría la letra para dos de mis
composiciones musicales antes de fallecer Shakira, llegó un circo pobre.
Demasiado pobre y por eso levantaba siempre su raída carpa en pueblos
arrinconados y pobres.
Me contrataron para tocar tiple mañana y
tarde. Extraña forma de publicidad que no me disgustó porque ofrecieron pagarme
con las tres comidas del día. Y porque este tiple, así viejito como lo ven, es
mi única compañía. No conocí a mis padres pero cuando interpreto alguna pieza
musical en este berraco tiple, llegan a mis ojos las imágenes de una mujer
campesina y un buen hombre obrero de la construcción, tal vez mis padres. No lo
sé ni se lo he preguntado a mi tiple porque se entristece y no es bueno para
ninguno de los dos.
Bajo un torrencial aguacero, una mañana gris
cuando nadie venía al circo porque todos en el pueblo ya habían entrado dos o
tres veces y conocían de sobra los actos, llegó el fantasma de un intérprete de
jazz. Imagínense, un intérprete de jazz en un pueblo donde la gente solo
escucha al Charrito Negro, a Darío Gómez, Luis Alberto Posada, Pipe Bueno,
Johnny Rivera, Luisito Muñoz o Rómulo Caicedo. No era una persona entiéndanme
bien. Era un fantasma auténtico en horas de la mañana y llegó directo al circo
donde nadie lo reconoció. Pues… qué les digo, yo sí lo reconocí desde cuando
venía por la calle chorreando agua como si nada pasara.
A pesar de gustarme el tiple y vivir solo para
este instrumento musical, me ha gustado el jazz. A nadie se lo digo. Es como un
pecado, no sé. Vaya uno a saber de dónde me nació ese gusto. Lo he tenido a
raya con las cuerdas de mi tiple. Lo reconocí pero nada iba a comentarle al
dueño del circo. Para qué. Creyeron que era una persona viva, sobre todo cuando
rogó el favor de dejarlo interpretar con su trompeta varias canciones en mitad
de la pista. Había un charco de agua allí pero al fantasma no le importó.
Goteras por toda parte en esa carpa. El fantasma sacó de un estuche su
trompeta. Era Clifford Brown.
Mientras interpretaba varias canciones yo no sé para quiénes, Clifford fue
desvaneciéndose hasta quedar solo el sonido de la trompeta resonando por todo
el circo. ¿El tema? Laura, con música
de David Raskin. Entonces descubrieron que era un fantasma y se asustaron. Para
calmarlos, les dije no lo tomen a mal pero es la despedida. Mañana debemos
irnos de este pueblo.
No voy a
contarles nada más porque están poniendo cara de duda. A mí me pareció triste
escuchar a un músico como Clifford, bajo la pobre carpa de un circo pobre, en
un pequeño pueblo del Quindío interpretar para nadie o para mí, cinco de sus
más populares temas. Al día siguiente, también bajo la lluvia, el circo levantó
su carpa y se fue.
ERINSA
Ese enorme barril de cedro rosado donde mis abuelos acopiaban agua de
lluvia y al cual no me dejaban arrimar…
Me llega su fragancia al evocarlo. ¿Para qué un recipiente de tal volumen,
si en la finca no había problemas con el agua? La casa estaba junto al río. No
es tema para niños. Y se molestaban si yo insistía en preguntar. Cuando seas
mayor te lo diré, con tono confidencial prometió mi abuela cuando abuelo se fue
refunfuñando. No quería esperar tanto tiempo. Ese tonel era mi constante
tentación de niño. Quebranté la confianza de mis abuelos y una noche fui hasta
allí, luego del aguacero que lo colmó haciéndole derramar su contenido. No sé
cuánto tiempo demoré bajo el árbol, cerca del barril, observando escurrir el
agua. Tampoco sé por dónde llegó ni por qué vivía ahí, pero cuando la sirena se
asomó a mirar en torno, tropezó con mi tranquila mirada. Encantadora sirena.
Ninguno se sorprendió con el otro.
Tendría 15 años si lo deduzco de la edad de las personas. Seis más que yo.
Por algún motivo mis abuelos me impedían verla. Creía en sirenas, más que
ellos. Cuando bajó una por el río, se la describí a ellos pero se burlaron de
mí. Fue mucho antes de mi abuelo construir el barril. Sentí deseos de lanzarme
al caudaloso río y seguirla. Casi me pegan, niño no digas nunca más esas cosas.
Ignoraba que mi madre había muerto ahogada en ese río. ¡Las sirenas no
existen!, afirmaron ambos, insistiéndomelo durante mucho tiempo, hasta el
extremo de que una mañana grité a otra que bajaba cantando por el río
invitándome a irme tras ella, ¡usted no existe!
Me lo reafirmó sonriendo, no existimos, niño, no existimos.
ADAGIO CON CANARIOS
Una vez más, el dictador escuchó cantar el Adagio de Albinoni a la sensual soprano que continuaba rechazando
sus requerimientos sexuales. Finalizado el concierto, al llevarle la cabeza de
la intérprete, aquel la introdujo en la jaula con canarios Roller que guardaba
en su mansión, ordenándole cantar el Adagio para él solo. Contraviniendo su
orden, la soprano trinó e hizo trinar a las atemorizadas avecillas durante una
noche de insufrible insomnio y pavor para el tirano.
UN SOLO DESEO
Al caracol que le enviaron las olas hasta la playa, le descubrió forma de
lámpara. Otra especie de lámpara de Aladino, discurrió esperanzado y comenzó a
frotarla. Un solo deseo. No necesitaba más. Con sus ojos zambulléndose en el
mar acarició en vano, hasta el anochecer, al dorado caracol. Nada sucedió. Ya
no hay lámparas de Aladino. Un simple caracol. Y lo tiró mar adentro regresando
a su vivienda sin darse cuenta de la seductora sirena que, un poco retrasada y
confiando en encontrar allí al amor de su vida, llegó hasta el lugar donde
aquel hombre había encontrado el caracol.
LOS ENVÍOS
Al escritor José Nodier Solórzano,
prologuista de las Obras completas del Judío errante
A mi apartado postal no llegan cartas, libros, revistas ni periódicos. Solo
piedras. Desde tres meses atrás, me envían piedras de disparejos tamaños y de
cuyas remisiones nadie explica nada. Si están en su apartado y no en estos
otros, son para usted, señor Solórzano. Verifíquelo en los datos que acompañan
cada piedra. ¿Es coleccionista? Neruda coleccionaba caracoles. Debe llevárselas
cuanto antes, enfatiza la empleada mientras una tras otra, algunas con dificultad
por su tamaño, las pone en un lugar donde yo evidencie que en rótulos de
diferentes tamaños y colores resalta mi nombre: Liborio Solórzano.
Descubriendo sus formas y sopesándolas, algunas de ellas como si alguien
esculpiese un ser mitológico, confirmo que son para mí. ¡Lléveselas!, ordena la
mujer. Debían adornar esta triste oficina con algún ramillete de flores,
respondo al salir con mi voluminoso y pesado bulto. Mi alcoba se llena de
piedras semana tras semana. He regalado gran parte de mis objetos y en
particular mi colección de armas para darle espacio a las piedras. Si esto no
se detiene, obsequiaré también el escritorio que me legó el abuelo. Comencé a
clasificarlas. Cuanto más las observo y arrullo durante las noches, estoy
seguro que tienen fatalidades para contarme y todo es cuestión de aprender su
lenguaje. La lealtad entre una piedra y un hombre es más sólida que entre dos
seres humanos. Ayer encontré en mi apartado las primeras piedras azules. Estoy
seguro que estimularán el diálogo. Por vez primera en 50 años estoy feliz. Hoy
es 31 de diciembre e inflaré varias bombas para celebrar mañana el año nuevo.
MANGO VICHE CON SANGRE
Sudorosa,
con el cabello chorreando agua, la niña llega donde el vendedor de frutas y
exige, un vaso grande de mango viche, con
mucha sal, mucha pimienta y mucho limón. El ajustado short negro redondea
más sus macizas y redondas nalgas de impúber.
El hombre la observa mientras corta el mango. Como siempre, es incapaz de retirar la mirada del insufrible púrpura de sus labios jugosos. Protegiéndose del lúbrico impudor con que lo acecha, dice, si te gustan, puedo agregarte camarones. La pequeña parece no escucharle, entretenida, remarcando con turbulento movimiento de cadera el ritmo de la música cercana. En la semana, es cuarta vez que llega vestida con la misma prenda a pedir el mango con mucha sal, mucha pimienta y mucho limón. Distraído, el vendedor se hace una pequeña cortada en el dedo. Cae una gota de sangre sobre el vaso, ¡no importa, no importa!, reacciona intempestiva la niña, ¡démelo así y luego vengo por los camarones!
El hombre la observa mientras corta el mango. Como siempre, es incapaz de retirar la mirada del insufrible púrpura de sus labios jugosos. Protegiéndose del lúbrico impudor con que lo acecha, dice, si te gustan, puedo agregarte camarones. La pequeña parece no escucharle, entretenida, remarcando con turbulento movimiento de cadera el ritmo de la música cercana. En la semana, es cuarta vez que llega vestida con la misma prenda a pedir el mango con mucha sal, mucha pimienta y mucho limón. Distraído, el vendedor se hace una pequeña cortada en el dedo. Cae una gota de sangre sobre el vaso, ¡no importa, no importa!, reacciona intempestiva la niña, ¡démelo así y luego vengo por los camarones!
LA TAMBORILERA
Lo principal: no es fantasma, aunque en el pueblo rezamos para que algún día se convierta en el espectro de la niña que a las dos de la tarde, siempre a esa misma hora bajo el irritante sol, recorre callecitas, sin detenerse, tocando su tambor de hojalata. Nadie sabe dónde vive. Ninguno se atreve a sugerirle cambiar tan mustia música. Siempre igual. Esto incita a la gente a desplazarse del pueblo, hacia aldeas vecinas. Casi siempre buscando el desierto, porque esto es mejor que verla descalza, con su transparente bata blanca, limpia como si acabara de enjuagarla. Por donde pasa deja gotas de agua en el andén, sobre las piedras, junto a las sombras de los árboles. Sobre las hojas secas. Esta ofensiva humedad donde hay poca agua y están secos los arroyos, pocos la soportamos. Claro, no es un fantasma ni podrá serlo nunca.
LOS TATUAJES
Cuando más adherido parecía estar sobre su cuerpo, este otro hombre también
se le desvaneció. Cada tatuaje, mejor que el anterior, no permanecía mucho
tiempo en su dermis. Vigilaba toda la noche para que no desertaran y sin
embargo aprovechaban cualquier momento de sueño profundo para abandonarla sin
dejar vestigios. Detallando su cuerpo como si nunca le hubieran grabado un
tatuaje, la mujer se predisponía para el próximo, explorando otras zonas de su
cuerpo dónde cincelar la imagen del nuevo hombre con quien su desamparo
cargaría día y noche.
La fuga de este otro fue más punzante y la hizo llorar como cuando se lo
extendieron, desnudo, desde el seno derecho hasta el ombligo. Una madrugada, se
le evaporó. Entonces repetía el proceso durante largas sesiones donde la piel y
los sentimientos iban resintiéndose, igual que las esperanzas de ser amada. Le
tatuaron hombres en su espalda, su vientre,
sus muslos, sus brazos y sus
nalgas. En la planta del pie derecho, le tatuaron uno que cohabitó con ella
seis días. Durante dos meses, en su mejilla izquierda persistió un hombrecillo
tatuado a su vez con una mujer en la mejilla derecha. Le tatuaron uno en la
mano donde mantenía el puño cerrado para que no huyera. Entró al baño y dejó
que el agua corriera largo rato por su piel deshabitada. Uno de los tatuadores
le explicó, señora, su piel no da para más tatuajes. Sin embargo pagó por otro hombre,
desde el muslo izquierdo hasta el tobillo. Ahora sí, hasta mi vejez, pensó
entusiasmada cuando concluyeron el pulido trabajo. Pero también este la
abandonó quince días después, una tarde que ella se durmió viendo televisión.
Señora, un tatuaje a los 64 años de edad puede ser doloroso, advirtió otro de
los tatuadores, agregando, ¿cuál raza de perro prefiere?
CORRER POR LA PLAYA
A
Miguel Ángel Caro, alquimista
literario
Nada más pidieron, porque nada
habían deseado con tanta obsesión desde cuando observaban la playa colmada de
gente. De nadadores audaces adentrándose en el mar. Solo esto, realizándolo
infatigables desde cuando se les concedió, esa madrugada, su único deseo: sin
ser identificados, correr por la playa entre la gente. Derribar sombrillas. Tropezar
con los cuerpos recibiendo el sol. Correr sin tregua. Y mientras llega la noche,
sentir las caricias de la arenisca bajo sus pies. Sangrárselos con guijos de
conchas esparcidas por la playa.
Era suficiente con este día de
verano y la playa cada vez más llena de bañistas.
Aunque sangraran los dedos y partículas de arena se introdujeran punzantes
en las plantas de sus pies, con la mágica lámpara en la mano gozaban la
extensión del sitio sin añorar la profundidad del océano. “No la suelten”, fue
la primera orden del genio cuando lo invocaron cerca del arrecife, desde donde
envidiaban el litoral, disponiéndose a cumplirles su fantasía. Correr por la
playa y hundir sus pies entre la arena. Sentir las piernas, los tobillos, las
uñas y la ardiente arenilla impulsándolos por entre los bañistas. Nada más reclamaron.
Poder enlazarse amorosos de las manos, mientras corrían. Palpar el sudor del
otro y sentir la propia transpiración. Aquí, era otro el viento. La segunda
prevención del genio, para otorgar dicho deseo, fue que tan pronto oscureciera
regresaran al agua. “No dejen emerger la luna llena”, insistió a la pareja.
Al atardecer, continuaban corriendo por la playa en una y otra dirección,
tal vez porque olvidaron el tajante mandato del genio. O creyeron que mentía. O
acaso resolvieron sacrificarlo todo, mientras rodaban por la arena haciendo el
amor como nunca. Sobre ellos, la luna se hacía más abultada y brillante. Suspendidos
en el recíproco orgasmo, mientras dejaban de ser hombre y mujer pero sin
recobrar sus cuerpos de sirena y tritón, los dos peces chapalearon el uno
contra el otro, hasta quedar inmóviles junto a la oxidada lámpara, empapados
por la luz de la luna llena.
ANORMALIDAD CON
JAZZ INCLUÍDO
Ni crédulo ni
mucho menos supersticioso. Lo ocurrido hace una semana, podría atribuírselo a
Makemba, Bumba, Kalunga, Unkulunkulu o cualquier otra despreciable y oscura
deidad africana, pero me gusta más adjudicárselo al azar. Siempre he dejado
todo en manos del azar, y es como si Dios hubiese hecho el universo para mí, a
la medida de mis sentimientos y emociones, de mis miedos pero también de mis
inocultables alegrías.
El azar carece de color y esto me agrada. Por
fortuna, no es negro como la materia oscura. Concederle importancia al suceso
de ayer, sería dársela a cada uno de aquellos inoportunos negros que
contribuyeron a la anormalidad del viaje. No caeré en tal error. La
discriminación racial hace parte del azar como encuentro accidental. Uno de los
cuatro tipos de azar conocidos. En otro viaje podría ocurrirme de nuevo con
indígenas, judíos, gitanos o gays, porque el azar es brutal y no tiene
misericordia con nadie. Si uno viaja en un vehículo público, dispuesto a roces
y saludos, a escuchar insípidos diálogos, a oler cuerpos, a encuentros
indeseables con pasajeros de baja condición social, el azar también sube en la
terminal a incomodar durante el trayecto.
Sucedió en mayo
5 de 2003. Los protagonistas fueron cinco negros. Soy puntual cuando relato
algo, para que la gente no desconfíe. En el diario de Armenia dieron la noticia
y publicaron una foto. Tampoco se le mezcle cábala ni magia al evento. Fueron
coincidencias y nada más. Para que me entiendan mejor, debo confesar sin
modestia, con orgullo de quien escucha a Wagner, Haendel, Strauss y Schumann,
que me mortifican y ensordecen el jazz, el soul, los blues y el góspel. No
tolero ese ruido y menos fastidiando desde las voces de sus negros intérpretes.
Evito a la gente
que me habla de jazz. Y si son personas blancas, lo considero insulto mayor. En
mi región, quienes menos hablan de jazz son los negros. Les atrae otro tipo de
música. Aunque quisieran, veo inaccesible la cultura del jazz para los negros
de mi país. Nada quieren saber de jazz. Si tuviese algo de supersticioso,
pensaría que los cinco negros subiendo al bus donde yo viajaba para Caicedonia,
me los envió a propósito una retorcida deidad de las etnias thonga, barumbi,
kissi o bateké. He acabado tres relaciones amorosas porque a mis compañeras les
apasionaba el jazz. Puedo soportar otros defectos, tolerar otra clase de
superficialidades, convivir con sus adicciones o escucharlas hablar de amor,
pero no concibo una mujer dándome clases de teoría del jazz y, mientras leo a
Elytis en la intimidad de mi alcoba, aguantar negros ensordeciéndome con sus
alaridos y fraseos.
No soy agresivo
ni tengo parafilias pero, en una ocasión, a una de mis amantes, desde la
boquilla hasta la vocal le introduje en su vagina una parte del saxofón con el
cual ella ensayaba. Un hecho fugaz, sin embargo lo gozó. La última mujer que soporté,
dejó adheridos en las paredes del apartamento numerosos afiches en blanco y
negro, con imágenes de esos negros. Insólito: afiches en blanco y negro. Por
las noches, con la habitación en penumbras, adquirían vida, moviéndose sin
abandonar sus espacios. No se los llevó. Ahí sobrevivieron varios meses, prueba
de mi perpetua tolerancia. Fue la única negra con quien sostuve alguna
intimidad sexo-sentimental. Me persiguen sus sombras, sus instrumentos, sus
gestos característicos: Louis Armstrong, Dizzy Gillespie, Charlie Parker, Miles
Davis y John Coltrane. Todavía me sorprendo, repitiendo sus nombres en algunos
momentos de mi vida.
Salí de la
terminal de Armenia en uno de los buses blancos que hacen su recorrido hasta el
municipio vallecaucano de Caicedonia. Solo cinco sillas desocupadas y nadie al
lado mío. El viaje prometía ser plácido y lo fue, hasta aproximarnos al
corregimiento de Barcelona donde se subió un negro parecido a Louis Armstrong.
Aunque no son frecuentes tales calamidades, lo miré, sin perturbarme demasiado,
considerándolo normal en el viaje. Kilómetros más adelante, en la entrada hacia
el municipio de Buenavista, el vehículo se detuvo y subió otro negro. Viste
camiseta amarilla y se me parece a Dizzy Gillespie. No saludó a Louis. A nadie.
Su presencia desgarró la regularidad de mi viaje porque comencé a inquietarme.
En el sitio llamado Barragán la tensión llegó al límite. Un negro más, subió al
bus: Charlie Parker. Era Charlie, ¿quién más? Como si Kalunga los hubiese
puesto de acuerdo para trastornar la lógica del tranquilo viaje que hago con
frecuencia. No se miraban entre ellos. Se despreciaban. Ninguno quería
reconocerse en el rostro de sus compañeros. El bus siguió su pavoroso recorrido
hacia Caicedonia. De un camino veredal que conduce hacia Pijao, salió Miles
Davis. Lo vi desde cuando corrió por el camino para no dejar pasar el vehículo.
Ni Armstrong, ni Gillespie, ni Parker, lo determinaron. Davis correspondió con
igual indiferencia. Cerca de un caserío llamado Ciudad del sol, subió al bus
otro negro: John Coltrane. Lo reconocí: ¡el mismo Coltrane del afiche que me
dejó Jazzbelle! Coincidencias, nada más, juegos del azar. Unkulunkulu.
Faltaba poco
para llegar a Caicedonia, cuando en una nueva parada del bus subió un joven
rubio de ojos azules. Al no encontrar silla en el bus, miró a los negros, sacó
un revólver y les disparó, uno tras otro, frente a la pacífica indiferencia y
notoria alegría de los demás pasajeros, yo, entre ellos, fingiendo dormir. La
normalidad regresó al viaje. Un buen viaje, no se puede negar, a pesar de los
inconvenientes.
ACTO FINAL
Fuimos al circo porque nos interesó el promocionado acto final. Primera
vez que osaban presentarlo. Mucha gente. Mucha expectativa. Nadie prestaba
atención a los demás actos, como si no existieran los malabaristas, ni el mago,
ni las danzarinas, ni el payaso, ni el domador. La zozobra aumentó a medida que
finalizaba el programa. Los actos demoraban más de lo habitual. Los payasos prolongaban
sus chistes. Las cuerdas del equilibrista eran más largas. La multitud no
observaba la pista: se miraban entre ellos.
Algo trágico habría sucedido si el maestro de ceremonia no sale y
anuncia el esperado final.
Estallaron los aplausos hasta cuando, por una señal del hombre, el público se silenció. Fuera de la carpa, el achacoso rugido del león. El maestro de ceremonia se esfumó. Se apagaron las luces y el acto comenzó sin que nadie entrara a la pista. No había nada para hacer. Silencio entre el auditorio, nada más. La pista desocupada. Cada espectador a la espera de cuanto había imaginado o deseaba ver representado en ella. Cuanto temía ver representado frente a las demás personas. Minutos después brotaron risas y llanto del público. Murmullos, amplificándose hasta el grito y el lamento. Pensamos que la gente se arrojaría a la pista, pero nadie lo hizo. Todos temíamos a la pista. El espectáculo estaba en las graderías y no en la pista. No sé quién lo hizo primero pero media hora después, entre la penumbra, aplaudíamos frenéticos, encandilados con el acto final.
ÉL ERA MENOR
No conocí a mi padre. Mi madre tampoco me ayudó a conocerlo. A sus 92 años,
parece que ella todavía pretende olvidarlo. No tuve fotos o algo que me
condujera hacia cualquier presencia suya. Mamá nunca me lo describió. Yo
pensaba: “Papá”. Y nada más. Esa palabra, junto a las perpetuas huidas de mamá,
fue lo único que tuve durante mi niñez al lado de abuela y la tía Judit. No
hubo nadie con características de “papá” en mi imaginación. Me habría gustado
un papá de ojos azules. O uno que le diera de comer a los perros callejeros, a
mi lado. Ninguno en la familia me dio señas de su existencia como si yo hubiese
sido hijo del Espíritu Santo. Sin embargo… algo ocurre desde algunos meses
atrás porque mamá no se cansa de repetir que papá, en sus sueños, manifiesta
inaplazables deseos de conocerme. Al principio no presté atención a su ofuscada
idea. Delira, pensé. O no es papá. A estas horas de la vida, ¿preocupado por
conocerme? “¿Estás segura que es él?, pregunté a mamá. “¡Pues claro, no se me
olvidan esos ojos azules y el pantalón de paño gris que llevaba en la fiesta
donde nos conocimos!”, afirmó con presumida sonrisa de 73 años a las espaldas.
Desde semanas atrás, en un sueño recurrente, alguien me seguía por algunos
lugares donde iba. No se atrevía a acercárseme pero sé que era mi padre. Cuando
le llamaba para que se arrimara, desaparecía. Anoche fue diferente. Caminando
yo por solitarios pasillos de un centro comercial en Itagüí, vino directo y decidido hacia mí ese hombre
de quien tuve entonces la certeza de que era mi padre. Nos saludamos,
abrazándonos como viejos conocidos. Él, de 30 años; yo, de 60. Dijo: “Pareces
mi papá, siempre quise conocerte”. Respondí: “Mamá jamás me habló de ti pero
nunca es tarde, ¿verdad? En otro lugar habría habido tiempo para recorrer algún
centro comercial o las montañas del Quindío”. Nada más. Como si estuviéramos
extenuados de hablar tanto, se fue. Entró a uno de los ascensores y mientras la
puerta se cerraba gritó: “¡Tu mamá no ha cambiado mucho!”. Hubiera querido
contarle el sueño a ella, pero llegué a deshora porque ya había despertado.
NANA PARA MUÑECAS DE TRAPO
La anciana arrastra su silla de mimbre hasta la puerta. La anciana se sienta inagotables horas a
esperar el regreso de cualquiera de sus cinco hijos. Nadie llega donde la
anciana. Otro invierno, acomodando la silla para iniciar su rutinaria espera,
encuentra una muñeca de trapo que alguien arrojó allí. La anciana canta una caprichosa
nana y a la noche siguiente llega su hija menor. La anciana le relata el suceso
y entre ambas elaboran una muñeca semejante. La colocan en el mismo lugar donde
apareció la primera y una semana después llega la hija mayor quien, con
acentuadas canas y miradas tristes, llora abrazándose con la anciana. Las tres
mujeres hicieron tres muñecas de trapo que no se diferenciaban entre sí. Mamá
murió. Nosotras llevamos varios años sentadas en estas sillas, en la puerta de
la casa y nuestros hermanos no llegan, tal vez porque nunca aprendimos la nana
que mamá susurraba a las muñecas.
AGONÍA
En torno al moribundo, nadie espera sus palabras cuando le oyen
preguntar: “¿Oraciones?”. El sacerdote y las viejas aldeanas zumban plegarias
junto a su cama. Un gesto de su mano sobre el pecho y las rezanderas se van cuando
pregunta: “¿Lágrimas?”. Como si vigilaran la casa, entran varias plañideras y
lloran cerca del agonizante. Otro leve gesto para que las plañideras salgan en
silencio. Se impacientan quienes esperan verlo morir pronto. Quisieran asfixiarlo.
Cualquier cauteloso medio para acelerar tan retardado final. Le escuchan
preguntar: “¿Música?”. Traen las jaulas que encuentran por la aldea y las cuelgan
frente a él. Sus familiares más cercanos las sostienen en sus manos, balanceándolas
sobre el moribundo. Ninguno de los jilgueros canta. Se arrinconan en sus
jaulas.
“¡Música, música!”, grita satisfecho el hombre y fallece.
ROXANNE
Desnúdate, supliqué a Roxanne cuando se desvistió por
completo, interrumpiendo el blues de Dinah Washington, Cry Me a River, que musitaba con voz quejumbrosa, mientras iba
arrancándose sus prendas. Le repetí, domando la jauría hambrienta de mis
caricias, ¡desnúdate! Señalándola de abajo hacia arriba, no te queda
bien esa piel para la música interrumpida.
Entonces Roxanne
se desnudó de verdad.
Se desvistió por completo aunque estaba sin ropa. Primera vez, entre
centenares de veces desnuda frente a hombres y mujeres. Desnuda frente a sí
misma en espejos de hoteles y en el iris de mis ojos. Su auténtica
desnudez fue vestirse, prenda por prenda, cuanto había arrojado sobre el piso.
Y volver a cantar Cry Me a River.
Musitar en crescendo, para mí y para ella, cada frase del blues. En
particular para la soledad de la casa en esa retirada montaña.
Se desnudó, revelándome que los orgasmos no son producto de una vagina
estranguladora e insaciable, sino de una canción que dos personas saben
compartir en el momento propicio.
Roxanne, desnúdate. Roxanne, vístete. Roxann… Roxan… Roxa… Rox… ¡Desnúdame!
Roxanne, desnúdate. Roxanne, vístete. Roxann… Roxan… Roxa… Rox… ¡Desnúdame!
ALGUIEN TRAS LAS PUERTAS
El primero de los toques te despierta. Esperas varios minutos y el golpe
se repite en otro lugar de tu casa. A nadie esperas. Nadie vendrá nunca a tu
casa. ¿Qué pueden necesitar de ti a esta hora de la madrugada? Aumentan los
toques y te cobijas por completo. Sabes que no te importa quién llame y sabes
que no te levantarás para averiguar quién viene haciéndolo desde la semana
anterior. Te quedarás despierta dos horas exactas como todos los días, hasta
cuando cesen los toques. No prenderás la luz ni gritarás como la primera noche.
Estás acostumbrándote al hecho aunque tú, mejor que nadie, sabes que esta casa
carece de puertas y ventanas.
BUENO, HERMANITA
Demasiado elevados los muros del callejón, hermanita. Esa húmeda
estrechez de ladrillos viejos cubiertos con musgo, me atemoriza. Caminaré sin
mirar atrás para confirmar si me sigues. Aún como fantasmas cualquiera de los
dos, no me dejarías solo. Oscurece, hermanita, ¡de nuevo oscurece! Por este
callejón, que ignoro dónde conduce, siempre será cualquier hora de la madrugada
y del atardecer. Esto no es un laberinto. No puede serlo para ninguno de
nosotros, ¿verdad, hermanita? Me aterrorizan los laberintos. Tengo pavor hasta
del más pequeño de ellos, no porque me desoriente allí dentro, sino porque
cuando me resigne al extravío, encontraré muchas salidas sin buscarlas.
Jamás me habrías pedido entrar en uno. Cada vez más estrecho y alto.
Reducido y alto. Oscuro como el color de tus ojos cuando no odias. Confío
en ti y en las voces delante de mí. Frente a tu silencio, esas voces me
intranquilizan un poco al no identificar el idioma. Algo grave susurran en lengua
desconocida para mí.
Hermanita, ¿qué haces ahí crucificada?
CANTÓ COMO NUNCA
Ella es muda pero cantó como nunca había cantado frente a nadie.
Les cantó a todos ellos durante cinco horas, desde cuando comenzó a finalizar
el aguacero. También este les cantó y era un canto de agua fría, de agua que
golpeaba la espalda y la cabeza. Les cantó con el corazón. Les cantó con sus
ojos y esta interpretación fue la que más les agradó. Cantó como nunca lo había
hecho frente a nadie. Cantó también con los brazos y leves movimientos de su
cabeza y su cabellera ondulando. Cantó con la cintura moviéndose así, usted ha
visto esas serpientes nadando en un charco, así cantó con la
cintura. Claro que cantó, cantó muy bien una canción de la cual no voy a
decirle la letra porque es mía, para mí. Cantó con sus sentimientos. ¡Sí,
señores, cantó bajo el aguacero, que le hizo dúo! Les cantó, repito, con todo
su cuerpo. Sus manos cantaron y su delicado rostro cantó. Cantó cuando iba de
aquí para allá entre la cortina de agua. No es una sirena aunque se
parezca. No les miento, cantó. Ella cantó para todos aunque eran sordos.
MÁRTIRES
Unos, entredormidos; los otros, extenuados por el trabajo e impasibles a
cuanto sucedía fuera del bus o pudiera ocurrir dentro de este. Solo importaba
llegar a sus cubículos y nada más. El de hoy, otro día gris. Mañana sería un
día más, como millares de días anémicos en la ciudad. Poca gente viajaba en el
vehículo, rematando su recorrido a esa hora de la noche. La abstraída mujer,
solitaria en una de las sillas traseras, fue incapaz de reaccionar cuando el
hombre que de imprevisto se sentó a su lado le hizo sentir la punta del
cuchillo en su costado derecho. No voy a robarla ni le haré daño, anticipó,
como si fuera alguien conocido susurrándole tan cerca, escúcheme sonriendo. Lo
miró a sus ojos. No tiene aspecto de ladrón, se consoló. Sobresalía una leve
cicatriz en su mentón. El acentuado olor a madera húmeda le despertó confianza.
Las uñas de la mano que apretaba el cuchillo, lucían como si hubieran acabado
de hacerle la manicura. Solo quiero que me masturbe y nada más, ordenó seguro
de sí mismo, al contemplarla sumisa. La chaqueta de jean que cargaba en el
brazo, la extendió sobre sus piernas, presionando otro poco el cuchillo para
persuadirla. No fue necesario. Con destreza, la mano izquierda de la mujer
deslizó el cierre de la cremallera y se introdujo, hurgando por entre sus
pantaloncillos, hasta encontrar el húmedo y agarrotado pene del hombre. Lo
extrajo con acostumbrada habilidad y, sin disimular su deleite, empezó a
masturbarlo con brutal pericia, rogando para sus adentros que el viaje se
retardara y el hombre no eyaculara tan rápido.
ANIMALITOS EN LAS NUBES
Se le redujo un poco la sed agobiándolo desde temprano. No cabía el calor
entre su cuerpo ni en la madrugada. Caminó sin prisa.Tenía tiempo para llegar
al sitio y esperar durante varias horas la inequívoca aparición de la pareja.
Escurría sudor como si hiciera gimnasia. Los jueves, su esposa iba al gimnasio.
Y hoy era jueves. Ella cambió, por entrenamientos en el gimnasio, las perpetuas
búsquedas en internet y los cortometrajes surrealistas. Prudentes ambos, en
numerosas fotografías colgadas en Facebook el hombre aparecía cauteloso en
segundos planos con ella. Nunca juntos. Muy bajito, pensó al verlo. Su
musculatura resalta la pequeñez. Estaba al corriente de que el amante de su
esposa era un hombre grueso y bajito. Cuando entró con ella al hotel, lo notó más
bajo y varonil. Esos marcados bíceps son propios de quien levanta pesas desde
adolescente, curtido entre mancuernas y poleas. Menor que yo, evidentemente.
Selecta camiseta. Compraré una igual pero azul, decidió cuando la puerta de
cristal se cerró tras ellos. El sol y la sed intensificándosele, recordaron la
insistencia con que ella en sus conversaciones repudiaba los hombres de
reducida estatura. Era hábil para encajar el tema en cualquier conversación.
¿Qué haremos con Charles Aznavour, que te apasiona?, pregunté un día. Una
semana después, como decisiva respuesta, regaló a una amiga sus discos del Embajador
de la canción francesa.
Desde el sitio donde vigilaba, los vio venir conversando animados. Sin
desconfianza. Un par de íntimos amigos sin nada para ocultar. Cerca del
gesticulante hombre, se veía más alta por sus botas de pronunciados tacones. En
una pelea cuerpo a cuerpo con él, ¿ella me protegería?, pensó y sonrió
escéptico. Debe ser fanático de Van Damme, Seagal, Vin Diesel, Jet Li, Stallone
o Schwarzenegger. Los fantaseó desnudos. Ella, alta y delgada, con su abombado culo
exprimido por las toscas manos del hombre. Músculos por todo lado. Nadie
establece nada sobre complacencias sexuales de una mujer cuando esta ama o deja
de amar. Habría alcanzado a entrar en la heladería cercana y pedir un jugo de
mandarina, pero no se desengancharía de esa puerta hasta cuando salieran del
hotel. La sed regresó con más fuerza. Si ahora mismo abordara un taxi, podría
ir hasta su casa, sacar alguna ropa, algunos libros e irse sin explicar nada.
No es necesario todavía. La semana entrante o el próximo mes, navidad, se
alejaría callado sin dar ni reclamar explicaciones.
Una hora y 33 minutos exactos. Salieron. ¿Eso fue todo? ¿Qué puede hacer,
bien hecho en el sexo, una pareja en tan breve lapso? Ella se ufanaba de
practicar tantra y el hombre tenía aspecto de eyaculador precoz. Ella estaba
recién duchada. Su larga cabellera empapada y brillante la inculpaba. Si lo
hubiera querido, desde su escondrijo habría olfateado el perfume del jabón que
usaron. ¿Y esa fragancia?, preguntó una vez, cuando ella llegó del gimnasio.
¿Fragancia?, repuso displicente y en apariencia ajena al interrogante, todas
salimos oliendo igual de la ducha del gimnasio.
Regresan por el mismo andén. Sin prisa. Como si nada hubiera ocurrido. Ella
comenta algo y él sonríe. Los sigue a prudente distancia, por el andén paralelo,
caminando cada vez más despacio tras ellos, porque no tiene que ir a ninguna
parte, hasta cuando la pareja se extravía entre gente que por allí circula. No
los vio más. Se disiparon de sus sentimientos cuando miró hacia el cielo y
descubrió formaciones nubosas que nunca había visto. Nubes muy blancas y espesas
formando animalitos. ¿Siempre habían sido tan atractivas? Cielo cubierto a
brochazos, cirros, cúmulos, jirones de nubes altas y bajas, hinchadas o
delgadas, solas o en grupos, formando un zoológico en el cielo.
Decenas de animalitos a los cuales nadie prestaba atención.Se detuvo a
mirarlos, sobrecogido por el fortuito espectáculo. Animalitos bien definidos.
Surgían y cambiaban vertiginosos, con el tiempo exacto para identificarlos,
señalarlos y nombrarlos. Un zoológico
para él solo porque aquella gente no miraba nubes. Siempre apresurados hacia
sus hogares. ¡Un mofletudo conejo sin orejas! ¡Una serpiente de dos cabezas! ¡La gallina! ¡Sus pollitos!
¡Y ese pato! ¡Y ese ganzo! ¡Otra libélula! ¡Un perro saltando! ¡Mi perro Brigu!
¡Una rana con los ojos cerrados! ¡Elefante
trompicorto! ¡Un lagarto sin cola! ¡Una
mariposa nocturna! ¿Unicornio…? ¡Sí, unicornio! Esta tarde, las nubes se
confabulaban para festejarle con animalitos. Y todos, queriendo decirme algo o
hablarme no sé qué, se disolvían cuando iban a pronunciar las primeras
palabras. No eran usuales tantas figuras zoomorfas en las nubes. Niño, niño,
mire esa tortuga en la nube, y se la señaló a uno que pasaba. Es un caracol,
rectificó este. Sí, un robusto caracol transformándose ahora en delfín, mírelo,
niño, mírelo. No supo cuánto tiempo estuvo inmóvil en la esquina, absorto en
las nublosas imágenes.
Comienza a oscurecer y ya no hay más animalitos en las nubes.
INTERROGATORIO EN COLOMBIA
- ¿Dónde
están los cuerpos?
- En aquel
bosque. Mal sepultados, por fortuna.
- ¿Cómo
puedes comprobarlo?
- Vamos a la
prendería, donde empeñé la pala.
- ¿Solo eso?
- No, y el
anillo de ella y el reloj de su amante.
- ¿Tienes
algo para agregar?
- Cuando
empeñé todo eso, en el reloj del hombre eran las seis en punto.O seis y diez…
- ¿Lo
hiciste por celos?
- ¿Celos?
Quería verificar la calidad de la pala, la eficacia de la policía y mi
capacidad cavando una fosa para dos, bajo el sol de la tarde.
- Pero te
quedaron mal sepultados...
- Nunca
conté con el hambre de los gallinazos.
EXPLICANDO LA REALIDAD
Vino el filósofo a dilucidar la realidad y ella le cantó como grillo,
hasta el anochecer, cuando aquel se durmió y comenzó a soñar con grillos y con
otros filósofos. ¿Cuál canto? ¿Cuál grillo?, respondió por la mañana el
filósofo, al preguntarle si había podido explicarla.
Y llegó también el poeta, a enunciar la realidad. Y ella se le presentó con
los colores y formas de cuanto lo circundaba. El poeta permaneció todo el día
escribiendo, con sus ojos adheridos al papel y, a veces, sobre la hipnótica
pantalla del computador. ¿Cuál montaña?, preguntó el poeta cuando le
averiguaron si había podido escalar la brizna de yerba cerca de sus pies.
Se presentó el teólogo, atiborrado de argumentos, pesadillas,
versículos, palabras áridas, sofismas, dudas e incertidumbres, para explicar la
realidad, pero siguió de largo porque no había nadie que quisiera escucharlo. Ninguno
que deseara preguntarle algo. Desde el canto del grillo y la brizna de yerba,
Dios sonrió burlón y compasivo.
LECCIÓN DE MUERTE
Nunca utilice papel para mandar sus mensajes, hijo. Envíelos con los
cadáveres. De esta manera, hasta quienes no saben leer, o cuantos leen bien y
comprenden más de la cuenta en nuestro territorio, entenderán fácil. Todos
aquellos que no tienen tiempo para perder con tanto palabrerío, comprenderán
directo el mensaje, con sus ojos pegados al cadáver y tan muertas sus miradas como
iguales de muertos estén los mensajeros que usted envíe río abajo. Lo más
efectivo es esto, escúcheme bien, hijo: Las personas a quienes envíe
mensajes, comprenderán hasta cuanto no les dices. ¿Y sabes, por qué...? Nadie
olvida un mensaje con cadáver incluido. Es decir, un cadáver con recado
incluido. Y además hay mucha gente, mucha gente para que los envíe cuando sea
necesario.
EL ESQUEMA DE VIVERT
Vivert elaboró un esquema para determinar el momento de la muerte funcional,
basado en las siguientes premisas:
1. Si el cuerpo está caliente, fláccido y sin livideces, hay ausencia de
funciones vitales (respiratoria, circulatoria y cerebral), la muerte se remonta
a seis u ocho horas.
- Entonces... parece que estoy vivo.
2. Si el cuerpo está aún tibio pero rígido, y hay livideces que
desaparecen por simple presión digital, la muerte se remonta de seis a doce
horas.
- No hay dudas, ¡sigo vivo!
3. Si el cuerpo está frío y rígido en ausencia de toda función vital y
se presentan livideces muy acentuadas, inmutables, sin haberse presentado la
putrefacción, la data de la muerte se remonta de 24 a 48 horas.
- Sí, en realidad, estoy muy vivo.
4. Si la rigidez ha desaparecido y hay mancha verde abdominal, la muerte
data de más de 36 horas.
- ¿Mancha verde abdominal? Mi
reloj… ¿dónde está mi reloj?
RIMBAUD
Varios de los
arcángeles que le vieron escribir, dijeron, quemaremos nuestras alas. Dijeron,
renunciaremos al cielo. Dijeron, descenderemos antes que sea tarde. Terminó el
tiempo de su poesía, sin permitírsenos redimirlos a ella o a él. Así lo
reconocieron muchos que cambiaron su celestial morada para acompañar durante
una noche de insomnio al joven alucinado. Había lágrimas en los ojos de todos.
Ni Dios ni el demonio se dieron cuenta.
INTIMIDANTE
Cuando mi abuelo
Rufino se emborrachaba con chicha y manoteaba por la casa con el machete recién
afilado, recortándole sus alas a imaginarios gallinazos, nos silenciábamos. No
porque tuviéramos miedo ni porque él fuera cegatón y su machete largo, sino
porque las palabras eran cobardes y no se atrevían a salir de nuestras bocas.
2099
Tan pronto se incendian
las manos del arqueológico androide, abrimos nuestras bocas para implorar por
los niños clonados. Si las voces se llenan de helio, danzamos hasta la disolución
molecular de los octágonos. Cuando alguien insiste en recordarnos la época de
las mariposas, del agua diáfana y el vuelo de las libélulas, lo silenciamos,
mostrándole los abismos de cualquier nota sometida al delirio del piano.
JAQUE MATE
Cada jugador de
ajedrez tiene un sanguinario perro a su lado. Toda ficha perdida, se entrega al
perro correspondiente, que la despedaza sin retirar sus ojos del jugador
contrincante. Por mutuo acuerdo, ambos saben qué sucederá a quien pierda la
partida. Por su lado, los hambreados mastines que nada saben de ajedrez,
esperan el final de la partida.
A WALSER
Cuatro perros de
fuego le siguen a distancia, para no incomodarlo en su última caminata. “Ojalá me dejara cubrir por la nieve y
yaciera sepultado en ella y muriese dulcemente”. Ninguno ladra. Walser
nunca mira hacia atrás y los perros tampoco. El camino continúa abrupto, mas no
en este momento para Robert ni los perros. Nadie sale a su encuentro. El
inabarcable blanco de la nieve no cabe en la mirada del anciano ni en los ojos
de los perros. Uno de ellos, regresa antes que Walser se desplome, como copo de
nieve de una rama a otra. Aunque la tarde sigue igual hasta el borde de la
noche y a esta no le importa el cuerpo sin vida del anciano escritor, a los
perros restantes se les apaga el fuego en sus ojos. “¡Con qué nobleza ha elegido su tumba! Yace en medio de espléndidos
abetos verdes, cubiertos de nieve. (…) Yacer y congelarse bajo unas ramas de
abeto sobre la nieve: ¡qué espléndido reposo! Es lo mejor que pudiste hacer. La
gente está siempre dispuesta a hacerles
daño a las aves raras como tú”.
PUEBLO DE
ÁNGELES
A mamá le
sucedió cuando yo no había nacido…
En mi pueblo,
son devotos de los ángeles. Hay capillas para Azrael, Haziel y Caliel. El
último martes de cada año, al atardecer descienden cinco ángeles y buscan la
joven más piadosa. La rifan y quien gana la embaraza. Pero el ángel debe
quedarse trabajando en el pueblo. Cuando el niño nace, regresa al cielo y lleva
con él a la joven o al bebé.
Abuelita me
asegura que mamá regresará con el ángel y me llevarán. Mientras tanto, escondo
mis alas para que en la escuela no se burlen de mí.
EL NIÑO
DE LAS COLILLAS
Si tuviera
interés en acordarse, recordaría que desde los cuatro años de edad comenzó a
recoger colillas de cigarrillo por andenes y calles. Sobre todo en los parques,
donde abundaban colillas de todos los tamaños. Al llenar la bolsa plástica
donde las amontonaba, iba al ancianato y desde la reja llamaba a su abuelo.
Otras veces vociferaba a su abuela. Como siempre, primero respondía a sus
gritos trayéndole algún sobrado y luego recibía el paquete. El niño no
recordaba, aunque deseaba acordarse, quiénes eran sus padres. Calles, avenidas,
parques y rincones eran su hogar. Cualquier viejo que recibiera las colillas
era su abuelo. La anciana que por la bolsa entregaba a cambio otra con arroz,
papa salada y dos huevos cocinados, era su abuela preferida. Nunca se decían
nada. A veces, cada uno estampaba en el
otro una sonrisa. Iba con la bolsa vacía, aunque en esta ocasión las colillas
parecían multiplicarse por los andenes. El día anterior la mujer le habló por
primera vez: “Tráigame siquiera una colilla de mariguana”. En la bolsita con la
cual retribuyó las colillas del día, había media pechuga de pollo asado.
AMANECER
El hombre.
Y la mujer del
hombre.
Cada uno más demacrado
que el otro.
Y dos de sus
hijos, un niño y una niña de siete y nueve años de edad, más enjutos que sus
padres.
Dice el hombre,
todos los días trabajando todos y no se ve la plata, ya está cansándome este
trabajo. Ninguno manifiesta nada mientras caminan aprisa. Entonces el hombre
repite para sí mismo, todos los días trabajando todos y no se ve la plata.
Un perro rasgando
las bolsas de basura acumuladas allí cerca, mira prevenido a la familia que
pasa por su lado.
El niño coge a
su hermana de la mano y camina rápido tras de sus padres, arrastrándola.
Y no se ve la
plata.
Todos los días
trabajando todos.
LLUVIA
Obsérvala bien
antes que deje de llover. Para eso estamos aquí, no para que te asombres con el
tamaño de las gotas de lluvia ni con su fragancia. Esa que ondula entre el
agua, que va y viene y sube y baja, copulando con esta. O esa que te mira impertinente, cuando pasa
por tu lado y con el calor de sus manos evapora el agua sobre tu rostro… es la-mujer-de-las-lluvias-de-abril,
en esta región, contra la cual te previnieron. Qué importa si estamos en junio.
Este aguacero no es común en abril ni en octubre. Tampoco es frecuente un
hombre como usted, escrutándole colores y músicas a los aguaceros. En los de
aquí, solo descubrirá mujeres.Y esa, obsérvela bien mientras termina de llover,
no se la recomiendo si usted tiene sed.
COMO
UN CUENTO
Podríamos dudar
de Bioy y buena parte de su libro Borges.
Ediciones Destino. Colección imago mundi. Volumen 101. 1.664 páginas, por si me
tiene desconfianza. En este microrrelato, mentira o verdad poco interesan. Ambas
sirven para el propósito del mismo. Quince días antes de fallecer, Jorge
Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo, sintió que su muerte estaba cerca y le
manifestó a un amigo: “Ha llegado”. ¿Alguien
podría haberla visto con más luminiscencia? El amigo le preguntó si podría
describirla. Francisco Isidoro respondió: “Sí,
algo externo, rígido y frío”.
Semanas después, sábado 14 de junio de 1986, el autor de El Aleph se encontró en Ginebra con su muerte, la cual le dio tiempo
para pronunciar el Padrenuestro en cuatro idiomas, entre ellos inglés antiguo.
LA
HUIDA
Se descalzó las
botas, abandonándolas en la entrada del puente de piedra por donde atravesaría.
El río estaba reseco. En el horizonte, fogonazos de explosiones alumbraban la
callecita donde finalizaba el puente. Esta vez, la mujer no le acompañó,
siguiéndole con su mirada hasta cuando levantó vuelo. Algo le habían prevenido
al respecto, pero ella tenía la ilusión de que él lo hubiera olvidado. Unas
alas viejas en tiempos de guerra. Cincuenta años viviendo en estrechas
habitaciones. También ella lo intentaría, pero ahora no. Si por lo menos
redujeran los bombardeos de la ciudad…
MI
PESADA TÍA
Decidimos abandonar a la plañidera tía
Carlota. La toleramos muchos años pero es hora de tenerla lejos de la casa.
Distante de sus sobrinos, de los turpiales y juguetes de mi hermana. En
particular, del petrificado cadáver de tío Reinaldo. La cargamos hasta donde
estaban los cocodrilos, para dejarla entre ellos, sin sospechar que huirían
cuando ella comenzó a quejarse del frío, lo sucio de este estanque, el color de
sus pieles y el asqueroso olor de estos saurios. Se ocultaron en lo recóndito
del estanque.
No hubo otra solución: arrastramos a la hinchada
tía Carlota hasta donde pastaban las iguanas emplumadas. La empujamos hacia la
alcoba de los basiliscos, pero ella destrozó los espejos y defecó entre el
jarrón chino que tío Reinaldo le regaló cuando cumplieron 15 años de
amancebados.
ANTES DEL
FUNERAL
Voy a
presentárselos, mientras llegan quienes asistirán al funeral…
Ellos dos no tienen culpa alguna, por muchos
chismes que corran aquí…
Los conozco desde niños, él es Urrecio
Maldonado y ella Benilda Castiblanco de Maldonado, con un “de” bien firme y
merecido, porque Benilda no ha tenido ojos para nadie diferente a Urrecio…
Hay que conocer sus oficios para entender la
muerte del finadito…
Urrecio vendía leche de cabra y de vaca,
escuchaba tangos de la vieja guardia y gozaba con la neblina del pueblo...
Benilda, quien heredó el secreto de su abuela,
hacía los mejores quesos de la comarca cuando conoció a Urrecio...
Se vieron, se gustaron y hablaron nomás lo
necesario para casarse pronto...
Si el muerto
pudiera hablar, revelaría dellates sobre el propósito real que tuvieron para
casarse...
Urrecio ni bachillerato, aunque era mucho lo
inteligente...
Benilda tampoco
terminó sus estudios...
Era la mejor del liceo, tenía ambas
cualidades, belleza e inteligencia...
Han muerto
bastantes de aquella época y quedamos otros...
Soy el mayor y
la memoria la tengo fresca como quesito doble crema de Benilda...
Son treinta y
cinco años derramados del pueblo y de la vida...
El finadito, que
Dios lo tenga en su gloria, aunque no sé para dónde irá este tipo de muertos,
dicen Urrecio y Benilda que cuando llegó a la casa a pedir posada, tenía por lo
menos ochenta años en ese cuerpo de niño...
Urrecio no cree
en brujas pero sí en vampiros, mientras con Benilda sucede lo contrario: niega
la existencia de vampiros pero teme a las brujas...
En esto difieren
y en lo demás nunca se han presentado problemas...
¿Les conté que a Benilda la emocionan los
boleros…?
En un cuaderno escribe letras de boleros que
inventa mientras hace los quesos…
Es su manera de
reaccionar contra los tangos que escucha su marido…
En todo lo
demás, ya le dije, no se han presentado problemas...
Los une el color del queso y el color de la
leche...
Y su hija
albina...
Discuten cada vez que se les presenta la
ocasión...
Urrecio para
espantar las brujas en las que su mujer cree, chasquea un zurriago de guayabo
siete veces en el aire antes de acostarse para que ninguna bruja ingrese a la
casa...
Benilda hace
fumigaciones de pringamoza y azufre para espantar con humo los vampiros que
puedan merodear...
Martes y viernes
son los sahumerios...
A la casa de
Urrecio y Benilda no vienen brujas ni vampiros...
Su hija albina
tiene 25 años y habla con las hadas...
Desde los cuatro años de edad cuando ni
Benilda ni Urrecio la veían...
La bautizaron Maldofina, como se llamaba la
abuela de Urrecio...
Luego del
funeral le cuento el resto…
BOMBARDEO
En este momento,
cuando logramos un poco de silencio, ¿podrás escucharme? Podrás escucharme, sin
lugar a dudas. Te lo contaré, sin preocuparme tu escepticismo: El aeroplano de
papel que lanzaste al aire, mientras corríamos para protegernos del bombardeo
de los aviones, ascendió hasta estrellarse contra uno de ellos. Créeme: lo hizo
caer. Se precipitó contra el estadio. Tu aeroplano lo hizo. Te aseguro, amor,
que fue tu origami y no la artillería antiaérea. El aeroplano que hiciste con
el papel rosado donde escribí mi poema sobre la guerra. Iba a decírtelo mas no
hubo tiempo. No te extrañe que cubra tu cadáver con avioncitos y con ellos
ponga sobre tus heridas un dragón de papel. Cuando finalice el bombardeo voy a
revelarte para qué sirve el dragón.
EL ANUNCIO
Antes de la confusión total, enviaron
varios profetas a Babel, todos mudos aunque tañían arpas cuyos acordes
anunciaban el destino de la ciudad y sus constructores. “Decapítenlos porque el
silencio de sus bocas y la música de sus arpas no dejan trabajar en paz”. La
torre siguió elevándose hasta cuando arribaron otros tres profetas, quienes
hablaban pero no veían. La confusión comenzó en los subterráneos de Babel.
Millares de obreros suplicaron a otros que escuchaban cuentos narrados por los
profetas, sin embargo no atendieron tales ruegos, ahorcándolos delante de los
niños e inventándose otros desenlaces. Cambiaron el orden de las palabras. Dijeron
que no eran necesarios los verbos, los sujetos ni los adjetivos. Después, en
plena confusión, enviaron solo un profeta, el cual llegó a Babel sobre un buey.
Y este visionario caminó por entre
ellos, escuchándolos. Preguntaron cuanto no habían interrogado a profetas
anteriores. A él y su buey los condujeron donde el caos era total y todos
querían alejarse rápido de la torre amenazadora y amenazada. El profeta señaló
hacia las nubes.Vieron cómo huían dragones y ángeles ante el paso de un insólito
vehículo: “Enola”, repitió el profeta
aunque tampoco le entendieron. La vertiginosa ave metálica se la tragó la
lejanía. Entonces se dispersaron y por la tierra de Senaar solo caminó Yavé. “Tú me entregaste tu salvador escudo, tu
diestra me fortaleció y tu solicitud me engrandeció. Me hacías correr a largos
pasos, sin que se cansaran mis pies. Perseguía a mis enemigos, y los alcanzaba,
sin que pudieran resurgir; caían bajo mis pies. Me ceñiste de fortaleza para la
guerra…”.
FATIGA
Aquí está de nuevo, arañando la puerta y
cicatrizándola con sus garras. Escúchalo. Puedo admitirle que me despierte todos
los días a las tres de la madrugada, al final uno se acostumbra y estoy seguro
que también aprenderás a soportarlo, pero no puedo permitirle que traslade
brazos y piernas para dejarlos cerca de la puerta. Dos o tres veces en la
semana. ¿Qué le cuesta traerme cuerpos completos? Niño o niña, si se le
complica arrastrar cuerpos pesados. Me enfurece que llegue y siga hacia la
biblioteca, mirándome desafiante. Se acomoda junto al sillón donde estás
sentado, -¡no te levantes!-, obligándome a ponerle las veintiuna danzas húngaras de Johanes Brahms.
¿Escuchas la insistencia con que araña la puerta? No abriría, si esos brazos y
piernas que me trae no provocaran sospechas. Brahms a estas horas de la
madrugada. Ábrele, por favor, mientras preparo el veneno: hay suficiente para
ambos.
EN ALGÚN PARQUE
¿Ese que camina hacia nosotros con un
ramo de crisantemos es Robespierre? Él es, pero las flores no son crisantemos
sino rosas y todas marchitas. Robespierre se acerca. Robespierre respira junto a
tu rostro. ¿De dónde viene tan penetrante olor a mierda? Descubrirás que el ramo está hecho con
cabezas de campesinas. Y otra cosa… Robespierre no viene. En realidad se marcha.
Va hacia otro lugar aunque parece inanimado en el mismo sitio, rodeado de palomas.
No son palomas. Son Diuca Finches blancas que no lo acompañan para donde va.
Ninguno lo acompaña. Nadie recibe esas cabezas que comienzan a perturbarlo. ¿Y
si voy yo? Nadie te lo impedirá.
CUENTOS CUENTEROS
Desde la aldehuela sobre peñazcos, donde cabras de las rocosas han sido
siempre la mayoría de habitantes, el veterano narrador de cuentos baja con el
paso manso al que le fuerzan sus cien años de edad. Le convocan, junto con
otros veintiún cuenteros de tierras vecinas, para que refiera su cuento más
notable. Al ganador le dejarán leer fragmentos del volumen secreto de la Saga de los Nart, donde se consignan las
técnicas para escribir y contar cuentos objetivos. Rumi, Attar, Gurdjieff,
Idries Shah, Osho y Castaneda, entre otros, tuvieron acceso a páginas de tal
libro. Cada participante relatará un cuento capaz de saltar los siglos sin
malinterpretársele. Un cuento en el cual de la milenaria tradición, a la
garganta; de esta, al libro y del libro a la conciencia de cuantos lo escuchen,
no se adultere su sentido real.
El silencio del lugar donde algunos elegidos aldeanos y varios invitados
exclusivos de remotas ciudades escucharán a los cuenteros, es el propicio para
evaluar las modulaciones de voz de cada participante. Cada cuentero viene
acompañado por mujeres de variadas edades, menos el viejo Nicanor Canoro junto
a quien caminan varios de sus cuentos más dóciles. Cuatro, para ser exactos:
dos de estos ya los relató y vienen cerca de él como lobos sumisos; el otro
par, aquellos que no ha referido a nadie, siguen el rastro de su bastón, un
poco más retirados. Algunos niños señalan imprudentes y preguntan: “¿De dónde
los traes, Nicanor?”, agregando sorprendidos, “no se parecen a los que
conocemos”.
“¿Gritará o susurrará, viejo Canoro?”, interroga la única mujer invitada al
evento. Por toda respuesta, representando el aleteo de un ganso Anser Indicus,
Nicanor Canoro levanta y sacude despectivo sus brazos.
Al atardecer, cuando la azulada luna llena estampó la señal, encendieron
hogueras y comenzaron a relatar los cuentos. Nicanor solicitó que le dejaran
para el final. Él y sus cuatro cuentos escucharon con atención a todos los
narradores. Al amanecer, cuando llegó su turno, Nicanor cubierto por la
penumbra no se movió de su sitio mientras los cuentos que le acompañaban
tomaron su lugar y en coro rememoraron detalles de la niñez de Nicanor y la de
cuantos estaban congregados en torno a la crepitante pira. La concurrencia y el
Consejo del Verbo, se conmovieron como nunca. Cuando los cuentos concluyeron,
no había nadie allí para otorgarle el premio. En realidad Nicanor no existía.
Eran los cuentos quienes lo habían inventado para expresarse ellos mismos a
través de él.
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